El santuario de Perla Krauze

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Calle José Alvarado 24-A, entre Monterrey y Medellín, en la colonia Roma. Una callecita estrecha de viejas casas que aún conservan su estilo original de allá por los años cuarenta-cincuenta del pasado siglo. Es el taller de la artista plástica Perla Krauze (ciudad de México, 1953), un edificio de dos pisos que ella ha conservado tal cual, salvo por la parte baja del gran salón de altos ventanales que dan al patio y donde se aloja la mayor parte de su obra.

Escaleras de madera, piso de duela, mosaicos, baños, puertas, laberinto de habitaciones y cuartitos, todo respira en esa casa una atmósfera de recogimiento, de amoroso cuidado, de escrupulosa diligencia. Y conste que no estoy hablando de orden en sentido estricto, pues se trata de un taller de pintura, entre otros oficios manuales que ahí se ejercen, sino de una atmósfera de resonancias en la que voy sumergida, guiada por la voz de la artista:

–Todos estos trabajos que ves son para mí instantes del devenir que se detienen artificialmente, forman parte de la memoria de mis caminatas, de mis viajes, mis recorridos. Es darle al fragmento una presencia de Totalidad, una conciencia de ser y estar que me dice algo que quiere dialogar conmigo –va comentando Perla Krauze.

La obra plástica de Perla Krauze es en primera instancia una reconciliación visual poética entre el espíritu y la materia; solicita un detenerse introspectivo ante lo que nos rodea, un ejercicio de intimidad contemplativa, entrar en un estado de Ser “ensoñante” como el que puede vivir la inocencia infantil en su exploración y descubrimiento del mundo alrededor.

El sentimiento que recibe a quien se adentra en el taller de Perla Krauze, en su cosmos plástico, es el de penetrar en un santuario donde estalla una poética del fragmento, de la pedacería, de una suerte de conjuntos de caos acomodados en el suelo, las paredes, en cajas, en cuadros, fotografías, cartulinas, telas, y que se diría son umbrales que invitan a aproximarse físicamente, a cruzarlos con la imaginación, a tocar los objetos y piezas con los cinco sentidos. Y no es que ese cosmos se haya fragmentado para revelarse, sino que gracias a cada fragmento es como su realidad se revela, se reacomoda, se manifiesta su diversidad, su oculto lenguaje de formas infinitas.

En ese reacomodo, que le da primacía al ojo, no existe una voluntad estética forzada pues los fragmentos hablan por sí solos, están dejados en libertad para expresarse, surgen convocados por el ojo que los descubre, por la mano que los acomodó de una cierta forma (forma y formas que pueden variar y develar otras maneras de Ser, de estar, de suscitarse ese mismo fragmento, esa misma pieza, ese objeto) en una constante alquimia entre el fragmento, el espacio que ocupa y el espectador (y espectador es antes que nadie el propio artista). Más que buscar la belleza de los objetos, de la materia, es exponer su Voz, quitarles su anonimato, celebrarlos, “bautizarlos”.

Piedras de cualquier tamaño, cristales, raíces, tronquitos, ramas, flores, maderas, cajas, telas, papeles, hilos, varillas, insólitos objetos de la cotidianidad, nimios, precarios, comunes y corrientes, grandes, medianos, pequeños, que son singularizados merced a la intervención de la artista que los retrata, los dibuja, tatúa, pinta –“los intervengo para hacerlos más míos, más cercanos”, dice Perla, como si extrajera su esencia, su secreto, les despertara el alma. De hecho, sí, los anima, los colma de imaginación: ranuras, grietas, rasguños, abolladuras, pliegues, huellas, en el asfalto, en los muros, los entarimados, patios, calles, aceras. Se trata de rescatar su impronta, la impronta que dejó en ellos el uso cotidiano; se trata de hacer visible lo que no vemos porque no nos parece trascendente y que sin embargo guarda memoria, una memoria susceptible de ser registrada, transparentada, calcándola, reciclándola, reproduciéndola en moldes de otros materiales: fibra de vidrio, resina, barro, porcelana, aluminio, plomo, azúcar inclusive.

La sensación que transmite ese universo donde cada fragmento nos habla de una unidad cósmica, es la de ensimismamiento –y de hecho es esa bachelardiana ensoñación ensimismada la que nos ofrenda ese santuario de plasticidades espaciales–, de intimidad con la Voz callada de la materia, su quietud, su silencio que grita el bullicio de lo que hay dentro del aparente estatismo. Porque, en efecto, en realidad todo está en movimiento, como esas fotografías del cielo, del mar, de la nieve, como nuestros recuerdos: todo es tiempo ensimismado en el recuadro de la foto, del bastidor, de la caja, del molde, la página, la tela, tiempo bidimensional, tridimensional, tiempo holograma, topografías temporoespaciales en diálogo permanente con lo efímero, con lo natural y su necesidad de recreación artificial, ficticia, ilusoria, dado que, parafraseando a Bachelard, le falta a la realidad algo más que la realidad misma.

El espacio en que se despliega la obra plástica de Perla Krauze está habitado por una movilidad que irradia oleaje, acontecer, por geometrías que ondulan sus ángulos y líneas como si anduvieran viajando, por objetos que despiden “fulgores de ensoñación”, por escalas, escaleras y peldaños que ascienden, levitan, vuelan, por habitáculos donde cada objeto encuentra su morada, su albergue íntimo, refugios que concentran el ser poético de ese objeto, ese fragmento, ese cuerpo material, al interior de su límite pero sin encerrarlo, sino, por el contrario, abriéndolo a la mirada y contagiando al espectador con la misma meticulosa avidez de Ver que caracteriza a la artista plástica.

Todos los fragmentos, piezas, objetos, cuerpos que habitan y conforman el santuario poético de Perla Krauze dan rilkeanamente testimonio de su “existir rebosante”, y cada uno de ellos evoca una sorpresiva coexistencia de espacios personales que guardan entre sí su independencia, espacios que no buscan hermanarse, yuxtaponerse o fundirse en una metáfora: sencillamente dialogan, invitan a Mirar desde un abanico de perspectivas caleidoscópicas. Paradójicamente, mientras más ensimismado está el objeto, más abierto se manifiesta, menos cercado, más exacto en su estar ahí, más inmensa es su pequeñez, más íntimo su gran tamaño, más clara es la sensación de su infinitud ilimitada, mejor se revela la consistencia de su voz oculta, su identidad.

Hay algo infantilmente candoroso en ese prurito (¿obsesión?) de Perla Krauze por recoger “cosas” de la calle, de la playa, el campo, la nieve, algo como estar “inaugurando” permanentemente la capacidad de transformación de las formas materiales en una entrega total a la riqueza sensible de la Naturaleza, como si la materia no opusiera resistencia al poder imaginante del ojo y aceptara entregarle su íntima esencia sin agotarla, sin que, al ser expuesta por el mirar de la artista, pierda su secreto, su pudor.

Y el ojo de Perla Krauze, su mirar, tiene la capacidad de ver al objeto en tanto material infinito que contiene en su forma, su color, su peso, su volumen, la infinitud del universo. De aquí que el espacio donde la artista despliega su obra tenga esa aura de silenciosa movilidad que vibra y suscita en el espectador mareas de imágenes, sentimientos, remembranzas, ensoñaciones. Bachelard hablaría de “materializar lo
imaginario”, dado que “la manera como nos escapamos de
lo real, descubre netamente nuestra realidad íntima…” ~

 

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Rescatamos este texto, uno de los últimos de la autora,
firmado en la ciudad de México en febrero de 2010.

 

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