En el convite para la refundación del PRI, a cargo de López Obrador, gran número de intelectuales mexicanos desfilaron tras la bastonera Poniatowska y el tamborilero Monsiváis. ¿Cómo pudo tal patinazo ocurrir? Intentemos desbrozar el enigma. Los intelectuales, en cualquier país, significan por su obra, no por sus opiniones políticas. Pero siempre se las están pidiendo. Y ellos las dan con fruición. Ya a nadie importa si Ezra Pound hizo propaganda fascista desde la radio de Roma. Eso no está en sus poemas. Como sí están los cantos a Stalin en la obra de Neruda. Prescindibles, pero están. Y está en la obra de Octavio Paz su combate al estalinismo cuando por eso se podía perder la vida, y su frío análisis del México gobernado por un ogro filantrópico. Otros supieron acomodarse a la filantropía del ogro. Pero no es temor ante el poderoso lo que hemos visto en los intelectuales mexicanos en estos cinco años de campaña presidencial de Andrés Manuel López Obrador, ni en el delirio de poscampaña. Lo que hay es embeleso por el caudillo y mesías. Algunos presentan la ceguera que sólo cae sobre los enamorados ante el erotismo del amado y sus feromonas sexuales. No se puede entender de otra manera que hombres y mujeres inteligentes aclamen en 2006 lo que combatieron en tiempos del PRI. No los han avergonzado ni las citas a Stalin. Justificables en boca de un compositor ruso en 1935, pero inconcebibles cuando el obradorismo busca en ese tirano genocida un ejemplo democrático para probar que las elecciones en el México del 2006, a cargo de un millón de ciudadanos y vigiladas por otro millón de representantes partidarios y observadores de sesenta países, no fueron limpias. Hay quien es poeta y campesino, o novelista y militante político, con o sin partido. Pero nuestros medios acostumbran interrogar a intelectuales sobre los últimos acontecimientos de la vida pública, con independencia de si tienen alguna militancia política. Responden, casi siempre, con esquemas. Y los esquemas tienen éxito porque son fáciles de recordar y de repetir: No al pinche fraude ha tenido difusión aunque nadie haya podido explicar cómo se cometió, pequeño, grande, generalizado o pinche. No es tampoco necesario explicarlo: es un acto de fe, es la otra moneda de un dogma similar: ganamos. Preguntar, pedir datos, números, es pasar al bando de los herejes. Es pedir los huesos de Juan Diego. Por esto, no es de extrañar que la masa en un mitin vitoree una ocurrencia graciosa. En cambio, sí lo es que gente de reflexión haga lo mismo.
Ideas y ocurrencias
En una famosa polémica, Octavio Paz señaló que Carlos Monsiváis “no es un hombre de ideas sino de ocurrencias”. Pues sí, pero de ahí su éxito, conclusión que no derivó Paz. Se cita más frecuentemente la ocurrencia. La inmensa mayoría de los lectores la recuerda, los caricaturistas la plasman con facilidad porque nacieron caricatura, aunque el contenido sea escaso. “El intelectual florero”, tituló Jesús Silva-Herzog Márquez un polémico ensayo. En resumen, y citándolo de memoria, señala que en todo simposio, sea de astronomía o apreciación musical, sienta bien un bello adorno floral en el escenario y la participación de algún intelectual famoso, no porque conozca del tema, sino porque su nombre adorna el programa y llena el auditorio: es el intelectual florero, podría no estar, pero mejor si está. Cómo se han ganado los intelectuales mexicanos ese derecho a guiar la opinión política es un misterio, pues nuestros grandes nombres son más bien contraejemplos:
Martín Luis Guzmán: la apología del priismo más cerrado y obtuso. José Vasconcelos: la del nazifascismo en prólogo inicuo a un volumen de propaganda hitleriana. León Felipe: “A este Presidente hay que quererlo”… dijo de Gustavo Díaz Ordaz, porque lo recibió en Palacio y le dio unas palmaditas durante la crisis de distanciamiento con los intelectuales, en 1968. Salvador Novo: “Es la mejor noticia que he recibido en el día”… la entrada del Ejército a la Ciudad Universitaria. Fuentes-Benítez: “Echeverría o el fascismo.” Las astucia política de Echeverría le hizo ver que el presidente Díaz Ordaz había quedado derrotado ante la historia al perder el apoyo de quienes la escriben: los intelectuales. Y su mayor esfuerzo lo encaminó a recuperar, para la Presidencia de la República, a las mentes pensantes. No por lo que pensaran, que podía tenerlo sin cuidado, sino por lo que escriben y publican. Así consiguió desde aquel célebre “Echeverría o el fascismo”, cuya paternidad quedó entre Carlos Fuentes y Fernando Benítez, hasta un artículo de María Luisa La China Mendoza, titulado “Mi novio Echeverría”.
A la distancia, me dice más el artículo de La China, sobre el atractivo físico del Presidente, que la expresión de Fuentes y/o Benítez: estoy convencido de que el atractivo del caudillo procede, en buena medida, de fuentes sexuales. Quien lo dude, no tiene que leer a Wilhelm Reich, le bastará con recordar los primeros años de Marcos y el EZLN. Nada, salvo su atractivo físico, explica aquella rendida entrega
de la inteligencia nacional ante la resurrección de la tesis
guerrillera, empeorada por los cambios mundiales: la caída del muro de Berlín y la desaparición de la Unión Soviética con sus satélites. Marcos lo sabía y lo explotaba con referencias a “las armas que Dios me dio”, “la leche que me sobra” y otras dignas de páginas para buscar parejas sexuales y afectivas. Un novio, Marcos, cuyo vacío la intelectualidad no percibió, embargada por la renovación de la utopía revolucionaria, que parecía perdida. Hoy Marcos pasó de moda. Ya no es in llevarle libros.
La doble moral
Una y otra vez, los intelectuales dan muestra de doble moral, doble rasero, y siguen tan campantes para la siguiente ocasión. Exigen a Israel salir del Líbano, pero no condenaron “que durante 2003, Israel sufrió más de mil bajas civiles a manos de terroristas palestinos”, señaló el Embajador de Israel. “Nunca pidieron el cese de la matanza de israelíes. La pregunta es: ¿Dónde estaban los firmantes? ¿No cuenta para ellos la sangre israelí?” La pregunta del Embajador se puede repetir una y otra vez: ¿dónde estaban cuando…? Cuando el gobierno del DF empleó todos sus medios para crear la imagen nacional de López Obrador: entrega de obra pública sin licitación a empresarios que, por supuesto, luego participaron en la campaña de la esperanza; terrenos regalados a la Iglesia Católica, a los ricos de Santa Fe, fondos públicos a raudales para los medios afines. Todo se metió al fuego de la gran caldera que impulsaba la campaña del jefe de gobierno del DF: burócratas, ambulantes, ancianos con cupón, taxistas piratas tolerados. Dónde estaban nuestros intelectuales cuando todos los diputados del PRD aprobaron la llamada “Ley Televisa” –sin leerla, según admitió Pablo Gómez. Dónde estaban cuando el PRD hizo avanzar esa ley, votó en contra cuando ya era imparable, y cobró por sus servicios en tiempos a precio de regalo y entrevistas a modo. Dónde estaban nuestros intelectuales cuando Marcos respondió que había lanzado a combatir indios con rifles de madera “porque debían recuperar las armas auténticas de los caídos”. Hicieron peregrinación a Chiapas, tropezándose en las barrancas, lastrados por la carga de sus libros, sus hijos que llevaban a ofrendar a los lugares sagrados del EZLN. Es que la utopía de una definitiva Revolución, matriz de un mundo nuevo, no se ha marchitado en los corazones de quienes ni siquiera han elevado una condena definitiva contra la feroz dictadura de Fidel Castro. Al fin parece recuperarse de su breve exilio una dama venerada: la lucha de clases. Y con ella, el desprecio por la legalidad “burguesa”. Una impunidad de clase cubre al intelectual. Ellos lo saben y emplean a fondo esa patente de corso. A ver quién se atreve a detenerlos, así le iría.
El fuero de los intelectuales
El ejemplo más reciente y franco de esta provocación que se sabe impune, con fuero, ha sido el cierre de las oficinas centrales de Banamex encabezado por Elena Poniatowska. Si una persona está obstruyendo el acceso, la sacan; si resiste, llaman a la policía. Pero surge la primera duda cuando se trata de un grupo de estudiantes: “¿Nos acusarán de represión si los sacamos?” “¿Nos recordarán el 68?” Y la duda concluye si a la cabeza de los manifestantes se encuentra la imagen misma de la corrección política: mujer, dama, anciana (como la calificó allí mismo Jesusa Rodríguez: “¿Ya no creemos en nuestro Consejo de Ancianos?”), cargada de honores, bien vestida y con su collar de perlas. A ver quién es el guapo que se atreve a jalarla a una patrulla por los varios delitos implicados cuando se impide el acceso a un banco. Elena lo sabe. No lo habría hecho en París, porque se le habría aplicado la ley; lo hace en México, confiada en que el PAN ha dado infinitas muestras de torpeza, tontería e ignorancia, y que, por lo mismo, le será fácil transformar su justa detención y presentarla como otra muestra de salvajismo panista.
Cuando se trata de nuestras grandes figuras, todo se disuelve en risas. Hasta el delito. Pero, ¿y el banco afectado? ¿Y los clientes cuyo tránsito fue impedido? Se lo merecen porque son riquillos. Lo dijo con todas sus letras Elena: el acto se hacía “sin molestar a la gente, sólo a los de arriba”. Que no son gente, son riquillos. Pues mi sirvienta tiene su cuenta de ahorros en Banamex.
Para entender el entusiasmo de muchos intelectuales, actores y gente de las izquierdas por un típico representante del paleopriismo echeverrista, como es Andrés Manuel López Obrador, con todo y sus corporaciones aliadas, así como las sonrisas de quienes cometieron su travesura en Banamex, resulta paradigmático el último capítulo de Fuerte es el silencio, libro de Elena Poniatowska donde el atractivo sexual de un caudillo, luego guerrillero, el Güero Medrano, nunca es secundario, y sus mujeres, entre ellas una secretaria llamada “Elena” (oh, padre Freud), chaparrita y delgada (oh, de nuevo), siempre cuaderno de notas en mano, apunte y apunte (recontra oh), que escucha su recetario maoísta con arrobo y deseo. Luego esa Elena huye con el Güero Medrano a la clandestinidad de la guerrilla. El proceso que condujo a tantos intelectuales rumbo a Marcos, luego al lopezobradorismo, en Elena (Poniatowska) comenzó desde que La noche de Tlatelolco la convirtió en figura inevitable de la izquierda. Un caso de hechizo mutuo.
Pablo Pascual: el niño y el traje del emperador. Debe de haber sido 1981. Me sacudió una frase de Pablo Pascual, gran amigo mío, militante de aquella izquierda que hizo los sindicatos universitarios, el Partido Socialista Unificado de México, luego el PMS, que se fundiría, con la Corriente Democrática de Cuauhtémoc Cárdenas, en el Frente Democrático que le buscó la Presidencia, y después en el PRD. Pablo me hizo lo que el niño a su pueblo reunido para aplaudir el traje nuevo del emperador: el niño que se atreve a señalar cómo el emperador no lleva traje alguno, va desnudo. Ocurrió así: Elena acababa de sacar Fuerte es el silencio. Me había dedicado muy cálidamente un ejemplar, con nubes, flores y expresiones de enorme afecto; comíamos con frecuencia juntos y nos llamábamos por teléfono para conversar. Pablo me soltó de sopetón y sin previo aviso: “Oye, tu pinche amiga es una pendeja…” Lo miré con el mismo azoro de Juan Diego oyendo al abad Schulenburg decir que no hubo apariciones. Musité un tartamudeante: “Pablo…” con el tono de quien teme que se abra la tierra en ese instante. Pablo Pascual concluyó: “En su pinche libro nuevo hace héroes a los que nos tienen sentenciados a muerte a mí, a Rolando Cordera, a Gilberto Guevara, a ti, Luis, a ti…” Me dio vergüenza reconocerle a Pablo que no había leído más que las dos páginas con su dedicatoria. Luego había visto las fotos. El último capítulo, sobre la colonia Rubén Jaramillo, de Morelos, que tanto había indignado a Pablo Pascual. Lo acabo de leer, ahora en julio de 2006. Y no le doy razón a Pablo: no es el relato de una tonta, es el de una enamorada. Narra una invasión de tierras, la del fraccionamiento Villa de las Flores, y su transformación en “colonia Rubén Jaramillo”, fundada por aquel famoso Güero Medrano que pasó luego a formar una de las guerrillas cercanas a Lucio Cabañas, y que hizo del secuestro, homicidio, robo y asalto a mano armada la “voz del pueblo”, y nos puso en la mira de los fusiles proletarios a todos los “reformistas” que sólo hacíamos trabajo político para crear partidos. Los tiempos del delirio.
Es de una simpleza abrumadora: el catecismo más elemental e ingenuo sobre la maldad de los ricos y la natural bondad y sabiduría de los pobres, el derecho de éstos a “tomar lo que es suyo” sin más justificante de propiedad que los sufrimientos del pasado y el presente. “Campesinos con machete, otros con rifle dispuestos a defender a su familia, su tierra…” Que “su” tierra tenga otro propietario es secundario. “Ya estuvo bueno de agachar la cabeza frente al patrón, vamos a exigir lo nuestro.” Bien, sólo que el dueño de ese fraccionamiento ocupado no es el patrón. Lo que el Güero Medrano planeaba (sin decirlo a los colonos) para la Jaramillo era “Convertirla en territorio libre dentro del estado de Morelos y buscar después otra base…” La táctica maoísta aprendida por Florencio el Güero Medrano en China. No lo dice el Güero, sino la propia narradora: “Uno de los factores decisivos en cualquier lucha revolucionaria es la reacción de los ricos.” Imposible decirlo de forma más trivial. “La Jaramillo no sólo demostraba que un grupo humano puede oponerse al gobierno sino también convertirse en fuerza política”: oponerse al gobierno es una virtud en sí misma, y no se había hecho en la historia de la humanidad… Hasta que la Jaramillo demostró que era posible. Y más claro: “¡No hay que conciliar, hay que tomar el poder, pendejos reformistas!” No es el grito de un personaje, es el resumen de la narradora contra los “obreros sacones dispuestos a aliarse al PRI” y que sólo le hacen “el juego al patrón”. Y era, no casualmente, el grito de los guerrilleros contra quienes estábamos formando los partidos de izquierda, el grito con el que cayó abatido por balas revolucionarias el profesor Alfonso Peralta; el grito para matar a tiros en Culiacán a un primo de Gilberto Guevara. Y era el que emplearían para terminar con nosotros, preocupados en hacer sindicatitos y partiditos. Luego, a la muerte del Güero Medrano, concluye la narradora, ya en éxtasis: “Quién quite y a la mejor todavía viva porque dicen luego que los luchadores no mueren, pero pues váyase a saber.” Y recoge el canto de los niños, en la fiesta escolar de la Jaramillo: “Y aquí en Morelos, / Florencio Medrano / intrépido vencerá.”
Aquí estoy, a estas alturas de la vida, leyendo un canto emocional y erótico a la guerrilla, ricos malos y pobres buenos, caudillos mujeriegos y mujeres enamoradas, discursos para atraer pobres a “la lucha”, con el anzuelo de un terrenito. Una conocida oratoria recuperada sin asomo de análisis por Elena, y me sospecho que abaratada aún más por ella. Allí se ve, en una nuez, el entusiasmo de muchos intelectuales por la violencia revolucionaria y el esperado parto de la Historia. Ninguno se atreve a ponerlo en ese lenguaje descarnado. Pero está implícito en la “toma” de Banamex, la ocupación del Zócalo y el Paseo de la Reforma, y en el éxtasis que sienten por otro simplificador extremo: López Obrador.
El affaire Poniatowska-Woldenberg
Pasó el tiempo. La “Rubén Jaramillo” fue ocupada por el Ejército y los dirigentes entraron a la clandestinidad. Elena publicó su saga. Las guerrillas fueron exterminadas y los partidos crecieron. La legislación fue eliminando paulatinamente el control de las elecciones por el gobierno y poniéndolas en manos de ciudadanos sorteados al efecto. Cuando “corría el año del Señor” de 1996, los nuevos partidos políticos hicieron ver a los habitantes del DF, por décadas sin derecho a elegir gobernantes, esa injusticia. Yo vivía por entonces allá. La oposición y algunos militantes civilizados del PRI lanzaron la propuesta de regresar a los ciudadanos del DF el derecho a elegir su gobernante, hasta entonces nombrado sin más por el Presidente de la República.
¿A quién dar la banderola de salida? Se pensó en un personaje inobjetable: Elena Poniatowska. Ella tuvo a cargo el discurso inicial. Fue sorprendente, porque no lo dirigió contra el PRI, que había cancelado nuestros derechos ciudadanos, ni contra la sucesión de regentes impuestos; vaya: ni siquiera a favor del virrey Bucareli. Lo que escribió y publicó luego fue un discurso, en el estilo del “Yo acuso” de Zola, donde se repite una frase con insistencia. ¿Contra quién? Contra un joven casi desconocido que colaboraba quincenalmente en La Jornada (el diario que habíamos fundado los exiliados del unomásuno). “¡Y le vamos a demostrar a José Woldenberg que los ciudadanos sí pensamos! ¡Y le vamos a demostrar a José Woldenberg que…!” Un fogoso discurso… que nadie entendió.
Tomé la ofensa para mí y en La Jornada comenté el despropósito de Elena: José Woldenberg, Pepe, no sólo era mi amigo, sino un hombre en cuyo juicio sensato yo confiaba desde que había aparecido en las tumultuosas asambleas sindicales de la UNAM, todavía lleno de espinillas, y ponía orden y concierto con mesuradas palabras. No entendía por qué debíamos enfilar baterías contra él. ¿No era la imposición sexenal de regente priista el enemigo a vencer? Ese mismo día me llamó Elena y pidió hablar conmigo. Me había leído. Llegó a mi casa e hizo este asombroso relato: que había aceptado el honor, pero sin saber qué decir; y al comentar esa inquietud con Pablo Gómez, éste le había sugerido como tema el artículo de Woldenberg, donde sostenía que los ciudadanos no pensamos.
Le pregunté si había leído el texto. No, no lo había leído. “Y escribiste esa catilinaria, Elena… ¿sin leer a Pepe?” Que Pablo se lo había platicado. “Pues te lo cuento yo: dice Woldenberg, y estoy de acuerdo, que nadie tiene derecho a hablar a nombre del pueblo o de los ciudadanos, porque hay ciudadanos que piensan de una forma, ciudadanos que piensan de otra… Luego remata con un chiste facilón: Y algunos ni siquiera piensan.” Que Pablo no se lo había contado así. Le mostré el diario. Elena se veía muy afligida. Se dijo “soy muy tonta” varias veces y se recriminó por meterse en lo que no conocía. Me pidió el teléfono de Woldenberg. “Quiero llamarlo para disculparme.” Respondí que la ofensa había sido pública y la disculpa, en mi opinión, también debía serlo. Estuvo de acuerdo y se despidió.
Llamé a Pepe: “Elena Poniatowska se acaba de ir, iba muy compungida por lo que dijo de ti y te llamará pronto, además escribirá algo al respecto”. Pasaron semanas, años. Jamás lo llamó. Mucho menos escribió la disculpa que Pepe merecía.
El ciego guiando a tuertos
El caso de Elena explica, en cierta medida, el rumbo extraviado de los intelectuales mexicanos. Hubo ciegos de amor guiando a tuertos que no querían ver. Se volcaron a la defensa de un proyecto que claramente era la restauración del viejo PRI anterior a Salinas, el paleoPRI. Punto por punto, la oferta de López Obrador estuvo calcada de la práctica de Luis Echeverría. No vieron la elección de Estado ocurrida en el DF: todo el aparato de gobierno fue puesto al servicio de las candidaturas del PRD, no con alusiones más o menos veladas, como las de Fox, sino con dinero público, equipo material y humano, desde burócratas hasta las organizaciones controladas por Bejarano y Padierna. No cambiaron de opinión cuando las obras mayores del gobierno del DF, entregadas sin concurso, vieron sus costos protegidos por un secreto de diez años, ni cuando la Comisión de Transparencia del DF renunció en pleno y la capital se transformó en la única entidad federativa sin transparencia. Cero transparencia. Como Luis Echeverría, su maestro en política priista, López Obrador supo atraerse las simpatías de muchos intelectuales. ¿Cómo lo consiguió? La retórica de López Obrador padece tal orfandad en las ideas que sirve en marchas y mítines, pero no explica su éxito entre una buena parte de los intelectuales. Se entiende sólo a partir de la presencia de voces que, como un espejismo, oculta arenas secas bajo agua inexistente: así cubrieron la penuria de ideas.
Retazos y saldos
Para hacer ese trabajo de espejismo, fue necesario hacerse un traje con los retazos que la izquierda exitosa ha tirado a la basura. Y para descubrir esa retacería barata hay que ir de nuevo a los libros de estos intelectuales, leerlos sin amor viejo, sin piedad. Leer: “Son muchos los jóvenes que tienen noticia de los ejércitos libertadores en Guatemala, en El Salvador, en Nicaragua, y están dispuestos a vivir la experiencia de la revolución.” Dicho por quien narra, no por un personaje con ese pensamiento; leer y buscar en fuentes de la época lo que hacían esos “ejércitos libertadores”. No era material de difícil acceso: se podía hallar en Plural.
A la vuelta de veinte años hemos visto que los hechos no eran de derecha ni de izquierda, sólo eran. Y ahí están ahora los resultados: Nicaragua se deshizo de sandinistas a la primera oportunidad de elecciones libres, El Salvador no se ha repuesto de su guerra civil, Guatemala fue a dar a Guatepior muchos años. Pero ésos son los retazos que hacen reconocible el traje de izquierdista. Hacer suyos a estos personajes, estos símbolos, fue el mayor triunfo mediático de López Obrador. ¿Cómo lo consiguió? Quizá porque son retazos hechos de la sustancia de la utopía, del sueño compartido. Es difícil despertar del sueño socialista y descubrir que estuvimos defendiendo una pesadilla. Y que lo hicimos por fe, por aceptación del dogma, contra evidencias. Nos seguimos preguntando cómo fue posible que el mundo no viera Auschwitz. Es más fácil entenderlo si observamos que en estos días se sigue celebrando el 26 de julio.
La caída del muro de Berlín, de la Unión Soviética y de los regímenes satélites fue el robo de un sueño, un fantasma de orfandad recorrió el mundo de las izquierdas. Pero en sólo un lustro nuestros intelectuales revivieron su vieja utopía juvenil con el levantamiento del EZLN. Luego le vieron las fisuras, salió el cobre. Y se aferraron a otra: el rayo de esperanza de López Obrador, que tiene todos los rasgos apetecidos. O los tenía hasta que acusó hasta a sus propios representantes de casilla de haberse corrompido. No dejó títere con cabeza. Al parecer, como dice Serge Moscovici, psicólogo social rumano-francés, los hombres no podemos vivir bajo un cielo vacío. Ni siendo intelectual. ~