El gobernador, las chicas salvajes y el futuro de la pornografía

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El 17 de marzo de 2008 el gobernador demócrata de Nueva York, Eliot Spitzer, renunció a su cargo. Unos días antes The New York Times había publicado una nota en la que lo señalaba como cliente asiduo de un servicio de prostitución de alto nivel. Spitzer usaba un sitio de internet llamado “Emperors Club VIP” en el que podían verse imágenes de las mujeres que ofrecían sus servicios, una pequeña biografía y una lista de sus intereses (todas falsas).

La veloz caída del gobernador neoyorquino se debió a lo rápido que pudieron, de forma digital, localizarse sus transferencias monetarias a una empresa más bien dudosa, previamente etiquetada por el sistema de recaudación norteamericano. En vista de que una ley federal le impedía hacer transferencias mayores o cercanas a los diez mil dólares (y a que los servidores públicos que hagan dichas transacciones privadas pueden ser investigados) sin autorización o monitoreo, los movimientos bancarios con que compró los servicios de una prostituta (a cuatro mil dólares la visita) llamaron la atención. La restricción que tenía lo obligó a segmentar unos pagos que no pasaron inadvertidos.

Gracias a la digitalización –en este caso, internet abierto– pudo adivinarse casi de inmediato que él era el “Cliente-9” y que su favorita era “Kristen” y, más aún, cuál era la verdadera identidad de esta chica.

En poquísimas horas el mundo entero sabía de la existencia de Ashley Alexandra Dupré, una morena menuda, de veintidós años, con aspiraciones musicales y gustos caros, que se había contratado recientemente como trabajadora del Emperors. Y si alguien tuvo la velocidad que los tiempos requerían, ese fue Joseph R. “Joe” Francis: el joven pornógrafo que inventó un imperio acorde con nuestro siglo.

 

Las chicas salvajes

Joe Francis nació en 1973 y es, desde 1997, el fundador, director, jefe y operador (el "CEO") de Mantra Films, Inc., que factura unos cincuenta millones de dólares al año.1 Su línea de producción cinematográfica es única, muy peculiar, y se ha ganado ya un lugar en la cultura popular estadounidense: filma a chicas que, en medio de una borrachera, deciden enseñarle todo a una cámara que las sigue. La franquicia, con cientos de títulos, se llama Girls Gone Wild (GGW); en ella, un grupo de camarógrafos sigue a muchachas jóvenes en fiestas, celebraciones y todo tipo de reuniones. Las vacaciones de primavera, por ejemplo, son un favorito de la serie. Durante su spring break, las chicas viajan a Cancún o Isla del Padre o Panamá o a algún otro lugar con playa, y beben tequila tras tequila, con toda la intención de hacer alguna estupidez –que se grabará puntualmente por las cámaras de Francis.

Cuando el escándalo de Spitzer recién salió a la luz, el pornógrafo le ofreció a Dupré un millón de dólares para que firmara con él un contrato. Para entonces, cientos de ofertas parecidas llegaban a manos de Ashley, quien se negó a contestar propuestas. Pero antes de que ella pudiera decir esta boca es mía, Francis descubrió en sus archivos que la famosa prostituta había sido una de sus chicas salvajes en 2003, cuando Dupré tenía diecisiete años: en la primera parte del video, ella baila un striptease a medias, cubriéndose también a medias con un bikini negro, se besa en la boca con otras chicas y posa con los labios fruncidos para los muchos curiosos en shorts que se dieron cita durante la grabación en un cuarto de hotel. En la cabeza, Dupré lleva la gorrita de Girls Gone Wild.

Joe Francis se tardó en subir el video a su página (www.girlsgonewild.com) más de lo prometido porque Ashley interpuso una demanda de diez millones de dólares en su contra por explotación sexual. Según dijo, el equipo de GGW, sin su consentimiento, la dopó y la forzó a hacer cosas que no quería. Francis probó lo contrario rápidamente: Ashley no sólo había firmado y grabado en video un consentimiento, sino que había mostrado una identificación falsa y bebido en el camión del equipo en contra de las reglas. Ella quitó la demanda de inmediato.

 

A la velocidad de la luz

En menos de una semana los intereses vespertinos del gobernador Spitzer salieron a la luz, una aspirante a rapera fue descubierta como prostituta de alto nivel y un pornógrafo revaloró la mina de oro en la que estaba sentado. También, en menos de una semana, los hits en internet para la búsqueda de cualquiera de estos actores se contaban por millones.

Era como si no hubiera otra cosa que hacer que averiguar los orígenes de todo el asunto: antes de que fuera retirada, por órdenes judiciales, la página del Emperors Club, el tráfico en la red la había tirado. De la misma manera, una búsqueda frenética de imágenes o videos de Ashley Dupré, Spitzer y Francis convirtieron las horas laborales y de ocio en afanes de sabueso. Millones de personas parecían auténticamente interesadas en todos y cada uno de los aspectos de todos y cada uno de los involucrados. A más de un año del escándalo, la web arroja todavía resultados sorprendentes: más de medio millón sólo para Dupré.

El affaire Spitzer le dio un giro ligeramente porno a las noticias auténticas, algo que antes parecía imposible. Un editorialista de The New York Times, Clark Hoyt, escribió un largo texto sobre la forma en la que medios como su periódico podían mantenerse serios al nadar en “el pantano de las fechorías sexuales –reales y presuntas”.2 La tarea había probado ser difícil para casi todos los comunicadores, en vista de que los detalles de la vida íntima de los involucrados estaban disponibles para quien fuera.

 

Los quince minutos de fama, revisitados

Joe Francis no es un extranjero de los tabloides ni de los encabezados alarmistas. De hecho, su imperio está basado en el submundo poco regulado, aún difícil de comprender, de la fama inmediata y del ambiguo significado de “diversión”. Este año el magnate de GGW volvió a salir en las primeras planas y en las noticias televisadas al exigirle al Congreso norteamericano, de la mano de Larry Flynt, un plan de rescate para la pornografía.

En 2006 Claire Hoffman publicó en Los Angeles Times un perfil sobre Joe Francis3 y se arriesgó a las consecuencias: sabía que Francis podía, por lo menos, demandarla. Ya había sido maltratada por el empresario durante el tiempo que pasó a su lado para reportar sobre él: la humilló a la salida de un bar, le torció el brazo y la aplastó con su cuerpo gritándole, insultándola y haciéndola llorar… antes de acariciarla y pedirle un beso. El texto de Hoffman permanece, hasta el día de hoy, como el más leído de la versión en línea del periódico.

La idea de un rescate para la industria de la pornografía parece provenir del dueño de GGW. Según Hoffman, Francis le dijo que estaba ya cansado de tanta fiesta (es él quien viaja en su camión o en avión para encontrar en fiestas y bares a chicas deseosas de salir en sus series; también según Hoffman, las encuentra por montones y se le “avientan”) y que quería diversificarse, crear nuevos negocios. La mayor parte de los videos de GGW son considerados pornografía ligera y, aunque su venta ha disminuido en los últimos meses, es un negocio boyante.

Flynt, confinado desde hace décadas a una silla de ruedas, es el dueño de la hermana poco elegante de Playboy, Hustler, en circulación desde 1974. Es dueño, además, de otras revistas con nombres menos publicables y de páginas web saturadas de porno de ligero a duro. Ha sido protagonista de múltiples escándalos y se ha candidateado, sin buenos resultados, para puestos de elección popular. Al igual que Francis, utiliza la famosa Primera Enmienda a la constitución norteamericana –la de libertad de expresión– como apoyo para sus actos, tal vez consciente de que, en el entorno puritano en que se mueve, despierta recelo y algunos odios.

Al ser entrevistado, Flynt dijo que Francis y él buscaban el apoyo del Congreso porque “la gente está muy deprimida para estar sexualmente activa […] Esto es muy poco saludable como nación. Los norteamericanos pueden estar sin coches y eso, pero no pueden estar sin sexo”. ¿La petición? Cinco mil millones de dólares para una industria que, claramente, está dejando atrás el camino del papel y los videos forrados en plástico brillante. Ninguno de los dos explicó cómo emplearían el dinero, de conseguirlo.

El anuncio de que contactarían al Congreso en busca de su propio paquete de salvación se hizo a principios de enero de este año. Se acercaron a los medios (y los medios a ellos) e hicieron explícita la necesidad de rescatar la libido, por decirlo así, de su forma de vida. Hicieron su solicitud por escrito.

Pero ambos empresarios tienen claro, en la acción, cuál es el rumbo que ha tomado la pornografía. Para citar a Hoffman, las nuevas generaciones han crecido bajo el ojo público, con MySpace y Facebook como niñeras de tiempo completo. Quienes rondan los veinte años se han criado bajo la luz de los talk shows y la fantasía del “tiempo real” en noticias y entretenimiento. La franquicia de GGW y toda la variedad de opciones de Hustler se sustentan en buena medida en la inmediatez de la red.

Cuando Hoffman viajó al lado de Francis, entrevistó a varias de las chicas que gritaban desaforadas frente a él, pidiéndole una audición. La reportera, entonces de veintinueve años, se preguntó por qué querrían estas mujeres, guapas pero comunes y corrientes, ser vistas por millones de personas, mostrándoles su cuerpo. Y les preguntó. Una dijo: “[Salir en GGW] será como… mis quince minutos de fama.” Otra dijo: “Quiero que me vean porque estoy buenísima. Si haces esto, puede que alguien se fije en ti y te conviertas en actriz o en modelo. La gente dirá ‘Hey, te conozco, te he visto’. Podré ir a casas de desconocidos y decir ‘Quiero esto, quiero aquello’ y me lo darán.”

 

Porno e internet: match made in heaven

La misma cultura que ha permeado en los jóvenes –que los ha vuelto deseosos de estar ahí, en la televisión, como los tantísimos buenos para nada que llenan las pantallas día y noche, en todo el mundo– está presente para todos. Podría parecer inverosímil el número de personas que se apunta para salir en programas en los que son maltratados, humillados y abusados sistemáticamente, pero es ahí donde se encuentran esos minutos de fama que harán que en la fila del súper alguien diga “Te vi, te vi en la tele”.

La pornografía, como el resto de los productos culturales, no es ajena al fenómeno. Si durante algunas décadas el territorio porno perteneció sólo a actrices experimentadas, de superaguante y con cuerpos de Barbie, y a actores capaces de erecciones frente a camarógrafos y fotógrafos, hoy cualquiera puede ser protagonista de la odisea sexual de su elección y llevarla a la pantalla; si bien no a la pantalla televisada, sí a los millones de pantallas de computadora que existen en el mundo. Donde haya internet habrá pornografía gratuita.

YouTube, fundado en 2005, fue el primer portal de video abierto para todo el público.4 Quien así lo quiera puede, con las herramientas adecuadas, subir al portal el video que le venga en gana. La página está saturada de bebés que juegan con su comida o hacen berrinches y de cachorros domésticos en predicamentos adorables. También de experimentos de escuela, recitales de piano y accidentes de automóvil. Rápidamente, antes de que se establecieran criterios para subir información, ya había escenas de sexo para el ojo público.

El portal ha tenido sus buenas dosis de controversia, en parte porque es común que se emplee para subir piratería, contenidos racistas, extremadamente violentos o de fanatismo religioso. Pronto fue obvio, para quien quisiera ver o generar pornografía, que se trataba de una herramienta única y fascinante: no era necesario el casting, ni el especialista en iluminación, ni siquiera la piel depilada y los pechos en su sitio. Una plataforma similar a la de YouTube se utilizó para crear nuevos portales dedicados exclusivamente a la pornografía. ¿Cuántos portales? El número es indefinido, en buena medida porque no han dejado de reproducirse, pero se cuentan por millones.5

Los más obvios son YouPorn y RedTube, que aprovecharon nombre y apellido de su predecesora para hacerse de usuarios y que tienen, hoy por hoy, un flujo de millones de visitantes diarios.6 Al igual que en YouTube, son estos quienes califican cada uno de los videos, poniéndoles estrellitas (de una a cinco) y dejando comentarios, si así lo desean, después de cada vista.

La pornografía, como el entretenimiento, ha sufrido una metamorfosis considerable gracias a internet. Conforme pasan los días, ya no los años, el acceso digital resulta más sencillo para más personas: no es necesario tener una computadora en casa, pues los sitios públicos ofrecen el servicio por una suma módica. Las nuevas generaciones parecen más aptas para aprender a moverse en los universos paralelos de la red. Pueden estar en conversaciones simultáneas (si bien breves y posiblemente caóticas) y navegar en distintas páginas a la vez para encontrar lo que están buscando. Sólo necesitan concentrarse unos segundos, no dedicar demasiada atención a nada en específico.

Las páginas pornográficas suelen tener una leyenda al inicio que previene a los jóvenes sobre los contenidos que están después del “salto”. Se espera que las personas que ingresan sean honestas con respecto a su edad (son para mayores de dieciocho años). Los portales no requieren más que esa honestidad (o no) para llevar, con un clic, a su catálogo de escenas.

YouPorn, RedTube, Tube8 y demás son pródigas en esposas gorditas y alegres, en hombres velludos con una panza seriamente trabajada, en amigos de la escuela y en figuras mal iluminadas y confusas, retorcidas, que tienen títulos como “La mejor esposa del mundo”, “Mi ex mal portada” o “Aquí estamos”. También hay profesionales de la industria: las empresas que vivieron durante un tiempo de vender videos con productores, escenarios y actores pagados, han recurrido a las páginas gratuitas para promover sus propios sitios, ofreciéndoles a los neófitos una probada de su área de conocimiento y experiencia. Hay pequeños “clips”, de unos segundos o pocos minutos –cada uno representado por al menos una firma empresarial con una hiperliga que remitirá a los navegantes a su página– en los que se puede apreciar el talento acrobático de algunas chicas o revisar el casi inagotable espectro de los fetiches sexuales.

Es claro que el negocio no está en los puestos de periódicos. Los tirajes de revistas pornográficas han disminuido considerablemente. La pornografía “tradicional”, en papel, se apoya casi necesariamente en una o más páginas web. Tampoco hay dinero –al menos, no en cantidades que lo hagan algo muy rentable– en libros y cómics.7 La posibilidad de una fortuna, aunque remota, reside en lo inmediato. El infinito está representado por las múltiples opciones ofertadas. Con algo de suerte, quien dé un clic a un video de mujeres en botas negras, navegará hasta la página que lo originó y, con un poco más de suerte, esa persona se suscribirá y pagará una módica suma para ver muchísimas mujeres desnudas en botas negras.8

 

En gustos se rompen géneros

“Mi esposa con juguete enorme” es el título de un clip en YouPorn. Hay una vista previa, mal iluminada y borrosa, en la que puede apreciarse a una mujer bastante entrada en carnes, de piel muy blanca. No vemos su rostro, sólo su vello púbico, su entrepierna y sus piernas flexionadas, en tacones de aguja, rojos. Y el juguete. Como otros por el estilo, el video se reproduce como virus: un usuario decide que está superinteresante y lo baja a su máquina; más tarde lo sube a otra página (o a la misma con otro nombre) para verlo también ahí o para encontrarlo con un título personal. El usuario puede ser quien lo grabó o posó para la cámara doméstica; puede ser un desconocido; puede ser una empresa. Pasan de YouPorn a RedTube a Slutload a… Una y otra vez son vistos y calificados por quienes acceden a los portales. “Mi esposa…” tiene 275,000 visitas a principios de mayo en tan sólo uno de los portales (y cuatro estrellas), casi igual que “Lela Star lo hace como una campeona”, en donde se ve a una profesional tragaaños accionar los vericuetos de su oficio. Hay videos con millones de visitas, literalmente.

¿Cómo saber si el esposo de la mujer es quien ha entrado miles de veces a revisar un momento de pasión o si son desconocidos que se excitan ante el cuerpo poco atlético, pero maleable, de esta señora? Las “vistas” indican que el video fue abierto, pero no hay ningún filtro y no se puede saber si, contrario a lo que pudiera pensarse, es el equipo tras Lela Star el que da clics consecutivos para estar en la categoría de “más vistos” y así dejar la puerta abierta para cobrar algo por su trabajo.

¿Dónde está el negocio? ¿Qué pasará con una industria cuyo éxito nunca se hubiera puesto en duda? ¿Qué será de las miles de actrices porno y de los cientos de camarógrafos especializados en hacer que la piel recién afeitada se vea tersa? ¿De dónde saldrá su paga?, ¿del dinero público?

Más aún: ¿cómo se atrevió una pareja de los suburbios a subir sus imágenes?, ¿cómo pudieron mantener la compostura frente a las cámaras y frente al programa con el que subirían a la web su intimidad?, ¿de dónde sacaron la seguridad que se requiere para exponerse así y la certeza de que alguien los vería? ¿En qué estaban pensando? ¿Cómo lo estaban pensando?

 

Misterios de la naturaleza humana

Las razones por las que las personas se sienten inclinadas a ver pornografía o a subir imágenes propias a internet teniendo relaciones sexuales son tan misteriosas como casi todas las razones que explican el comportamiento humano: una parte es hormonal, otra evolutiva, una más intelectual, un buen trozo cultural, etcétera.

Lo cierto es que, si bien algo cercano a la pornografía parece haber existido desde el inicio de nuestra historia, nunca como ahora fue posible su reproducción y explotación casi ilimitadas. Durante siglos el consumo de contenidos altamente eróticos o pornográficos fue una actividad secreta, tan íntima y privada como las fantasías que podía despertar; algo que concernía apenas a unos cuantos, a círculos pequeños, a cofradías sigilosas o a individuos que se disfrazaban para lograr su cometido. Muchos autores eróticos lo consignaron así puntualmente.

Quizá la naturaleza humana ha sido siempre la misma y lo único que se modifica, una y otra vez, es la plataforma en que se despliega. Si la plataforma parece infinita en sus posibilidades, abierta de horizonte a horizonte, lo que veremos de nuestra naturaleza estará igualmente desplegado. Y es posible que no todo lo expuesto sea muy edificante o loable o esté a la altura de nuestras expectativas, aunque nos refleje de manera fiel.

Hay pocos espacios en los que esto sea más evidente que internet –y pocos temas tan adaptables como la pornografía. Eliot Spitzer (según muchos medios, la figura menos interesante del escándalo Spitzer) cerró los ojos a una época en la que la intimidad es un terreno casi inexistente, donde la velocidad de la información ha generado consumidores voraces y la tolerancia a la frustración, en estos asuntos, es mínima.

Por su parte, Dupré y Francis son bestias de su tiempo, seres que se mueven rápidamente. A nadie sorprenderá que ella termine convertida en diseñadora de bolsas de mediano precio o anunciando licores. Y lo más probable es que Francis no reciba más que publicidad gratuita con su petición al Congreso –y eso es todo lo que necesita. ~

 

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1. Las estimaciones varían: entre cincuenta y cien millones de dólares son lo que se ha reportado como facturación de Mantra Films, Inc.

2. Hoyt, Clark, “So Much Sex, but What’s Fit to Print?”, The New York Times, 23 de marzo de 2008.

3. Hoffman, Claire, “Joe Francis: ‘Baby, give me a kiss’”, Los Angeles Times, 6 de agosto de 2006.

4. Salvo para quien viva en países con gobiernos totalitarios o extremistas religiosos: no está permitido en China, en un buen número de países musulmanes, en varios países africanos, etcétera.

5. Según Jeordan Legon, de CNN, en 2003 había 1.3 millones de sitios con 260 millones de páginas llenas de contenido pornográfico. Legon, Jeordan, “Sex sells, especially to Web surfers”, www.cnn.com, 11 de diciembre de 2003.

6 Según la Wikipedia –información que hay que tomar con un grano de sal– YouPorn es, desde 2007, el sitio número uno de pornografía en internet y el cuadragésimo séptimo más usado de todos los sitios, puesto nada desdeñable.

7. El hentai, una forma de cómic porno, inventado por los japoneses, también está disponible en cientos de páginas web, conviviendo con la pornografía de carne y hueso.

8. Según Legon, el adulto promedio con acceso a internet, “ligeramente” interesado en la pornografía, dedica una hora y siete minutos al mes a buscarla.

 

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(ciudad de México, 1970) es narradora. En 2005, el FCE publicó su libro de cuentos Las malas costumbres.


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