1
Sobre nosotros
descendía
su frescura. Y la amplitud de su silencio nos enredaba
en su claridad.
Nada nos era ajeno.
Como una fruta se abría su cosmos
sobre nosotros y era como una estrella,
como un lluvia
de escalonadas bóvedas
trazando su cascada en nosotros,
dejándonos, como ella, suspensos en esa luz.
2
Es la luz que conforma su envolvente frescura,
su convocada profundidad.
Es la noche que irradia
y arde, como el murmullo de una fuente. Es el espacio
interior que tocan.
La delicada avidez que funden y recrean en los trazos
de su confluente perspectiva. Su brillo axial
en afinados paisajes
y selvas de oro.
Es el aroma del azahar en los patios,
entre el sol y el laúd.
3
Lluvia suspendida en el trance de esta bóveda
su derramada placidez. Nieve
que nos rodea
para hablar
desde el templo que somos
bajo su hondo tamiz.
4
De la blancura que florece:
la levedad; el sol nocturno de sus muros cambiantes,
de sus jardines y de sus frutos,
de sus aves.
El sol que fluye
y canta, como una alondra, entre las sombras del agua.
De la blancura que florece en los muros, de sus selvas:
la calma. El ávido, oscuro sol de sus fuentes. La trama
de sus ecos y el mar. Ante el umbral en llamas.
5
Suave armonía que enlaza música y luz
es la esbelta frescura de la piedra. Fugas
de concertada ligereza su ardiente y nítida
intimidad (Muros que talla y condensa el alba.) Toca
el corazón y lo embriaga.
Rasga su sentido y lo templa este acorde que se alza,
que se enciende:
como una palabra exacta. Como niebla.
6
Los espacios tomaban su lugar en nosotros.
En nosotros urdían sus arcos y sus estancias,
encendían sus estanques, cedían sus patios.
En nosotros labraban, con inquietante finura,
con calidez,
aposentos cambiantes. Volvieron
como volvían los pájaros.
A los naranjos,
a los bosques de sombra entre las celosías. –