Me da gusto decir que coincido plenamente con la idea central que expresa Jorge Castañeda en su libro Mañana o pasado: el misterio de los mexicanos (México, 2011): la modernización de México choca abiertamente con el llamado carácter nacional de los mexicanos, lo que ha provocado una profunda crisis cultural: “Hay una desconexión entre algunos rasgos del carácter nacional y la realidad del país”, afirma Jorge Castañeda. El tema del carácter nacional ha sido tradicionalmente esgrimido por la derecha tanto en Europa como en Estados Unidos. Allí sigue siendo un asunto que los conservadores sacan a relucir cuando creen que las identidades nacionales se encuentran en peligro de extinción debido a la avalancha de emigrantes. En América Latina ha sido con frecuencia la izquierda quien ha exaltado el carácter nacional y ha señalado que está amenazado. En México esta exaltación ha formado parte de la política nacionalista revolucionaria instituida por los gobiernos autoritarios durante siete décadas.
Cuando yo abordé este tema hace más de un cuarto de siglo me topé con la indiferencia, si no es que el menosprecio, de muchos intelectuales y políticos. Casi nadie creía en aquella época que el carácter nacional de los mexicanos era un grave problema que los había encerrado en una jaula melancólica y que se había convertido en un mito muy eficiente para legitimar el poder autoritario, pero ineficiente para legitimar a racionalidad de la fábrica moderna. Muy pocos creían, como lo afirmé insistentemente, que el mito del carácter nacional había quedado herido desde 1968 y que había iniciado una saludable aunque penosa decadencia, lo que pronosticaba que la legitimidad del sistema se iría erosionando. Efectivamente, al cabo de los años el sistema autoritario entró en una crisis que abrió paso a la transición democrática. La cultura nacional había ofrecido a los mexicanos un paradigma nacionalista unificador cuyo emblema, en mi análisis irónico, era un axolote, cuya metamorfosis moderna había sido frustrada por un carácter nacional melancólico. Concluí que cada vez había más mexicanos que habían sido arrojados del paraíso originario, y también habían sido expulsados del futuro: “Han perdido su identidad, pero no lo deploran: su nuevo mundo es una manzana de discordias y contradicciones. Sin haber sido modernos, ahora son desmodernos: ya no se parecen al axolote, son otros, son diferentes”. Estos son los nuevos mexicanos, o postmexicanos, que ayudaron a cambiar las cosas a fines del siglo pasado y que contribuyeron a derribar al antiguo régimen. No son mayoría, pero son muchos. No forman un grupo cohesionado y están dispersos, pero su presencia se percibe en muchos ámbitos, en los partidos, en los barrios, en las universidades, en las escuelas, en las oficinas, en las fábricas y entre los emigrantes que van a Estados Unidos.
Sin embargo, como señala Jorge Castañeda, aún tenemos que soportar el enorme peso de esa cultura política atrasada que anima al llamado carácter nacional. En un ensayo reciente, Héctor Aguilar Camín y Jorge Castañeda lo expresaron en forma metafórica: México “es un país ballena que se sigue creyendo un ajolote” (“Regreso al futuro”, Nexos 396, diciembre 2010). El axolote del que yo hablaba hace un cuarto de siglo no se ha extinguido y sigue pesando en nuestra cultura y en nuestros hábitos. La jaula ha sido abierta por la modernización, pero dentro de ella quedan muchos que no pueden o no quieren escapar.
Jorge Castañeda ha escogido algunos rasgos del carácter nacional que le parecen especialmente significativos y ante los cuales la modernización se topa como con una pared de granito. Estos rasgos son el individualismo, la hipocresía como medio para huir del conflicto, el miedo a lo extranjero y la corrupción. Calificar como individualista la condición de millones de mexicanos que viven sumergidos en una sociedad caótica, desarticulada e incivil se presta a cierta confusión. El individualismo, como bien lo vio Tocqueville, es un fruto envenenado, peligroso de la sociedad moderna democrática, no un resabio de rasgos ancestrales. Estos rasgos ancestrales antiguos son los que durante largo tiempo anclaron a muchos mexicanos a su pueblo, a su cacique, a su sindicato, a su iglesia y a su familia. La modernidad subvirtió este Edén, como lo intuyó el poeta López Velarde, y muchos mexicanos fueron arrojados a un mundo en el que no acababa de implantarse lo moderno. Expulsados del mundo rural no encontraron en su país un espacio urbano e industrial organizado en forma moderna. La excepción fueron los millones que se fueron a vivir a los Estados Unidos. Por eso a los mexicanos residentes en Estados Unidos no se les pueden aplicar los estereotipos que supuestamente definen al carácter nacional.
El individualismo mexicano, propone Jorge Castañeda, está tatuado en el subconsciente de cada ciudadano, como lo revela la parábola de los cangrejos tratando de escapar de una cubeta: los esfuerzos por salir de cada uno derriban a los que están en el borde a punto de salir. Pero esta alegoría representa más bien la ausencia de individualismo, como el proverbial saco de papas con que Marx describió a la sociedad campesina.
Pero más allá de la terminología, el argumento de Jorge Castañeda sigue en pie: en México gran parte de la población carece de las costumbres civiles que encaminan a los individuos a organizarse para apoyar el progreso del país, por encima de los intereses egoístas. Para aclarar las cosas, Jorge Castañeda se ve obligado a hablar de un “individualismo premoderno” o “arcaico” arraigado en el pasado. Esta falta de civilidad moderna es sin duda un gran obstáculo que frena el proceso democrático y bloquea el desarrollo económico. La sociedad mexicana está demasiado estatizada y el Estado aún no está suficientemente civilizado. Por eso las urbes mexicanas son todavía intensamente rurales y al Estado le falta esa urbanidad civilizada propia de las democracias modernas.
Como México es ya una sociedad de clase media a Jorge Castañeda le parece incongruente el exacerbado individualismo. Pero esta contradicción parece evidente sólo si se ve a la clase media como una sociedad unidimensional a la manera en que la definió Herbert Marcuse o compuesta por hombres-masa como los definió Ortega y Gasset. A mi me parece que, por el contrario, el individualismo crece en la misma proporción en que se amplía la clase media. Lo que en realidad es incompatible con la creciente ramificación y modernización de la clase media mexicana es la tradicional incivilidad que hemos heredado del antiguo régimen autoritario. El nuevo individualismo sin duda generará tensiones, en la medida en que no sea modulado por una nueva cultura democrática. Por lo pronto, coexiste con el individualismo arcaico que Jorge Castañeda ve con razón como un componente disfuncional en el seno de una sociedad donde la clase media ya es hegemónica.
Nos enfrentamos a un problema espinoso. ¿De dónde surgen los rasgos del carácter nacional mexicano que son disfuncionales? El victimismo, el miedo al enfrentamiento y a la discusión, la hipocresía, la simulación y la aversión a lo extranjero emanan, sostiene Jorge Castañeda, de un lugar remoto del alma mexicana, son rasgos profundos de la psique de los mexicanos. Reconoce que la idea de un carácter mexicano es un constructo cultural o ideológico. Yo hablaría de un mito con una diversidad cambiante de funciones. Pero Jorge Castañeda alega que ello no puede surgir de la nada, sino que se ajusta a una realidad que a la vez refleja y modifica. Con toda razón afirma que el carácter nacional no es algo ancestral y preexistente que ha sido descubierto por poetas y antropólogos, y tampoco es una mera estructura ideológica impuesta por las clases dominantes, un engaño para legitimar el poder establecido. Busca una interpretación intermedia, de tipo histórico. Yo creo que se trata en lo fundamental de un problema cultural, desde luego con raíces históricas. Me parece que los elementos disfuncionales y antimodernos que tan bien ubica Jorge Castañeda son mitos incrustados en nuestra cultura política. Como tales, son difíciles de erradicar, pero no son algo permanente que emana del alma mexicana.
Jorge Castañeda observa que el vaso que contiene los hábitos y las costumbres en México se encuentra medio lleno de toda clase de elementos arcaicos y disfuncionales. Es cierto. Pero también es verdad que el vaso de la identidad nacional se encuentra medio vacío y que ello, como dije al comenzar, ha sido un hecho fundamental que ha impulsado la transición democrática. Se puede aplicar aquí una observación similar a la que podemos hacer cuando escuchamos la denuncia de que 40 % de la población vive en la pobreza. Es cierto, pero se puede comprender que el 60 % restante forma parte de la clase media y, en mínima proporción, de las clases ricas. Lo mismo se aplica a nuestra democracia: es incipiente, defectuosa, deforme y débil. Pero es democracia. No hace mucho el vaso de la política estaba casi totalmente lleno de autoritarismo. Hoy ya no es así.
Jorge Castañeda sugiere que el antiguo sistema político autoritario y corrupto no fue la causa sino el efecto de los vicios del carácter nacional. El antiguo régimen sería un espejo de la sociedad. No creo que sea sí, pero tampoco es cierta la fórmula inversa según la cual el sistema priista sería el único motor causante de una identidad nacional legitimadora de la corrupción y la antidemocracia. Lo que teníamos era una cultura política hegemónica que infiltraba hondamente tanto al sistema político como a la sociedad. Por ello la desaparición del viejo sistema no ha traído consigo un cambio en el carácter nacional. Las cosas han sido de otra manera: los cambios en la cultura política han provocado tanto el final del viejo sistema como una crisis de la identidad nacional. Sin embargo, la vieja cultura política no ha desaparecido completamente y sigue influyendo en una gran parte de la población. Las encuestas han reflejado repetidamente este hecho.
Podemos suponer que la vieja cultura política irá retrocediendo paulatinamente, tal como ha ocurrido en los últimos cuarenta años. Habría un proceso modernizador lento que iría eliminando los elementos disfuncionales. Pero esto no es para nada seguro. La vieja cultura política puede enquistarse, resistir al cambio e incluso extenderse. Basta pensar en el ejemplo de Argentina, donde la arcaica cultura peronista parece perpetuarse.
Del libro de Jorge Castañeda se desprende la idea de que hoy estamos más frente a una encrucijada cultural (o de civilización) que ante un problema de reforma política y legislativa. Pero muchos se exasperan ante la dificultad de que los diputados y los senadores sean incapaces de llegar a acuerdos para cambiar el sistema político. De allí la impaciencia de políticos como Peña Nieto por lograr cambios que fomenten la generación de mayorías en el Congreso, impaciencia compartida por Jorge Castañeda. Otra opción sería enfatizar la parlamentarización del sistema y lograr acuerdos negociados entre las fuerzas políticas que por si solas no han logrado una mayoría suficiente. Creo que es la mejor alternativa, ya que durante las arduas negociaciones parlamentarias se van modificando lentamente los hábitos y vicios ligados a la vieja cultura política. Ello me parece mejor que un cambio abrupto que, por ejemplo, restablezca el llamado candado de gobernabilidad o que anule la cláusula de sobrerepresentación. Este tipo de cambios le facilitaría las cosas a un posible futuro gobierno priísta. El problema es que, desde la perspectiva que se desprende del análisis de Jorge Castañeda, en México estamos frente al peligro de que haya una restauración de la vieja cultura política. Y como el principal impulsor de dicha cultura es el priísmo, que es el mayor, aunque no único, depositario de los rasgos disfuncionales y retardatarios, estamos ante el peligro de permanecer enjaulados en la inmovilidad tradicional durante largo tiempo.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.