Veronica te amo”, si no mal recuerdo, leía cada domingo cuando mi papá me llevaba de paseo en un camino por la Aveni- da Cerro de las Torres, en la colonia Campestre Churubusco. Según mis cálculos, eran los últimos meses de 1977 o los primeros de 1978 y eso estaba escrito en la pared de una casa frente a la Universidad Iberoamericana con pintura en aerosol color rojo. Poco después varios imitadores, posiblemente también enamorados o en calidad de pretendientes, dejaron declaraciones en las cercanías dedicadas a su vez a otras destinatarias.
Hasta hace muy poco suponía que los interesados en el tema del grafiti en México tenían conocimiento de este tipo de manifestaciones gráficas de entonces. Sin embargo, el ilustrador y escritor sobre arte urbano Jorge Flores-Oliver me asegura que no. El supuesto establecido entre los especialistas es que fue hasta después del estreno de la película Los guerreros (The warriors; de Walter Hill, 1979), que los chavos banda hicieron los primeros, al tratar de imitar a los pandilleros neoyorquinos escribiendo en los muros o en la infraestructura urbana de sus colonias los nombres con los que se identificaban, los de su banda.
Mi supuesto sobre la posibilidad de que haya sido un estudiante de la Ibero el autor de este grafiti, además de la cercanía, tiene que ver con el hecho de que la barda que rodeaba el campus universitario estaba dividida en muchos espacios que eran utilizados por los estudiantes para pintar pequeños murales, de manera individual o grupal. Se trataba de una tradición de esta institución educativa: el 7 de marzo, día de la Comunidad Ibero, a quienes lo habían solicitado previamente se les asignaban secciones de muro de aproximadamente un metro por dos y medio, y sus obras duraban ahí hasta la misma fecha del siguiente año.
Desde entonces me ha parecido fácil especular que algunos de estos chavos familiarizados con la expresión en muros podrían tener la idea de llevar sus mensajes más allá de los espacios institucionales previstos entonces para ello. Si bien estas pinturas estaban en el interior de la barda perimetral de la institución, podían verse desde afuera, de modo que desde mi perspectiva el grafiti afuera y los muros pintados en el interior formaban parte del mismo paisaje.
Sin embargo, Julia Palacios, estudiante de la Ibero en aquellos años y actualmente académica en la misma, me asegura que todos esos murales se pintaban con brocha, que no recuerda alguno hecho con técnica en aerosol. El antecedente referencial de estas manifestaciones pictóricas muy posiblemente se halla en el “mural efímero” de José Luis Cuevas, pintado en la Zona Rosa en 1967.
Hay otra razón por la que no me extraña que algún estudiante de la Ibero se haya anticipado a los chavos banda en hacer uso de la pintura en aerosol en la vía pública. Y es que la disponibilidad de las latas era entonces muy escasa. Tengo entendido que, además de ser caras, su oferta estaba limitada a colores metálicos. El fenómeno del grafiti de manera amplia y popular solo fue posible hasta que fueron producidas en México y puestas a la venta en tlapalerías de las colonias populares a un precio accesible (no es suficiente ver una película). No me extrañaría que el autor del grafiti al que me refiero haya traído una o varias latas de Estados Unidos, luego de que allá hubiera tenido conocimiento del uso que se hacía de ellas como instrumento de escritura.
En ciudades fronterizas como Tijuana, gracias a la interculturalidad dada por la población que vive y convive entre Estados Unidos y México, la historia del grafiti se anticipa por años a la del centro del país, y se asemeja en su intención y expresión a la de las pandillas norteamericanas. Por eso considero que los estudiosos del tema deberían reparar no solo en los orígenes supuestos de las primeras expresiones de esta técnica, sino también en sus significaciones poco atendidas: no la rebeldía, el grito de los jóvenes marginados y sin oportunidades, sino motivaciones más próximas a la condición sentimental que a la condición de clase, y que sin embargo se vieron favorecidas por cierta posición socioeconómica afortunada.
Meses después del periodo de mi observación infantil, el 14 marzo de 1979, hubo un sismo que colapsó los edificios de la Ibero, lo cual, a la larga, terminó con la tradición muralística efímera del lugar. Para entonces mi paseo familiar había cambiado de ruta perdiendo así la pista a las declaraciones de amor. Era la fecha de Los guerreros en cartelera. ~
Politólogo y comunicólogo. Se dedica a la consultoría, la docencia en educación superior y el periodismo.