Hanif Kureishi, El cuerpo, Barcelona, Anagrama, 2004, 270 pp.
Hanif Kureishi, Soñar y contar, Barcelona, Anagrama, 2004, 328 pp.
Si bien el color de piel, el apellido y cierta temperatura de la sangre hacen de Hanif Kureishi (1954) una figura excéntrica entre los escritores británicos de su generación (en la que se incluyen Ian McEwan, 1948; Julian Barnes, 1946, y Martin Amis, 1949), su perfecta educación inglesa y su proyecto literario lo alejan por entero de sus raíces paquistaníes. Kureishi aprendió a sobrellevar los insultos escolares y la segregación racial que lo empujó durante su infancia hacia la orilla de los despreciados pakies, al tiempo que prestaba oídos sordos a los sermones de sus ricos y poderosos parientes de la India, para quienes Hanif no era sino un muchacho inglés sin raíces, un renegado que no entendía nada de su cultura ancestral. Habría que agregar, por si esta peculiaridad cultural no causara bastante confusión en un adolescente, que Kureishi se embarcó en la búsqueda sin fin que es la literatura desde los catorce años.
El recuento de esta aventura, atropellada por la intensidad con que Kureishi se entregó a ella, salta en las páginas de Soñar y contar (2002), su más reciente recuento de textos varios, en el que se incluyen ensayos, crónicas y testimonios que abarcan varios registros de la obra de este escritor inglés. Entre las piezas de largo aliento que integran el libro, se cuentan una reflexión política con respecto a la intolerancia y dos inmejorables relatos sobre la manera en que el propio Kureishi se acercó a la literatura y el modo en que sobrelleva el don de la escritura. De estos dos últimos textos, quizá el más emotivo sea el titulado “Something Given” (cuya traducción en el libro “Algo dado” hace poca justicia al verso de William Wordsworth, de donde procede), en el que Kureishi cuenta el anhelo frustrado de su padre por ser escritor. En un tono pausado, de intensa melancolía, Kureishi hace sonar de nuevo las teclas de la máquina de escribir que su padre aporreaba por las mañanas. Antes de ir a su oficina a cumplir con el karma de haber elegido buscar fortuna en la metrópoli, el viejo pakie aceitaba la nostalgia de veinte años fuera de su patria y escribía libros (más de una docena) sobre Pakistán. Ninguno se publicaría, pero ese repiqueteo puntual sirvió para alimentar la curiosidad del pequeño Kureishi, en quien se había sembrado la inquietud del significado de tan tenaz e inquebrantable voluntad.
El otro ensayo largo, que da título al libro, “Soñar y contar”, habla de lo que busca alguien que asiste a un taller de creación literaria, que pocas veces tiene que ver con lo que en realidad obtiene, y mucho menos con lo que de literario tiene la vida cotidiana. Los otros textos, en su mayoría breves, se extienden como tentáculos de la labor intelectual que ha desarrollado Kureishi durante años. Sobresale el que describe la manera en que, junto con el director de cine francés Patrice Chéreau, dio forma a la película Intimidad, desmenuzando cuentos e insertando escenas de ellos en la historia de esta pareja que se da cita para hacer el amor una vez a la semana y logra tocar la zona secreta de la intimidad, sin que ninguno sepa nada acerca de la vida del otro. Kureishi y Chéreau querían lograr algo que no tuviera ningún aspecto artificial, que estuviera vivo, que pudiera sentirse palpitar. Esta intención de producir piezas literarias que partan del corazón y den justo en el blanco de lo real es, de hecho, la columna vertebral de la obra de Kureishi.
En Soñar y contar se develan varios de los secretos de su escritura. Tal como si nos asomáramos tras bambalinas de las puestas en escena, las series televisivas o las versiones cinematográficas (desde El buda de los suburbios hasta Londres me mata), miramos, desde adentro, el desarrollo creativo del escritor y la manera en que estos trabajos literarios cobran colores y movimiento en la pantalla.
De manera paralela a este libro misceláneo, en el que es posible encontrar incluso trabajos periodísticos realizados por encargo, como es el caso de la crónica de un espectáculo lésbico de dos jóvenes indias que se desnudan ante la comunidad de sus compatriotas musulmanes, la editorial Anagrama ha puesto en circulación el más reciente trabajo narrativo de Kureishi. El cuerpo (2002) incluye una noveleta homónima y ocho relatos a los que en su momento la crítica no trató nada bien. De hecho, el consenso general era que el escritor reciclaba sus historias y que las resolvía de manera efectista, es decir que, lejos de contener sustancia literaria, simplemente desarrollaban los trucos baratos de fórmulas vendedoras como el thriller.
Lamento contradecir completamente la opinión colegiada de los críticos estadounidenses e ingleses. En El cuerpo hay un narrador maduro, cuyas obsesiones literarias (que siempre se han inclinado por el sexo, las drogas y el rock & roll) toman un curso completamente distinto del habitual y desembocan en el abismo de la cotidianidad y la incertidumbre (tal como Kureishi nos tiene acostumbrados), pero por el mero acto de la voluntad, elemento nuevo e incluso perturbador en una narrativa que siempre se ha encausado por el camino de lo circunstancial e instantáneo.
Si en El buda de los suburbios, el joven narrador quería vivir en el exceso por siempre, estacionado en el frenesí del placer ininterrumpido del instante, rodeado de “misticismo, alcohol, la promesa del sexo, gente lista y drogas”, el protagonista de El cuerpo en medio de un marasmo de gente desnuda, donde era “difícil decir de quién era cada miembro”, sólo piensa en la manera de salir de ahí. La anécdota de El cuerpo parte de una vieja premisa: el anhelo de vida eterna. Una empresa ofrece la posibilidad de transferir el cerebro de una persona, con todo el archivo de una vida (recuerdos, emociones, sueños incluso), a un cuerpo nuevo. Así, un hombre viejo, decrépito, podría prolongar su existencia en este mundo dentro de un cuerpo joven y hermoso. Es el caso de Adam, el protagonista, que al filo de los sesenta, con problemas de próstata y la espalda encorvada y doliente, la piel manchada, colgante y amarilla, y los humores pútridos de la inminente vejez, elige cambiar su cuerpo por uno que funciona a la perfección. Adam no quiere dejar de ser él: tiene a una mujer a la que ama, hijos a los que le emociona ver crecer y una exitosa carrera como escritor. “Es alguien”, y alguien importante. Sólo quiere unas vacaciones. Rentar por un lapso de seis meses un cuerpo joven y percibir el mundo otra vez con una piel que todavía pueda sentir. Y lo hace: fornica sin descanso, es deseado por hombres y mujeres, corre a toda velocidad dentro de lo que parece un vehículo deportivo de piernas y brazos relucientes. Sin embargo, nunca deja de pensar en el regreso a su cuerpo de antes, ya que ocurre una ecuación interesante: ahora Adam no existe, es decir, es invisible a los ojos de los demás; ellos sólo ven un cuerpo perfecto, carne. Su nombre, su fama, su dinero, sus amigos, no son suyos ahora, sino de lo que él era enfundado en su piel de antes. Sin ese viejo cascarón no es nadie. Tiene por supuesto un nuevo nombre y tiene que comenzar a darle forma desde cero, pero seis meses no bastan. Así es que el futuro no tiene ningún sentido; importa sólo el instante interminable del placer, pero hasta eso puede resultar sumamente aburrido: “Aprendí [dice Adam después de una larga orgía griega] que la felicidad sexual que yo había imaginado, una profunda y constante satisfacción la fantasía romántica que nos hipnotiza, era tan imposible como la idea de que uno puede encontrar en una persona todo aquello que quiere”.
Adam vive sus vacaciones con la idea fija de que un día regresará. Anhela la carne floja del cuello de su esposa, a quien extraña con profundo amor. “Nunca la desee porque fuera perfecta [dice], sino porque era ella.” No está interesado en permanecer en este paraíso carnal por siempre, pero vive el momento con intensidad, por ahora no importa pensar, sino ser joven. Es justamente lo efímero de esta condición lo que le hace disfrutarla más. El hecho de que un día volverá a ser alguien lo hace derrochar la energía de esta renovada vida con mayor ímpetu. Y es en ese momento, a un par de meses de despertar del sueño de la eterna juventud, cuando la eternidad se vuelve real. Aquí comienza el thriller que tanto molestó a críticos como Benjamin Kunkel del New York Times, cuando la historia “abandona la reflexión psicológica y filosófica” acerca del tiempo y las sensaciones, y comienza la persecución (alguien poderoso quiere el cuerpo de Adam para sí), el cerco de lo real, que poco a poco complica el regreso a la normalidad y sitúa al personaje en la única situación posible, la inmediata, que fue escogida por él, por un acto de su voluntad. Es en este punto donde la narración, lejos de abaratarse, como sugiere Kunkel, cobra mayor fuerza y la reflexión de las páginas anteriores adquiere sentido. Pagado el precio del deseo de la eterna juventud, Kureishi libera a su personaje hacia el abismo de la contundente realidad. –
Juan Manuel Gómez