La literatura tiene un sistema de pesos y medidas diametralmente opuesto a las leyes de la física: las novelas "ligeras" por lo común rebasan las quinientas páginas, pero sus voraces lectores retroceden con horror ante un "pesado" poema que puede condensar el infinito en media cuartilla. El cuento se sitúa a medio camino entre los dos extremos: no puede tener la concentración de un poema ni la longitud de una novela, pero aspira a reunir lo mejor de ambos géneros. Por su brevedad, el cuento debería ser el género favorito de la gente con poco tiempo para leer. Sin embargo, los ejecutivos saturados de trabajo siempre llevan a la playa o al avión novelas voluminosas, porque, en realidad, los hábitos de lectura no dependen tanto del tiempo dedicado a los libros sino del esfuerzo mental requerido por cada género. La novela convencional es una alberca de agua tibia donde la imaginación del lector sólo trabaja en la primera zambullida y luego nada de muertito con ayuda del salvavidas que le proporciona el autor. Por el contrario, los libros de cuentos exigen renovar el esfuerzo imaginativo al inicio de cada relato, romper la identificación alcanzada con un personaje y caminar a oscuras en un mundo desconocido. La novela es una casa hecha, el cuento sólo ofrece los planos para construirla. Pero la recompensa para el lector que entra y sale de diferentes ficciones, sin rehuir el desafío intelectual de situarse en un nuevo contexto, es el descubrimiento de una realidad velada por los telones de la conciencia, pues, como ha observado Ricardo Piglia: "El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto, reproduce la búsqueda de una experiencia siempre renovada que nos permita ver una verdad secreta bajo la superficie opaca de la vida".
Vivimos en una época en que la gente sólo busca distraerse de sus propias distracciones, como decía Eliot. Fijar la atención en algo se considera ya una proeza: de ahí la resistencia de muchos lectores a cambiar varias veces su foco de atención en un mismo libro. Maleducados por la industria del entretenimiento, muy pocos adultos pueden combinar el placer de la evasión con la gimnasia del intelecto. Para superar esa atrofia necesitarían quizá la agilidad mental de los niños, que no han perdido el gusto por los cuentos a pesar de su adicción televisiva. Los cuentos infantiles tienen todavía un mercado considerable, mientras que los cuentos para adultos se han convertido en la secreta pasión de una minoría cada vez más exigua. Incluso en los países más cultos de Europa, las editoriales rechazan a ciegas los libros de cuentos, a menos que sus autores hayan publicado previamente novelas de éxito. Gracias a esta política editorial discriminatoria y zafia, un género popular por antonomasia, que desde los albores de la civilización se transmitió de boca en boca sin necesidad de pulmones artificiales, ha ingresado ya, junto con la poesía y el ensayo, en el santuario de las especies literarias protegidas, que por falta de público no podrían sobrevivir sin el mecenazgo estatal o privado.
Para quienes creen que la literatura es el monopolio de una casta divina encargada de escribir, leer y premiar sus textos sin la interferencia de ningún plebeyo, la transformación del cuento en un género minoritario será sin duda un motivo de júbilo. Pero quienes pensamos que los géneros literarios se nutren del diálogo con el lector común, y en su ausencia pierden vigor (porque la literatura de escritores para escritores es una especie de dictadura sin fiscalización de la sociedad, solapadora de incontables fraudes), la caída del cuento en las catacumbas de lo exquisito es una desgracia. Cuando un escritor depende de otro escritor para obtener prestigio es inevitable la formación de mafias, como ha ocurrido con los géneros literarios de acceso más restringido. Por eso es importante aplaudir a las editoriales que reman contra la corriente y luchan por ampliar el mercado del cuento en condiciones adversas, a sabiendas de que su aventura les puede reportar pérdidas económicas. En México, el principal esfuerzo en este sentido lo viene realizando la editorial Planeta, que de 1999 a la fecha edita anualmente una antología de Los mejores cuentos mexicanos publicados durante el año anterior en revistas y suplementos. Cuando este artículo aparezca ya estará en librerías el último volumen de la serie, con prólogo y selección de Bárbara Jacobs. Las antologías de Planeta, donde los autores reconocidos alternan con los nuevos valores del género, pueden estimular a los cuentistas jóvenes de una manera más eficaz que los premios de cuento instituidos por el Conaculta, que la propia burocracia cultural ha desprestigiado hasta la invisibilidad.
Pero sin duda, el más beneficiado con estos recuentos anuales de la cuentística nacional es el público lector interesado en conocer a fondo la narrativa mexicana contemporánea. Cada año, las novelas exitosas acaparan los reflectores y los mejores lugares de las librerías, pero la experiencia demuestra que a la larga las obras más perdurables resultan ser relatos extraviados en revistas clandestinas. En las últimas décadas, la nómina de cuentistas notables supera con mucho a la de novelistas sobresalientes, no sólo en México, sino en toda Latinoamérica. De manera que los lectores constreñidos a la novela por desinformación o pereza se están perdiendo los manjares más suculentos de un banquete donde tienen reservada la silla de honor. –
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.