I
Si una biblioteca personal es un proyecto de vida, un librero, un vendedor de libros, un librero anticuario es… ¿qué es? ¿Un consejero espiritual? ¿Un tejedor de vidas e imaginaciones? ¿Una suerte de sacerdote o de banquero que tiene como misión custodiar los valores que se le confían? Estas preguntas vienen a mi mente para intentar definir el oficio a que se ha entregado desde hace más de veinte años, con alegría, ingenio y buen humor, mi amigo –un librero ¿no es ante todo un amigo?– Enrique Fuentes Castilla, dueño y animador de una de las escasas librerías dignas de ese nombre que existen en la ciudad de México, la Librería Madero, que gracias al entusiasmo, ingenio y voluntad de “Don Enrique”, como le llaman sus colaboradores, continúa siendo uno de los oasis de la curiosidad mexicana y americana. En sus primeros tiempos, justo al concluir la Segunda Guerra, la Librería Madero era animada por don Tomás Espresate, su fundador, pariente de Neus, la capitana de ediciones era. Ahí se congregaban poetas como León Felipe, escritores y críticos como Margarita Nelken y todavía sobrevive por ahí el sillón en el que se sentaba el poeta español, quien ahí tenía tertulia.
La Librería Madero pasó a manos de la editora Ana María Cama, cuya madre, doña Alba Villafranca de Cama, llevaba otra librería –la Librería Londres– ahora desaparecida. En tiempos de don Tomás, la Librería Madero hizo algunas publicaciones para obsequiar a los amigos cada fin de año: recuerdo ahora un notable libro del propio León Felipe, Macbeth o el asesino del sueño / Paráfrasis de la tragedia de Shakespeare (1954). El libro estaba impreso en los Talleres Gráficos de la Librería Madero y llevaba un dibujo de portada (representando a un rey soldado y un puñal sangriento) y tipografía de un joven maestro llamado Vicente Rojo, quien por entonces contaba veintidós años. Con humildad de virtuoso, León Felipe dedicaba su libro “A don Jesús Silva Herzog –viejo amigo singular–, dedico esta paráfrasis, el esfuerzo que yo más estimo de toda mi obra poética”.* También se publicó en 1957 una antología preciosa (color azul) de Poesías de Gil Vicente bajo el cuidado editorial de Vicente Rojo. En el marco de la celebración del centenario de la Comuna de París, José Emilio Pacheco presentó al público mexicano una traducción del ensayo precursor de Walter Benjamin París, capital del siglo XIX, en una edición fuera de comercio impresa en la ciudad de México. Presentadas y traducidas por José Emilio Pacheco, con diseño de Adolfo Falcón, las Historias naturales (1972) de Jules Renard, amén de un libro antológico singular, la antología anónima titulada Máquinas, imágenes, ficciones (1968) que incluye textos de Fredric Brown y Ray Bradbury, entre otros. Todas estas ediciones estaban destinadas “exclusivamente a sus favorecedores y amigos, con motivo de las festividades de fin de año”.
Más adelante, esa tradición la continuó Ana María Cama, la hermana de Alba Cama de Rojo, quien inventó las ediciones Artífice, donde Esther Seligson publicara La morada en el tiempo (1981), Diálogos con el cuerpo (1981) y Sed de mar (1987) y Angelina Muñiz-Huberman La guerra del unicornio (1983). Enrique Fuentes ha sabido continuar esa tradición de publicación con algún título raro y precioso como el que fue dedicado al curandero decimonónico que dio origen a la voz “merolico”.
Todos estos datos son en cierto modo marginales al quehacer cotidiano de Enrique Fuentes, o don Enrique, como lo apelan afectuosamente sus clientes y visitantes. Actualmente, la Librería Madero compagina sabiamente libros antiguos y modernos, principalmente de autores y asuntos mexicanos. Aquí se pueden encontrar ejemplares raros y curiosos del siglo XVI, XVII y XVIII, desde el facsímil de la Doctrina cristiana en lengua mexicana, impreso por Juan Pablos circa 1539, de Fray Pedro de Gante, hasta algunos infolios y grimorios venerables y no tan venerables de los proverbiales gringos viejos sobre México y América Latina, ediciones de autor, libros descatalogados y revistas nuevas y antiguas, pliegos de cordel, hojas volantes y toda suerte de relicarios. Además de saber cómo conseguir libros y revistas, Enrique Fuentes conoce los libros por dentro y sabe lo que está en juego entre la historia, la historia del arte, la literatura, la cultura popular y la arqueología, entre otras muchas disciplinas. Por eso Enrique Fuentes es un gran conversador, que sabe escuchar y atender, pero también zanjar una cuestión o tirar su cuarto de espadas. Su librería es un comulgatorio ecléctico donde se dan cita los curiosos de todos los rincones: su saber es caudaloso y sorprendente, como cuando le aclara a algún investigador que la voz “gachupín” viene del hecho de que en el puerto de Ávila, en Laredo, España, estaba “el reino de los cachopines”.
Enrique Fuentes es un buen librero. Es capaz de poner en acción sus redes de cazador avezado para atraer la presa codiciada por el comprador leyente. El librero es como un pescador que vive y sueña de cara al mar de los libros: muy temprano ha de levantarse y madrugar como un campesino para llegar a buena hora a esos mercados de cosas usadas que se instalan en algunos puntos de la ciudad o para alcanzar los basureros adonde van a dar libros y papeles. Como un roedor inquieto e infatigable, dotado de olfato infalible y de ojo certero, el buscón de libros revuelve y peina los lugares más impensados. Pero no puede ser el librero nada más un gambusino deslumbrado por el espejismo de los libros incunables y raros. Ha de estar en la mesa de los trucos, asomado al balcón de la ciudad para seguir las mil y una historias, rumores, chismes, anécdotas y sucedidos que le va cantando el cliente que le pide un libro, y así el marino va tejiendo, con el hilo de esas historias, las cuerdas de su red cautivadora. Mesa de trucos, mesa de trueques: espacios de cambios y ventas y reventas; toma y daca y regateo del que va alimentándose la bestia invisible que engendra bibliotecas y que sólo el librero, en este caso Enrique Fuentes, sabe adiestrar y suavizar con su voz cordial y desinteresada de marinero que va arrojando al mar de la memoria y de los libros los pétalos deshojados de esa rosa de los tiempos que se revuelve entre las páginas de los libros viejos. El marino y gambusino que es el librero resulta también como una Celestina y una comadrona, un alcahuete aparejador de aficiones y un partero de obras que son, a su vez, partos del duelo y del dolor… Pero hay detrás o por encima de estos gestos y trueques una mirada clarividente, el ojo sin párpados de la mente que sueña y edifica arquitecturas para los museos imaginarios y las bibliotecas soñadas. Y es que nuestro librero regio (o más bien de Saltillo) tiene también alma edificante. Es arquitecto que sabe adónde ha de mandar un libro para completar la estantería (“librero, librero, tienes, cuando eres mueble, alma consejera y, cuando eres comerciante, espíritu de acaparador…”) y adónde ha de mandar otro que, como una bomba expresiva, haga campo libre al advenimiento de los nuevos libros. Y en esto, también, nuestro amigo tiene en su librería algo que decir –o que callar– pues una librería, como lo sabía François Maspero, librero, editor y novelista, es también un foco subversivo, un eje de imantación del espacio social y por ello mismo es también un teatro de lo increado donde los humores de todo color y cariz se compaginan y como que se funden en el fraseo de una sola farmacia. No en balde Enrique Fuentes Castilla, antes de ser buscón libresco, ha sido seminarista, marinero, explorador –como su hijo Mariano–, representante de una línea aérea, cinéfilo, bibliófilo y amateur en el sentido más pleno de la expresión.
II
Cuando Enrique Fuentes se hace cargo de la Librería Madero en el año de 1989, empieza a aflorar en el espacio librero y libresco mexicano una tendencia, que luego se irá agudizando, hacia el descastamiento y la miopía jactanciosa para con la memoria nacional y regional: hay muchas librerías, oficiales o privadas, pero la mayoría de ellas viven con la mirada puesta fuera de México y de América Latina, incluida España. Enrique Fuentes advierte, acaso sin formulárselo explícitamente, esta situación y poco a poco le va imprimiendo a su librería un sesgo definitivamente nacionalista y regionalista. Conviven en sus estantes lo mismo los libros recién salidos de las imprentas con los provenientes de los puestos callejeros y de las librerías de lance, a condición de que su tema o asunto, su autor o sus características los hagan susceptibles de la curiosidad parroquial. Enrique va transformando poco a poco su librería en una herramienta de salvación de la memoria nacional en sus diversos registros –el histórico, el lírico, el artístico, el artisticopopular, el erudito, el político… Sólo le falta vender discos, pero…
El proyecto lo va realizando Enrique Fuentes con tino y desapego, con buen humor campechano y rigor crítico y comercial, pues, después de todo, la librería es un ocio pero también un negocio, un espacio de cambio y de cambalache, aunque también una mesa de debate y una suerte de oasis del chisme y del conocimiento donde los exploradores del desierto libresco vienen a darse cita para intercambiar noticias y ponerse “al día” de los movimientos en los calendarios del ayer; de la edad virreinal a la de la independencia, de los años de la república y la revolución a las más recientes calendas sexenales, la librería, como si fuese un expendio de ultramarinos de calidad, tiene productos para todos los paladares y sensibilidades y acaso especias para alentar a las especies de inminente aparición… El capitán de este barco que surca las aguas del tiempo pasado en libros y revistas tiene una brújula que lo orienta con infalible exactitud; su imantada aguja señala los rumbos del buen gusto y del recto corazón. De ahí que lo vengan a buscar los vendedores de libros viejos precisamente a él y ahí pues, como si fuesen padres que deben desprenderse a su pesar de sus hijos, quieren que al menos sus libros puedan estar en el lugar donde sean “adoptados”, es decir, comprados o adquiridos por unos tutores que los sepan apreciar. El mediador, el agente y artífice de estos librescos celestinajes es Enrique Fuentes –heredero de los Robredos, los Porrúas, losCasillas, los Ubaldos y los Amados, los López Polletti y las Evas, los Rodríguez y los tantos otros–, un hombre con algo de homérico y de cristiano viejo, con algo de gambusino y de viajero que ha logrado, sin aspavientos ni desplantes, mantener viva la noble tradición del libro viejo y no tan viejo en México. Su saber y su eficacia, su buen humor e ingenio le han espolvoreado un poco de felicidad y ajonjolí al cotidiano plato de nuestras anónimas lentejas, es decir, al libro nuestro de cada día. ~
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(*) Cursivas mías.
(ciudad de México, 1952) es poeta, traductor y ensayista, creador emérito, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua y del Sistema Nacional de Creadores de Arte.