El olímpico fracaso televisivo

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El olímpico fracaso televisivo

 
     Al menos dos de los diarios llamados nacionales preguntaron a su público, mediante internet, por cuál de las dos cadenas televisoras vería los Juegos Olímpicos. Abundaron las respuestas, lo que no es extraño en un tiempo en que es buen negocio encuestar y se siente bien decir opiniones acerca de los temas más diversos. Por su cuenta, aquellas cadenas se aprestaron raudamente a preparar sus menús, como seguramente piensan sus “creativos”, con alardes de imaginación y la consabida efectividad mediática, que ha consistido en dar gato por liebre una vez más. Los elencos fueron desde los más avezados (ex campeones, ex finalistas, entrenadores) a los comentaristas de siempre (muy buenos algunos, como De Valdés, o de infatuación ridícula, como J.R. Fernández) pasando por los cómicos, lo que aseguraría que las mismas ondas traspasarían dos miradas redituables: la del espectador cautivo de competencias fallidas y la del consumidor ufano de rasgos de más que dudoso humor, albures cada vez menos ocultos, exaltaciones de la chabacanería soez, de la estupidez misógina. De un lado el payaso Brozo y del otro el cómico Bustamante, que jugó como siempre a representar sin gracia mínima a un pícaro ladino, intuitivo zonzo, se disputaron el tamaño de la teleaudiencia con miras a encarecer los tiempos comerciales. La verdadera competencia mexicana ocurrió allí, al vuelo del satélite, ante las cámaras, y no entre afanosos atletas relegados más allá del ánimo de juego desinteresado y feliz. La representación mexicana en Atenas dejó registro de su grosería y la nueva prepotencia (“dame un micrófono y paralizaré el mundo”), ante griegos azorados y a veces abiertamente indignados. –

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