Dra. Taylor & Ms. Billie (o viceversa)

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Hoy están las dos juntas. Para la foto. Donde termina una empieza la otra. Y donde empieza otra termina la una. Opuestas pero complementarias. Modelos para armar y desarmar y amar y odiar. El signo y el sonido de un mismo tiempo, pero con voltaje alternativo y polaridad distinta. Monstruo ultraprecoz de dos cabezas: esa criatura vagamente alienígena y aerodinámica como Barbie replicante y surgida del country que es Taylor Swift, y esa descendiente directa de la muy funcionalmente disfuncional familia Addams que es Billie Eilish rimándole al lado más luminosamente dark de su edad. Las dos cantándose a sí mismas canciones con corazones rotos y cerebros fritos. Billie Yin y Taylor Yang. Lo de una es “pegadizo”, lo de la otra es “hipnótico”; y ambas cuentan con seguidores con actitudes –acoso, invasión de la propiedad privada, imitación patológica– que traspasan los límites de lo normal. Y entre una y otra, todos esos récords y millones de escuchas y ventas para alegría de la industria. La bendita Taylor es la artista de la década que pasó y la maldita Billie –se supone– ya es la artista de la década que vendrá, y sí, el cambio de guardia se oficializó en la pasada entrega de los premios Grammy, donde los récords de la primera fueron igualados y superados en número y en menor edad por la segunda.

Y las dos –Nirvana dixit– oliendo a teen spirit y fantasma adolescente.

Y, claro, se supone que Swift vendría a ser la versión Jekyll del asunto: hija modelo, guapa, cheerleader acrobática y queen of the prom y alumna aplicada con, de tanto en tanto, algún arrebato de furia que no iba más allá de alguna copa de más y quema de fotos con su chico. Eilish, por su parte, es la faceta Hyde y freak que se sienta al fondo del salón y Lolita en versión Tim Burton y futura Carrie de Stephen King. Pero –como en aquella fantasía de Stevenson– la cosa no está tan clara en cuanto a la división de bienes y males, de bondades y maldades…

Swift es fan de sí misma y no tiene pudor a la hora de explicar con esa mirada de gata en celo autosatisfactoria que está educada para conseguir el aplauso sea como sea y compone y graba en recámaras de penthouses de princesa Disney o en estudios top reforzada por los más efectivos productores/coautores. Mientras que Eilish –entre estremecimientos por su confeso síndrome de Tourette– no tiene problema alguno en declararse fan de Justin Bieber y resta importancia a todo lo que le sucede revoleando ojos bajo la atenta mirada de su hermano mayor y productor de lo suyo con equipos artesanales y domésticos en el pequeño cuarto de la casa en la que crecieron y por el que se pasea su tarántula mascota. Los más recientes videoclips de Swift la muestran como hipersexuado autómata o dulce heroína de musical del Hollywood dorado desbordante de empalagosos efectos especiales. Eilish, por su lado, se precipita desde las alturas como ángel caído con alas cubiertas de alquitrán en llamas como sueño húmedo de Robert “The Cure” Smith.

Este juego de espejos distorsionantes no es nuevo y suele ser una constante en el negocio del pop (allí estuvieron, en sus inicios, los chicos buenos de The Beatles con/versus los chicos malos de The Rolling Stones; y más cerca aún la chica-de-su-casa Adele y la chica-de-su-pub Amy Winehouse); pero en el caso de Swift & Eilish aparece potenciado por uno de los rasgos característicos de la era en que vivimos: el desprecio por lo fake y la admiración por lo no-fake (que no necesariamente equivale a la autenticidad o al gesto artístico sentido y honesto).

Así, Swift vivió su propio infierno cuando pasó de ser la novia de América de turno a una suerte de mantis religiosa devoradora de galanes con los que no deja de ajustar cuentas vía canción/revancha, enemiga de colegas como Katy Perry (por robo de bailarines de tour o algo así), y victimista demandante y desorientada emisora de ese vomitada catarsis psycho-autocompasiva-quejosa-sónico-histérica que fue el álbum Reputation (2017). Todo esto luego de los muy exitosos y perfectos en su forma e intenciones Red (2012) y 1989 (2014) por los tiempos en que todos la amaban y admiraban (incluyendo nombres como los de Elvis Costello, Ryan Adams, Neil Young, James Taylor, Judy Collins, Steve Earle, Lindsey “Fleetwood Mac” Buckingham, Dolly Parton, Lady Gaga y Kris Kristofferson, Paul McCartney y Madonna) mientras que el decano programa humorístico de televisión Saturday night live se reía, temblando, del fenómeno y del síndrome. Allí, en uno de sus muchos falsos comerciales, se publicitaba y recetaba el medicamento Swiftamine (ahora Eilish le canta al Xanax) a ser consumido cada vez que sentía que, inexplicablemente, no solo te gustaba la música de Taylor Swift (“principal causa de vértigo entre la población adulta”, advierte allí un médico) sino que, además, comienzas a respetarla como artista.

Sobre todo lo anterior trata el reciente documental y vanity-project para Netflix titulado Miss Americana, apasionante por casi todas las razones incorrectas, donde Swift “revela” su intimidad casi con desesperación y revisa su saga: niña en home-movies ya apareciendo como dispuesta a triunfar a toda costa, giras interminables, parejas desparejas, trastornos alimenticios, persecución de su némesis Kanye West, madre con cáncer, juicio por acoso sexual y tocada de culo hasta ir a dar a súbito despertar político, enemiga pública de Trump, anticipadora con ojos entrecerrados del fin de su juventud y su inevitable tránsito “hacia el cementerio de los elefantes”, y cerrarlo todo con la composición del himno generacional “Only the young”, cuya letra no termina de aclarar si propone llamada a las armas o invitación a salir corriendo en retirada.

Mientras, la jovencísima Eilish, por el momento, no tiene nada de lo que arrepentirse y nadie a quien reprocharle nada (parece querer a todos y todos parecen quererla), y parte de su perfecta estrategia parece ser la de señalar todas y cada una de sus imperfecciones ahora mismo sin guardárselas para un hipotético y futuro popcumental. El ep Don’t smile at me (2017) la reveló como artista a seguir de cerca (apoyado por el éxito boca a boca y pupila a pupila en YouTube de su “Ocean eyes”, al que solo cabría reprocharle un excesivo aire y aroma de su maestra espiritual Lana Del Rey). Y, el año pasado, el recién multipremiado álbum When we all fall asleep, where do we go? y su omnipresente “Bad guy” la han consagrado planetariamente y lanzado a versionista de “Yesterday” en el segmento necro-in memoriam de los Óscar, así como en cantadora en los créditos de apertura del nuevo Bond-film. Swift, en cambio, aparece en la reciente y castrada versión cinematográfica de Cats y su canción no ha ganado ni un Golden Globe ni fue nominada por la Academia.

Es decir: aquí y ahora, Eilish lleva las de ganar, pero nada más que por haber salido más tarde y ser más nueva y fresca y lo de más arriba, lo de la foto del principio: juntas pero no revueltas. Taylor susurrando un uuuuh en sus implacables y sentimentales estribillos y Eilish casi eructando un duh entre estrofas.

Lo del principio: son tan diferentes, pero parejamente superdotadas cada una en lo suyo, que uno querría verlas y oírlas siempre juntas. Como en una de esas buddy-movies de personalidades supuestamente irreconciliables que se potencian al acercar insalvables distancias. Algo así como un remake-reboot de Thelma y Louise en el que –llegado el momento de acelerar a fondo para que los acontecimientos se precipiten desde lo más alto del top-hit-parade, cuando en algún laboratorio de grabación ya se está destilando la nueva fórmula a sonar y transformar a bellas en bestias o viceversa– solo habrá que discutir/decidir si en el fade to black en caída libre lo que se oye como música de fondo en la radio de ese descapotable es “Me!” o “All good girls go to hell”. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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