El novelista británico Tom Sharpe me contó hace tres o cuatro años la siguiente anécdota, al parecer histórica. Un veterano sargento dirige hacia la línea de fuego a un pelotón de jovencísimos reclutas, durante una de las más encarnizadas batallas de la Primera Guerra Mundial. El paisaje es desolador; las condiciones atmosféricas sonadversas; los proyectiles silban sobre las cabezas de la tropa. Los jóvenes soldados, que llevan horas avanzando por un laberinto de trincheras, con barro hasta las rodillas, están extenuados. A todo esto, uno de los novatos pregunta, en tono de súplica: “Sargento, ¿podríamos detenernos y descansar un rato, siquiera cinco minutos?” A lo que el sargento, con su vozarrón cazalloso, responde: “¿Descansar? ¿Para qué? ¡Si antes de media hora estaréis todos muertos!”
No sé si sería aconsejable que los medios de comunicación dieran a conocer los episodios bélicos de hoy la guerra de Iraq, por ejemplo con la llaneza empleada por el sargento inglés. Pero estoy convencido de que la opción opuesta es decir, la lista de “guerras humanitarias” o “preventivas”, de expresiones cosméticas, medias verdades, intoxicaciones y mentiras a la que recurren los mandos políticos y militares estadounidenses a la hora de difundir sus hazañas bélicas resulta ofensiva para la inteligencia, lesiva para el concepto de verdad y, en consecuencia, también para la salud del lenguaje y de los medios de comunicación.
Me propongo reflexionar sobre este particular, basándome en la experiencia acumulada desde mi observatorio periodístico durante el último cuarto de siglo. Y, en la medida de lo posible, responder a dos preguntas. Una: ¿Puede convertirse la información de prensa en la prolongación de la propaganda militar, en su brazo mediático? Y, dos: ¿Cuál es la responsabilidad del periodista en este orden de cosas?
Me permito adelantar que la respuesta a la primera pregunta es “sí”; y que la respuesta a la segunda pregunta es “mucha”. Es decir, que la responsabilidad del periodista es muy considerable. Y que, por tanto, en lugar de reproducir como un loro las monsergas embellecedoras de los poderes globales y de sus ejércitos invasores, el periodista debe contar los hechos de un modo distinto, guiado por el respeto a la verdad de los hechos conocidos y por la claridad expositiva. Lo cual no es sencillo. Porque al día de hoy el lenguaje en general y, con él, el lenguaje periodístico, está ampliamente pervertido: al genocidio se le denomina “limpieza étnica”, y a la pornografía televisiva, “reality show”.
En sus Memorias de ultratumba, y a propósito de sus estrechas relaciones con Napoleón Bonaparte, Chateaubriand decía: “si hubiera querido, habría alcanzado un puesto decisivo en su gobierno. Pero siempre me faltaron, para lograrlo, una pasión y un vicio: la ambición y la hipocresía.” Ambición e hipocresía: he aquí lo que no les suele faltar a quienes mandan en el mundo. De ahí que sus comunicados a la ciudadanía, habitualmente transmitidos por los mass media, deban resaltar la presunta altura de sus empresas, mientras ocultan todas las irregularidades o los aspectos criticables de su desarrollo.
Esto es algo que sucede en todos los ámbitos de la actividad social, y que se refleja en los más diversos terrenos informativos. En algunos casos se trata de una simple tomadura de pelo, de un “a ver si cuela”. Recuerdo, en este sentido, un caso que apareció en las secciones de cultura de la prensa, en 1986, cuando España se hizo con un fantástico Goya, La marquesa de Santa Cruz, en Londres. El Estado pagó un suma muy respetable por la tela, cerca de novecientos millones de pesetas de la época. La cifra debió de parecer abultada incluso al gobierno, porque el entonces vicepresidente, Alfonso Guerra, se sintió en la obligación de hacer unas declaraciones señalando que “novecientos millones de pesetas es un precio baratísimo […] un precio que me parece gratis”. No digo yo que la compra no fuera acertada. Pero sí afirmo que Guerra pervirtió el lenguaje al sostener que novecientos millones de pesetas equivalen a un “precio gratis”.
Pasemos a otro ámbito: el inmobiliario. El pasado verano la prensa sacó a la luz el caso del concejal de la Vivienda de Madrid, que había bautizado una sociedad privada desde la que gestionaba alquileres familiares, y acometía también multimillonarias operaciones de compraventa de terrenos, con el hermoso nombre de Arquitectura y Cultura. Por más que lo he intentado, no alcanzo a comprender qué relación tiene el cobro de alquileres y la compra de yermos que, recalificación mediante, acaso acaben acogiendo rentables supermercados y centros comerciales, con la cultura… Hay más: hace unas semanas, paseando por la zona de Diagonal Mar de Barcelona, donde acaban de levantarse varios rascacielos, vi carteles de una inmobiliaria bautizada, para mi sorpresa, con el bonito nombre de Landscape, voz que en inglés significa paisaje. Yo tenía entendido que lo que hacían las inmobiliarias era precisamente lo contrario de paisaje… En fin, cierro este capítulo inmobiliario con un tercer ejemplo de probable perversión del lenguaje, recolectado en Menorca. Cerca de Mahón, en una zona donde el objetivo de los constructores parece borrar el paisaje costero primigenio, abundan los carteles de una firma denominada Ética Inmobiliaria.
Pasemos ahora a otro ámbito, donde también se ha sistematizado la perversión del lenguaje: el del conglomerado político vasco que tiene en la banda terrorista ETA a su brazo armado. Este movimiento dispone, cómo no, de su brazo lingüístico; un brazo que intenta disolver en el concepto “conflicto vasco” los cobardes y recurrentes asesinatos políticos, a menudo presentados como asépticas “acciones armadas”; y que describe como “víctimas del apartheid” a quienes querrían un País Vasco de uso exclusivo para los de su cuerda ideológica…
De lo que ya es y, sobre todo, de lo que podría llegar a ser la lengua en un País Vasco regido por un régimen totalitario nos da una idea aproximada el idioma del Tercer Reich, ejemplo, confiemos que insuperable, de perversión del lenguaje. Este caso fue valerosa y sistemáticamente documentado, desde que Hitler accedió a la cancillería, en 1933, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, por el filólogo judío Víctor Klemperer; y luego publicado en 1947, en el célebre ensayo La lengua del Tercer Reich, que se alimenta de sus diarios.
El Tercer Reich pretendía y en buena medida lo consiguió la definición de un lenguaje capaz de crear y pensar por los hablantes; un lenguaje retórico, poblado de tópicos, ofuscador de la inteligencia. Un lenguaje opuesto al modelo kantiano porque, como explica Klemperer, el sistema kantiano se basa en un filosofar, en una red de ideas lógicamente entrelazadas, al objeto de captar el mundo, y nada de esto servía a los intereses del nazismo, que prescindió de la filosofía y la sustituyó por su visión del mundo: la célebre weltanschauung.
Bajo el régimen nazi hubo una doble y total perversión del lenguaje. La hubo por exceso, cuando se trataba de exaltar sus hazañas bélicas o sociales. Y la hubo por defecto, cuando se trataba de aludir a sus crímenes más injustificables y vergonzosos. Recuérdese que, según los partes de defunción oficiales, los internos gaseados en los campos de concentración habían muerto por “insuficiencia cardiaca”. Y es cierto que un gaseado, como todo agonizante, sufre en último extremo una insuficiencia, una parada cardiorrespiratoria. ¿Pero qué periodista, qué historiador, qué escritor medianamente sensato reproduciría en sus textos que los seis millones de exterminados por el nazismo fallecieron por “insuficiencia cardiaca”? ¿Quién podría hacerlo sin convertirse en poco menos que cómplice de los asesinos en serie multimillonaria?
No quisiera detenerme en el Tercer Reich, caso extremo de perversión del lenguaje. Una perversión que, al día de hoy, y salvando todas las distancias que conviene salvar, abandera EE.UU. con el uso trucado que hace del lenguaje al presentarnos sus campañas bélicas. Hay que empezar diciendo que EE.UU., como país veterano que es en la ostentación de un poder imperial, atesora ya cierta tradición en lo referente a perversión del lenguaje. Un ejemplo nos lo brinda la relación de los nombres con los que este país ha distinguido sus últimas operaciones militares en el exterior. Recordemos que la invasión de la isla caribeña de Granada, en 1983, fue bautizada como “Operación Furia Urgente”; y que el gigantesco despliegue con el que EE.UU. respondió al expansionismo iraquí, en 1991, se tituló “Operación Tormenta del Desierto”. Ahora bien, dejando a un lado estos dos casos quizás apadrinados por un ministro del dios Marte, los nombres de las últimas grandes operaciones norteamericanas han ido transformándose hasta aparentar intenciones irreprochables. Así, su intervención en Panamá (1989-90) se llamó “Operación Causa Justa”. La intervención en Somalia (1992-94) ya pareció un pisotón a Teresa de Calcuta: se bautizó como “Operación Restaurar la Esperanza”. Y lo de Haití no le fue a la zaga: se llamó “Operación Sostén la Democracia”. Más recientemente, tras la furia del 11-S, el despliegue en Afganistán fue inicialmente denominado “Operación Justicia Infinita”. Pero las resonancias fundamentalistas de dicho título aconsejaron su sustitución por un nombre mucho más correcto, en términos políticos y diplomáticos: “Operación Libertad Duradera”.
Demos ahora un somero repaso a algunas de las expresiones más usadas por la propaganda de EE.UU. en el último conflicto iraquí. En primer lugar, resulta inevitable referirse a las “Weapons of mass destruction”, las armas de destrucción masiva, todavía no halladas, de las que empezamos a saber mucho antes de que se iniciara la invasión. Más tarde se habló de la “Pre-emptive war”, concepto que se ha traducido como guerra preventiva. Conviene recordar que el concepto “pre-emptive war” apelaba a la memoria colectiva de la guerra fría, cuando se acuñó el concepto “pre-emptive strike”, o ataque preventivo. Con este término se hacía referencia a la teoría estratégica según la cual era imprescindible aprobar que los EE.UU. dieran el primer golpe en una hipotética contienda nuclear, puesto que sería ese golpe el que inutilizaría los recursos atómicos de la Unión Soviética y, de este modo, se evitaría una conflagración a escala mundial. Era una teoría encaminada a legitimar un primer ataque nuclear, que se quiso adaptar al caso iraquí como “guerra preventiva”; es decir, como una guerra de algún modo necesaria para evitar males mayores y, por tanto, justificada.
Cuando empezó la guerra, circuló con mucha frecuencia la expresión “Operation Iraqui Freedom”, operación libertad iraquí, para referirse al despliegue estadounidense. Así se habló de la operación desde Washington: las fuerzas que, posteriormente, serían llanamente calificadas por la cadena televisiva qatarí Al Jazira de “invasoras”, eran según el alto mando americano agentes de la libertad.
Como paso previo a la invasión terrestre, se procedió a una operación de bombardeo que ya no se bautizó con hermosos arabescos como el mencionado “Operación Libertad Iraquí”, sino como “Shock and Awe”. Es decir, conmoción y pavor. Las buenas palabras, el tinte buenista, redentor, propio de la preguerra, dejó paso al lenguaje de signo contrario. Cuando se iniciaron los bombardeos, el objetivo explícito del alto mando estadounidense era causar conmoción y pavor. No era una bravuconada. Era una consecuencia lógica de la desmesurada potencia de fuego estadounidense. Y era también una emanación de cierta teoría militar que cree posible lanzar la cantidad de bombas suficiente una cantidad masiva, claro como para que los habitantes de la ciudad atacada, presos del pánico, se rindan de inmediato.
Este tono lingüístico tan agresivo no se prolongó durante mucho tiempo. En seguida se volvió al lenguaje comedido, extremadamente comedido. Se habló, por ejemplo, de una “situación armada”, en la que los bombardeos otrora reducidos a “incursiones aéreas” recibían el cosmético y minimalista nombre de “esfuerzos”. No se decía que los aviones vomitaran toneladas de bombas sobre determinados objetivos, sino que los denominados “sistemas armamentísticos” “soltaban paquetes” mientras “visitaban lugares”. Nada nuevo bajo el sol. Ya anunció Orwell que el lenguaje que evoca imágenes muy crudas no es el adecuado para dirigirse a una población integrada por súbditos. Se trata, por el contrario, de narrar los hechos de manera indirecta, para que el público no los visualice en su mente ni, en consecuencia, los registre en su memoria.
Por ello se hablaba de “collateral damage”, de los “daños colaterales” causados por el invasor. Si una familia iraquí era aniquilada en un control de carreteras por una patrulla norteamericana, no se hablaba oficialmente de inocentes civiles muertos a causa de una chapuza del invasor, sino de “daños colaterales”. Era mejor, para los intereses del invasor, presentarse como causante de “daños colaterales” indeterminados y casi se intuye que inevitables, que sumar sobre la propia conciencia el peso del asesinato de una familia indefensa. Como dijo un capitán norteamericano, “no me gusta contar que matamos a gente, prefiero decir que apuntamos a nuestros objetivos”.
Ya avanzada la guerra, y también en la posguerra, se ha hablado mucho de los “PTSS”. Decenas de miles de soldados aliados llevan largos meses destacados en zona bélica y están ya hechos polvo. Pero su estado se califica oficialmente de “PTSS”, siglas con las que se conoce el “Post Traumatic Stress Syndrome”. Y, claro está, esas personas que anhelan ser relevadas por tropas de refresco, siempre preferirán ser “PTSS” que “plastic bags”, o sea, “sacos de plástico” o, más propiamente, mortajas de plástico, que es como se alude a los soldados muertos repatriados, siguiendo aquella vieja práctica retórica que prefiere hablar del continente cuando resulta desagradable hablar del contenido.
Podríamos extendernos con otros ejemplos, pero vamos a ir abreviando y a recuperar las dos preguntas formuladas al principio de esta nota: ¿puede convertirse la información de prensa en la prolongación de la propaganda militar, en su brazo mediático? ¿Cuál es la responsabilidad del periodista en este orden de cosas? Ya hemos visto que sí, que no faltan quienes están interesados en que la información legitime, mediante las palabras pervertidas, unas políticas discutibles, cuando no censurables. También hemos visto que la responsabilidad del periodista es, por tanto, crucial. De ahí que desee acabar esta nota añadiendo una tercera pregunta: ¿qué iniciativas concretas puede emprender el periodista para paliar esta realidad? Y, en consecuencia, sugiriendo algunas propuestas de formatos periodísticos que podrían ser de inmediata aplicación, al menos en la prensa escrita (y que, en algunos casos, ya se aplican).
El primer formato que voy a mencionar sería el del clásico artículo de opinión, en un tono que puede ir desde la argumentación legal hasta la ironía. Ese es el recurso apropiado en una fase inicial, cuando un diario todavía no ha organizado y sistematizado su defensa frente a los poderes interesados en pervertir el lenguaje para agrandar o maquillar sus acciones.
Un segundo formato sería el del observatorio lingüístico, una nueva sección en las páginas de los periódicos que tuviera por objeto convertirse en el puerto de llegada y de acogida o, si procede, de rechazo de los incontables neologismos o barbarismos que, día a día, van incorporándose al idioma. Tendría, al menos inicialmente, una función de tablón de anuncios, informativa: la de presentar las nuevas voces a los lectores, definiendo su significado y su procedencia, su etimología y sus conexiones; la de describirlas, acotarlas y, si es preciso, desenmascararlas.
Estos dos formatos periodísticos nos conducen naturalmente hacia un tercero o, mejor dicho, hacia la creación de una nueva figura profesional periodística, que yo me permito bautizar, en homenaje al filólogo alemán antes glosado, como el “redactor Klemperer”. Sería muy positivo que todo diario creara la plaza de redactor Klemperer o, si lo prefieren, de redactor lingüístico. Del mismo modo que el redactor cultural cultiva sus informaciones entre libros y exposiciones, y que el redactor deportivo acude en busca de noticias a estadios y circuitos de competición, el redactor lingüístico debería operar sobre la lengua, en tanto que herramienta en continua y muy significativa transformación, considerándola como una inagotable fuente informativa, cuyas nuevas formas y expresiones, cuyas motivaciones ocultas, hay que ir desvelando y explicando al lector.
Por supuesto, el redactor lingüístico no trabajaría con un ánimo académico, sino con un objetivo periodístico y crítico. No se trata de que establezca unas bases lingüísticas normativas para todos cuantos escriben en determinado medio (para eso ya están los libros de estilo), ni de que persiga las incorrecciones gramaticales o sintácticas (para eso están las secciones de edición); se trata de que establezca un puesto de observación sobre los incontables flujos informativos y se encargue de otear incansablemente el horizonte lingüístico, para ir hallando en él, y presentando al público, las nuevas voces, las nuevas acepciones de viejas voces y las manipulaciones que aplican sobre ellas diversos agentes sociales.
El trabajo del redactor Klemperer sería, en los tiempos presentes, mucho. Aunque sólo sea por el inmenso aumento cuantitativo de los canales informativos, la lengua puede considerarse, más que nunca, como una fuente inagotable de noticias. En ocasiones, las nuevas voces pertenecerán al ámbito científico y requerirán un determinado tipo de comentario, no defensivo. En otras ocasiones, como en todas las relacionadas con los conflictos bélicos, las nuevas voces, o las viejas voces pervertidas, permitirán elaborar una información de mayor enjundia, que principiará con los orígenes del término, se extenderá por sus diversas acepciones y hará, finalmente, hincapié en el interesado proceso de distorsión de significados al que es sometido.
El redactor lingüístico, en definitiva, debe tener por objeto evitar que al lector se la den con queso en términos de lenguaje. Debe anticiparse al momento en que el lector choca con esa nueva voz que, dado el modo en que es usada, pervierte el mensaje que transmite. Debe haberle informado previamente sobre sus usos, sobre sus intenciones, sobre los riesgos que encierra. Todo ello para que el lector no vea menoscabada la libertad que se deriva de la información debido a un uso fraudulento del lenguaje. Para preservar la integridad de la lengua, su inteligibilidad y su condición de herramienta de libertad y de cohesión democrática. Y porque si perdemos el consenso sobre los significados de la lengua no podremos ni siquiera pelearnos. No podrá ni siquiera establecerse una discrepancia, ni mucho menos una posterior discusión, una dialéctica, una síntesis, un progreso. Ni, por supuesto, habrá esperanza de convertir en acuerdo lo que fue diferencia.
La tarea a realizar, como se ve, no es fácil. Y tropieza, además, con factores estructurales preocupantes. En parte, porque la instrucción media del conjunto de la población presenta hoy aspectos claramente mejorables. Y, en parte, porque se aprecia una deriva amarillista en los medios de comunicación, una continua ocupación de sus posiciones por la información basura, incluso en diarios tradicionalmente considerados serios. Muchos periódicos se acercan hoy al modelo que el añorado músico Frank Zappa describía como “medios que entrevistan a personas que no saben hablar para lectores que no saben leer”. Pero ése, el de la prensa amarilla, ya es asunto para otro artículo. ~
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