No es tan fácil escribir significativamente acerca de un escritor. En la frase “Bellow es un gran escritor judío”, que parece inofensiva, “gran” no dice nada, es una exclamación, como decir “qué cosa, guau”. “Escritor judío” tampoco dice nada, porque “judío” ¿qué añade o especifica del sustantivo “escritor”? No se sabe. Si es, por ejemplo, que “trata temas judíos”, sea lo que eso sea, entonces Bellow no merece el calificativo, pues, como él declaró, “no soy escritor judío, soy escritor americano que sucede que es judío”. (¿Fue Greene quien dijo “no soy escritor católico, soy escritor y sucede que soy católico”?) En todo caso, es cierto que ni los temas ni los personajes de las novelas de Bellow se restringen al mundo judío.
Es explicable entonces que eludamos discretamente hablar del arte y tratemos de incursionar en la vida del escritor. Bellow, 1915-2005, nació en Canadá (aunque, digámoslo de una vez, se formó en Chicago, su ciudad, su Macondo, su Dublín), hijo de emigrantes rusos, judíos. El padre, siempre fracasado, como el de Joyce, no entendió a su talentoso hijo y obstaculizó su vocación literaria. (Si algo caracteriza la narrativa de Bellow es el enfrentamiento de una subjetividad sensible, inteligente y dubitativa (hijo), malograda casi siempre, con la dura realidad aseverativa (padre) del universo de la gente acomodada. Este choque adquiere fuerza angustiosa en, por ejemplo, su novela corta Carpe Diem.) Sigo. La madre, más receptiva de las curiosidades del hijo, murió cuando Saul tenía diecisiete años.
Bellow tardó en dedicarse a las letras. Estudió, no literatura, por el antisemitismo hostilizante en la especialidad, sino antropología y sociología. Dio clases. Durante la Guerra, exceptuado del ejército por una hernia, trabajó en la marina mercante. Al final, vuelta a las clases (no parará de dar clases, para tener con quien conversar, confesó, incluyendo cuando ya era célebre y acaudalado). Por aquel tiempo comenzó a escribir. Su primer éxito de público y crítica, Las aventuras de Augie March, lo redactó en un año que pasó en París gracias a una beca Guggenheim. En París, Bellow recordó a un compañero de escuela de muy peculiar modo de hablar y de conducirse. Lo tomó de modelo y empezó construir la narración a través de él, imitando sus maneras, parodiando su idiosincrasia, mirando con sus ojos. El procedimiento resultó afortunado y lo hizo suyo: de ahí en adelante usará siempre en sus novelas modelos vivos. Este pintar del natural le generará las reclamaciones y problemas habituales del retratista por el parecido con el original. Bellow es el novelista citadino americano por excelencia.
No voy a recitar aquí el catálogo de novelas del maestro, que puede hallarse en cualquier enciclopedia o en internet. Pero sigo mi apresurado resumen. De ese éxito en adelante, Bellow va de triunfo en triunfo, recibiendo reconocimientos y premios, todos, hasta llegar al Nobel en 1976. Su existencia transcurre remansada en todos los terrenos, menos el amoroso, donde entabla, además de un número enorme de amoríos pasajeros y circunstanciales, cinco matrimonios. Su último hijo nació cuando él tenía más de ochenta años.
Con esto, algo sabemos del hombre, pero poco del arte del maestro. ¿En qué reside el talento específico de Bellow como escritor? No voy a responder por entero a esta pregunta, sólo voy a exponer alguna idea, sencilla, que pueda, tal vez, encaminar en la lectura de sus libros.
Las novelas de Bellow son del tipo en el que la trama no es lo importante. En esta clase están, por ejemplo, El Quijote o Proust, pero no Henry James o Cortázar. Es decir, lo importante no es a dónde va el relato, cuál es su desembocadura, sino cómo va transcurriendo, cómo se va desarrollando el paisaje ante nuestros ojos.
En Bellow, lo primero que llama la atención es lo que podríamos denominar “percepción de la realidad”, y lo que asombra y deleita de esa percepción es su abundancia, su riqueza, es decir la gama amplísima de lo que el escritor ve, advierte, toma en consideración, hace entrar en las escenas que desarrolla. Se ha dicho que Bellow es mejor escritor que otros porque atiende a más, ve más, oye más, percibe más que los demás. Esta aptitud perceptiva produce en sus escritos una especie de luminosidad.
Amplitud. Las referencias del maestro son también variadísimas: van de lo popular a lo culto, pero siempre eludiendo el lugar común, a lo que nuestro autor tiene singular tirria, y por eso mismo registra con tanta sensibilidad.
Bellow tiene una novela divertida acerca de un genio literario; se titula El legado de Humboldt, y en ella un escritor talentoso, pero nada más, Charlie Citrine, el narrador, habla de otro escritor, ése en verdad genial, Humboldt (que es trasunto del poeta Delmore Schwartz, amigo de Bellow, que, como Humboldt, empezó con un triunfo rotundo y terminó destruido por las drogas y la locura). La parte del león de la novela se la lleva cómo concibe Bellow el genio literario. Y a esto voy: lo visualiza antes que nada como elocuencia torrencial, elocuencia semejante a la que me acabo de referir cuando hablé de la riqueza de Bellow en la percepción de la realidad.
He aquí un breve ejemplo de temas tocados por Humboldt en un trozo de conversación: “Con respecto a T.S. Eliot, parecía conocer [Humboldt] extrañas circunstancias de las que nadie había oído hablar nunca. Rebosaban de tanta malicia y alucinación como de teoría literaria. La distorsión era inherente sin duda en toda poesía, pero ¿qué venía primero? Y me ahogó en ese tema, en parte un privilegio, en parte un fastidio, con ilustraciones de los clásicos, y los dichos de Einstein y de Zsa Zsa Gabor, salpicado con referencias al socialismo polaco y a las tácticas en el futbol de George Halas y los motivos secretos de Arnold Toynbee y, de algún modo, a los negocios de automóviles usados. Muchachos ricos, muchachos pobres, muchachos judíos, muchachos gentiles, coristas, prostitución y religión, dinero viejo, dinero nuevo, clubes masculinos, Back Bay, Newport, Washington Square, Henry Adams, Henry Ford, San Juan de la Cruz, Dante, Ezra Pound, Dostoievski, Marilyn Monroe y Joe di Maggio, Gertrud Stein y Alice, Freud y Ferenczi. Con respecto a Ferenczi siempre expresaba…”
Éste es un breve fragmento: el alud verbal viene de lejos y sigue. Y esto es para Bellow signo de dos cosas diferentes; primero, claro, de un estado maniaco (ligero, no muy grave), pero también es signo, confuso, un poco patético, pero indicación al fin, del genio literario de Humboldt. Podríamos llamarla elocuencia desenfrenada. Bellow, que es todo control, gobierno de sí mismo, no exhibe una elocuencia desenfrenada, pero sí una elocuencia de un signo semejante al de Humboldt, en que su teclado es muy amplio y su alcance a menudo inesperado; elocuencia de aluvión, donde la corriente verbal todo lo arrastra en su marcha.
He aquí otro ejemplo, más breve y acotado, de la elocuencia de Humboldt. “Al principio de los cincuenta, conseguí hacerme famoso [con una obra de teatro]. Llegué a reunir mucho dinero”, confiesa Citrine. Entonces Humboldt, que ya va en decadencia, empieza a atacarlo y a hablar amargamente de él. Y esto es un ejemplo de cómo critica a su amigo: “Fíjense en el caso de Charlie Citrine. Vino de Madison, en Wisconsin, y llamó a mi puerta. Ahora ya ha conseguido un millón de dólares. ¿Qué clase de escritor o intelectual puede conseguir un millón de dólares? ¿Un Keynes? De acuerdo, Keynes, una figura mundial. Un genio de la economía, un príncipe de Bloomsbury, casado con una bailarina rusa. El dinero llega. Pero ¿quién demonios es Charlie Citrine para hacerse tan rico?” Por esta feroz pero deslumbradora elocuencia, Citrine dice de su amigo: “Era un conversador fascinante, un monologuista inagotable, febril improvisador y campeón de las detracciones. Ser difamado por Humboldt constituía una especie de privilegio, como ser el modelo de un retrato con dos narices pintado por Picasso o una gallina destripada por Soutine.”
Así pues, tener genio literario es ser desmesuradamente elocuente.
El universo de Bellow está presidido por una elocuencia de teclado amplísimo, y esta elocuencia le presta una singular brillantez a ese universo, y esta brillantez de la forma contrasta a menudo con el fondo oscuro, adverso y desencantado de las novelas. Ese choque, así como la mezcla inseparable de lo cómico con lo doloroso, constituye el sabor peculiar de las obras de este maestro de las letras americanas que aquí hemos conmemorado. –
(Ciudad de Mรฉxico, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y acadรฉmico, autor de algunas de las pรกginas mรกs luminosas de la literatura mexicana.