Una de las primeras cosas que se esfumó con la aparición de la influenza en nuestro suelo fue el sobadísimo cliché de que el mexicano se ríe de la muerte. La gripe, enfermedad común si alguna, mostraba de pronto un rostro malévolo y letal y el mexicano, lejos de reírse, entró en pánico. Aunque por principio descreyó de las cifras oficiales, que subían y bajaban, y se confundió con las palabras, muchísimas, que se decían sobre el mal todos los días a todas horas, no dudó ni un instante en ponerse, chueco, el cubrebocas, frotarse las manos con alcohol, quitarse la corbata, encerrarse en casa y preferir el atún enlatado a la carne de cerdo. La muerte tenía un nombre nuevo y de un día para otro la vida dejó de no valer nada.
En el último medio siglo han muerto en el país poco más o menos veintidós millones de personas, un promedio de alrededor de 450,000 al año, con una tasa que ha ido descendiendo de trece muertes por cada mil habitantes en 1955 a cinco en 2005. Hay nombres de esas muertes, y de todas las muertes anteriores, que como nación nos resultan familiares, cosa de todos los días: desnutrición, diabetes, infarto del miocardio, accidente, ajuste de cuentas. Otros nombres nos tranquilizan: muerte natural. Otros son arcaicos y ya no nos dicen nada: tabardillo, tisis, tos ferina. Otros nos enorgullecen: muerte Juan Escutia. Y otros nos indignan: muerte materna, muerte infantil.
La muerte recién llegada fue algo distinto y muy desconcertante. Primero se le nombró porcina. Los científicos habían encontrado que el virus tenía en su ácido ribonucleico tres partículas distintas, provenientes respectivamente del virus que infecta a las aves, del que infecta a las personas y del que infecta a los puercos. Para distinguirlo de la influenza propiamente humana y de la propiamente aviar, que ya existían como tales, se decidió llamarla porcina. Nombre tal vez apropiado para la jerga de laboratorio, pero que resultó una bomba en la mente del mexicano. ¿Morir como puerco? Eso sí no.
O del puerco, tampoco estaba claro. De todos modos no hubo necesidad de llegar a los extremos egipcios de ira antiporcina para dar al traste, al menos transitoriamente, con la porcicultura nacional: la población renunció a comer carne de cerdo, haciendo caso omiso de las recomendaciones que se apuraron a hacer nuestras agobiadas autoridades sanitarias, secundadas por la OMS e ilustradas en Michoacán por el presidente de la república, en el sentido de que era perfectamente seguro comerse unas carnitas.
Lo cual es interesantísimo. ¿Cómo pasó el genoma porcino de la cabeza del científico a la del médico clínico, qué puerco tenía este en mente? ¿Cómo habrá pasado entonces el marrano al pensamiento pragmático del burócrata y cómo habrá saltado de ahí al clarividoso pensar del periodista? López Dóriga se pasó semanas hablando del viru, así, sin ese, y nadie le decía nada. ¿Cómo pasó el sufrido mamífero artiodáctilo al pensamiento de Estado del presidente de la república y de ahí a la imaginación popular, que como sabemos no tiene límites, sobre todo cuando se asusta? Influencia porcina: en todas sus múltiples encarnaciones, de la tradicional alcancía de barro al Cerdito de Winnie Pooh, del Trompas en el corral a las industriales Granjas Carroll, del chicharrón al pibil el puerco quedó salado y reducido a virus. Héctor Reynoso, defensa central y capitán de las mexicanísimas Chivas del Guadalajara, cerró con broche de oro el transcurso de este veloz teléfono descompuesto: le tosió en la cara a un delantero chileno y luego le aventó los mocos. La imagen recorrió el mundo cual virus de influenza y el mensaje final del discreto segmento de ácido ribonucleico quedó sellado en el imaginario colectivo de todo el mundo: el mexicano es un cerdo.
Mientras tanto el mexicano moría, alguno de influenza todavía porcina. En 2007, del total de 514,246 defunciones registradas en el país, 14,575 –cerca de tres por ciento– fueron catalogadas bajo el rubro “Infecciones respiratorias agudas bajas”, que incluye, entre otras, las claves J10 y J11 de la Clasificación Internacional de Enfermedades (10ª edición), otro nombre de la misma muerte: neumonías causadas por un virus de influenza, excluyendo el subtipo aviar (J9). El 80% de esos decesos se concentraron, como cada año, en los grupos extremos de edad: menores de cinco años (16%) y mayores de 65 (64%).
Lo que encendió la señal de alarma porcina fue la ocurrencia de “infecciones respiratorias agudas bajas” fuera de estación y fuera de franja etaria: neumonías atípicas. El 23 de abril, cuando llegó la confirmación de que se trataba de un nuevo subtipo del virus de la influenza a, se habló de un centenar de personas hospitalizadas por neumonía asociada a influenza y veinte fallecimientos. En los días subsiguientes las muertes sospechosas fueron creciendo: 68, 103, 149, hasta el miércoles 29, cuando, en lo que llamó un “ajuste y actualización” de las cifras, el doctor José Ángel Córdova Villalobos, secretario de Salud, informó que de las 159 muertes “derivadas de casos sospechosos de neumonía atípica e insuficiencia respiratoria graves por influenza” sólo siete podían llamarse porcinas.
Ese mismo día 29 la Organización Mundial de la Salud elevó a fase 5 la alerta pandémica (confirmación de contagio entre humanos a nivel de comunidad en al menos dos países de una misma región sanitaria) y recomendó que, a la vista de la confusión y los excesos que la palabra había provocado, no se hablara más de influenza “porcina”: a partir de ese momento se prefería el término –ya no de la jerga de laboratorio sino del documento científico– de influenza tipo A, subtipo H1N1. Nombre enrevesado que comenzó por trabar la lengua de comunicadores y auditorio y que en poco ha ayudado a resolver uno de los problemas serios de la pandemia en nuestro país: la comunicación. Todo mundo sigue confundido y habla de influenza humana, que es el nombre habitual de la influenza tipo b, o de influenza simplemente a, que es también otras cosas, incluida la temida aviar (H5N1) y cualquier combinación de los dieciséis subtipos de hemaglutinina (HA) y 9 subtipos de neuraminidasa (NA). Y sí, ponerle el apellido hacheunoeneuno es, además de incómodo, feísimo.
La pregunta más incisiva que estaba en el aire cuando se rebautizó la enfermedad era por qué nada más se moría el mexicano. El doctor Córdova Villalobos dijo que porque habían llegado tarde (se entiende que a manos del médico). Aunque el virus mismo puede provocar la bronconeumonía, en una elevada proporción de los casos lo que hace es abrir la puerta a infecciones bacterianas muy serias que son las que terminan matando a la persona. Es típico de estos cuadros que cursen con una mejoría transitoria y sólo después llegue la complicación fulminante de características bacterianas. Entonces sí, a veces se hace tarde.
En su edición del primero de mayo The New York Times da su versión: “El número elevado de muertes en México puede deberse en parte a la manera ecléctica en que se atiende la salud en ese país, donde mucha gente se autoprescribe antibióticos, toma solamente medicina homeopática o solicita misteriosas inyecciones vitamínicas.” Nada más les faltaron los chiqueadores, las sobas y la tierra de panteón.
No sé si la razón es un peculiar pudor del mexicano hacia la muerte –tal vez la suya no es risa sino sólo sonrisa, como de virgen cubriendo sus pechos a la mirada lúbrica– pero el hecho es que poco se ha sabido de las personas que han muerto de influenza A hacheunoeneuno, algo importantísimo para saber de qué va la epidemia. Es como nuestros obituarios, que sólo se atreven a decir, cuando lo hacen, que alguien murió “tras larga enfermedad”. Al día siguiente de los primeros dos decesos en Estados Unidos ya sabíamos todo de quien había muerto, o todo lo relevante al caso: el primero, un niño de dos años de edad, además del virus tenía miastenia gravis, hipoxia debida a un defecto congénito del corazón y un problema de deglución (o sea: de milagro estaba vivo); el segundo deceso fue una mujer de 33 años con un embarazo de 35 semanas, asma, artritis reumatoide y psoriasis (o sea: al borde). En México lo más concreto que hemos podido saber sobre nuestros muertos fue que vivían en condiciones de hacinamiento (o sea: eran pobres).
Como una contribución al disparate que han sido estos días sanitarios –para reconocerlo, ordenarlo, asumirlo– abogo por que llamemos a esta muerte novedosa la gripe mexicana. Algunos países ya lo han hecho (Alemania recibió protesta formal de nuestra sensible cancillería) y al menos entre los chilangos comienza a circular la especie. La gripe mexicana: honrar al muerto desconocido y celebrar que México, en esta ocasión, salvó a la especie humana. ~