Ilustración: Luis Pombo

“Conocí a un tal Revueltas que hizo esto y esto y esto”

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La primera vez que lo vi fue cuando lo llevó Roberto Escudero a la Facultad de Filosofía y Letras en 1968. Yo estudiaba Psicología, entonces parte de esa facultad. No me gustó nada que lo llevara; no tuve buena relación con Revueltas. Era miembro de la Coalición de Artistas e Intelectuales que agrupaba a escritores, pintores, actores, directores de teatro afines al movimiento del 68, pero no permaneció allí. Cuando Escudero lo llevó para que se quedara en Filosofía, le dimos un cubículo –quizás el de Xirau–. Revueltas pidió una máquina de escribir y un altero de papeles. Todo el día se la pasaba escribiendo, bebiendo y fumando. Yo me preguntaba: “¿Por qué tenemos dentro de la facultad y haciendo guardias nocturnas, donde está prohibido beber, a un señor, a la mitad de su cincuentena, que se la pasa bebiendo?” El problema no era menor: dile a un señor treinta y tantos años más grande –que además es una gloria de México y una gloria de la izquierda– que no puede beber. Por supuesto que te manda al carajo.

Otra de las cosas que hacía Revueltas era citar cada tres o cuatro días a una reunión ampliada con alumnos de Economía, Ciencias Políticas, Chapingo y algunos de Derecho –es decir los buenos, los que éramos auténticamente de izquierda– para leernos cuartillas de algo que llamaba “democracia cognoscitiva”: un sistema de gobierno basado en Kant, Bujarin, Engels, Marx y, sobre todo, Hegel. Yo no entendía un carajo, aunque otros asistentes decían que era muy bueno.

En casa de Selma Beraud, actriz del teatro universitario, nos quedábamos en ocasiones a dormir en el suelo alfombrado. Una noche, después de la tercera botella de vodka, Pepe contó una historia maravillosa, alucinante, sobre cómo los ángeles bajan a la Tierra y hacen esto y hacen lo otro, pero los tratan muy mal y regresan al Cielo. A su vuelta, esos ángeles llegan diciendo: “Señor Dios, conocí a un tal José Revueltas que me hizo esto y esto y esto. Fue precioso.” Otras veces tenía simples ocurrencias. En una, mientras se acariciaba su larga barba al estilo Hồ Chí Minh, nos propuso: “¿Por qué no echamos en todas las fuentes del Distrito Federal polvo de anilina roja para que la Diana y otros monumentos parezcan bañados en sangre?” Nunca lo hicimos porque nadie fue a comprar anilina roja, pero así eran las propuestas de José Revueltas. ¿Quién le iba a decir que no?

Luego Pepe nos hizo otra: en lugar de ir a leer sus trabajos de “democracia cognoscitiva” a Eli de Gortari, Heberto Castillo y otros de su nivel, quiso leer frente a quienes conducíamos el movimiento, que para él eran “los que importaban”. “Quiero hablar ante el cnh (Consejo Nacional de Huelga)”, nos dijo. No se podía, tenía que haber ido a la Coalición de Intelectuales, pero Roberto Escudero y yo hicimos el papelón de pedirles a los compañeros del cnh que, por favor, aceptaran una ponencia del “gran José Revueltas”. El 99 por ciento de los miembros del cnh no había oído ni el nombre, pero insistimos en que se trataba de alguien de mucho peso. Se votó que hablara. Mientras se jalaba sus barbas, Revueltas empezó a leer algo acerca de Hegel y la dialéctica y quién sabe qué más. Al minuto empezaron los gritos: “¡Cállate, barbas de chivo!”, “¡Abajo!” Se armó un gran revuelo y lo corrieron. Roberto y yo quedamos muy apenados de que hubiesen tratado tan mal a nuestro invitado de honor.

Pero nos hizo otra peor. En Paracho, Michoacán, nos dijo Pepe, además de guitarras y violines, hacían unas metralletas, que él llamaba anchetas: “Deberíamos ir comprando ya algunas”, comentó, para la revolución basada en la democracia cognoscitiva. Un comando subversivo salió con una lana –de lo que recogíamos en las manifestaciones– a comprar dos metralletas calibre 22, para enfrentar ¿a quién?, ¿al ejército mexicano?, ¿a la policía? Se fueron dos coches y regresaron con las anchetas y, por supuesto, las recibimos en casa de Selma Beraud. Yo tomé una de las anchetas y le empecé a mover por acá y por allá, cuando de repente saltó un resorte por un lado y nunca más supe dónde iba. No la pudimos armar y, de dos anchetas, solo nos quedó una.

 

 

 

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