Ilustración: María Titos

El rostro de una muerte muy trivial

La cara está considerada el más consumado signo de individualidad. Queremos entenderla, descifrarla, ver en ella las señales legibles de nuestra vida interior. Pero, ante un cadáver, queda claro que el ser humano es más que sus rasgos faciales.
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De todos los objetos que podemos verninguno ocupa una parte tan grande de nuestros pensamientos y emociones como esa pequeña parcela de la superficie anatómica –tan pequeña que una mano abierta puede cubrirla completamente– que llamamos “la cara”. Y es que en ella se encarnan, supremamente condensadas, la fuerza y la fragilidad enteras de la condición humana. Por eso existe en todos el deseo poderoso de comprender la muda elocuencia del rostro, descifrar su extraño y críptico simbolismo gestual. Y en aquellos de nosotros que, desde hace muchos años, nos dedicamos al estudio de la medicina, este deseo fue reforzado por el adoctrinamiento. Nuestros mentores insistían en que el escrutinio sistemático del rostro y la apariencia era esencial para practicar una medicina eficaz. Tal vez esto explique mi tendencia a escudriñar atentamente los rasgos faciales de la gente que conozco y hasta los de los extraños con los que me cruzo en la calle.

Así fue que me familiaricé con el aspecto de algunas de las personas con las que me encontraba en mi caminata diaria hacia el hospital donde trabajaba como patólogo. Por ejemplo, recuerdo a un hombre viejo que se hablaba a sí mismo en susurros y que caminaba sin rumbo; alguien habría podido pensar en una hoja otoñal, ora lanzada en línea recta, ora girando en una ráfaga caprichosa. La nariz que apuntaba al suelo, los labios hundidos, la barbilla saliente le daban un aire a los “grotescos” dibujados por Leonardo. Las abundantes arrugas que le cruzaban la frente eran caligrafía trazada por la mano del destino, en las que un experto renacentista en el ahora olvidado arte de la metoposcopia habría podido leer la crónica de una vida malograda, y el augurio fatal de una muerte sin esperanzas ni amigos.

Contrastaba con un joven petimetre, avispado y presumido, de cara atractiva, ovalada; de ojos grandes y vivaces, que disfrutaba del malentendido generalizado que afirma que “lo bello es bueno” y gozaba de las ventajas sociales que el malentendido le proporcionaba. Escasas líneas le marcaban el rostro, pero un lector de arrugas de la Antigüedad habría concluido que las pocas que había eran regidas por el planeta Venus, pues, aparentemente, la ambición más alta de este joven era convertirse en un lechuguino exquisito y asediar el corazón de la bella más cercana. Había, entre otros que recuerdo, una joven madre trabajadora, que llevaba una carga, para mí desconocida, sobre sus hombros. En la cara tenía ya las señales de la vejez prematura causada por las preocupaciones y clamores de una angustiosa vida familiar. Estas eran algunas de las personas que yo veía en mi camino al trabajo.

Un día, al dar la vuelta en la esquina, me di cuenta de que algo conmocionaba a la gente del otro lado de una pequeña plaza. También pude escuchar cómo un chico adolescente le decía a su amigo con un dejo de regocijo despiadado en la voz: “¡Apúrate y vamos a ver al borracho!”

En efecto, un hombre de mediana edad, al que no había visto antes, había colapsado y estaba en el suelo. Moreno, fornido, de cara ancha y cuello corto, sus rasgos diferían de aquellos que caracterizan a los individuos de ascendencia caucásica. Era el tipo de hombre que no llama la atención si se le mira en lo alto de un andamio, acomodando ladrillos en una construcción. El tipo de hombre del que uno desvía la mirada cuando irrumpe en nuestro campo visual, colgado de una cuerda lavando las ventanas de la oficina o el departamento. Un inmigrante, probablemente. Indocumentado, quizás.

¿Cuánto tiempo había pasado allí? Es difícil decirlo, pero conociendo el ritmo del tumulto fragoroso de este mundo, podría apostar que no fue un breve desmayo; además, aquellos que pasaban comentaban “¡Está borracho!”; muchos de ellos lo habían esquivado minuciosamente hasta que, por fin, un alma caritativa se había acercado y descubierto que la enfermedad, no la borrachera, había, primero, hecho tambalear y luego derribado aquella estructura humana.

Llegué a su lado al mismo tiempo que la ambulancia. El hombre estaba muy pálido, pero consciente, sentado con la espalda apoyada en la pared mientras alguien trataba de darle aire agitando una revista como si fuera un abanico. Lo que más me impresionó fue escucharle decir a quienes lo rodeaban, con una voz débil y trémula: “Perdón… discúlpenme… perdónenme.”

¡El hombre se disculpaba! ¿Por qué? ¿Por imponer el espectáculo de su desgracia en las vidas indiferentes de los otros? Lo que quería decir era lo siguiente: “Me da mucha vergüenza preocuparlos con mi miseria personal.” “Tengan la bondad de dispensarme si los he ofendido al recordarles aquello que prefieren ignorar.” En su día de adversidad, con la ropa raída y sucia de pintura y su vida entera manchada de todo a todo por el sudor de su frente; en un mundo lleno de angustia, esfuerzo y desencanto, este hombre consideró una falta de delicadeza aparecer en público con su cuerpo maltratado por el trabajo, atormentado por la enfermedad y la angustia. No parecía temer a la muerte: estaba avergonzado de ser visto, agonizando, entre hombres, mujeres y niños. No pude evitar sentirme profundamente conmovido por este ejemplo de cortesía sublime, esta respetuosa, atentísima consideración por los demás.

La ambulancia se lo llevó y ese día ya no pensé más en él. Pero de vez en cuando me deleitaba en el recuerdo de su conducta. Recordaba sus bruscas facciones e, impulsado por un capricho de la imaginación, superponía a su imagen los rostros de otros, sedimentados largamente en mi memoria. Sus facciones se derretían y volvían a formarse con distinta apariencia una y otra vez. Al final vi la cara de mi padre muerto, entrevista brevemente en el ataúd abierto cuando, en el velorio, un deudo oficioso me alzó por la cintura sin preguntarme, para que yo pudiera “dar la última mirada” al hombre que “me había traído al mundo”. Era su cara un rostro ceñudo que me ha intrigado desde entonces. ¿Ese ceño fruncido representaba el asombro? ¿Confusión? ¿Fatiga? ¿Simple dolor corporal? Johann Kaspar Lavater, el “Mesías de la fisonomía” del siglo XVIII, creía que la naturaleza interior del hombre se proyecta e ilumina el exterior de forma más potente en los momentos cruciales, como al final de la vida. Aconsejaba a sus estudiantes visitar los pabellones de los hospitales para mirar los rostros de los moribundos, pues creía que la correspondencia entre la disposición interna y la estructura externa era, en esos momentos, la más semejante y más idónea para validar sus teorías.

La falacia de la fisonomía como testimonio del carácter es evidente ahora; los postulados básicos de esas teorías han sido derribados y desacreditados. Pero la yuxtaposición de los rostros en mi imaginación me reveló que, de forma fundamental, todas las caras humanas son similares: los semblantes grotescos de Leonardo y los trazos angelicales de los personajes de Botticelli, el gesto contrito del enfermo que cae en medio de la calle y el rictus indescifrable de mi padre muerto, todos añaden a la misma cuenta. Pues como afirman las Sagradas Escrituras, en la que, probablemente, es su afirmación más severa: “Todos van al mismo lugar; todos han salido del mismo polvo, y al polvo vuelven todos” (Eclesiastés 3:20).

Ya había olvidado el incidente aquel de la calle, cuando una semana después se me encomendó la autopsia de un paciente que había muerto de infarto al miocardio. Imagine el lector mi sorpresa cuando me di cuenta de que el difunto era el mismo hombre que, días antes, había colapsado en la banqueta. Por un momento me quedé quieto, perplejo, contemplando el cuerpo inerte y sin vida. Entonces, preparé los instrumentos de disección y miré una vez más su cara. A lo largo de la vida, pensé, cada ser humano es divisible en dos partes: el ser externo, superficial, que podemos mirar desde fuera y un ser interior que habita el reino de la conciencia y es profundamente privado, conocido solamente por el individuo mismo. En este caso, el hombre interno ya no existía, pero ¡cuánto del externo quedaba aún! Pues es aquí, en la cara, donde nuestra identidad reside en su mayor parte; aquí se localiza el más alto signo de nuestra individualidad. Y, aun así, la cara oculta más de lo que revela: disimula y denuncia al mismo tiempo. Las toscas facciones del hombre que estaba a punto de diseccionar no declaraban los actos de generosidad y nobleza de alma de los que era capaz. El hombre es, pues, más que sus rasgos faciales; más, evidentemente, que una colección de órganos; es la suma de sus actos, su historia, sus anhelos, sus aspiraciones.

Después de haberme hecho estas reflexiones, tomé el escalpelo en mi mano. Y entonces, casi sin pensar, hice aquello que parece ser un acto universal y ritual entre los que diseccionamos cadáveres: cubrí el rostro del sujeto con una toalla. Solo entonces me dispuse a ejecutar lo que un escritor llamó con ironía “el último corte”, pero que para los de mi oficio es, realmente, el primero. ~

 

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Traducción de Verónica Murguía.Publicado originalmente en Hektoen International.

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(Ciudad de México, 1936) es médico y escritor. Profesor emérito de la Northwestern University. Su libro más reciente es Más allá del cuerpo. Ensayos en torno a la corporalidad (Grano de Sal/uv, 2021).


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