Estampas de la revoluciĆ³n libia

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 La revoluciĆ³n ha llegado al puesto fronterizo de Amsaad, donde los funcionarios malencarados han dejado paso a voluntarios risueƱos que sujetan el kalashnikov con impericia y descuido, como si fuera un inocuo paraguas. El instinto de supervivencia invita a esquivar el caĆ±Ć³n del AK-47, que baila peligrosamente al ritmo de las palabras de bienvenida. Apenas miran el pasaporte. La nueva Libia no pide visa a nadie, se abre al mundo, mientras la vieja Libia, la del coronel Muamar Gadafi, se cierra cada dĆ­a mĆ”s. AquĆ­, en la frontera con Egipto, el extranjero es un aliado, un amigo. AllĆ”, en TrĆ­poli, mil seiscientos kilĆ³metros al oeste, se le ve como el agresor y el responsable de la particiĆ³n del paĆ­s entre el oriente rebelde y el occidente aĆŗn bajo el yugo gadafista. Y si el visitante es francĆ©s, entonces estallan los aplausos y los vivas a Nicolas Sarkozy, el hombre mĆ”s popular aquĆ­ y el mĆ”s odiado allĆ”. Al presidente francĆ©s le agradecen su papel decisivo en el bombardeo aĆ©reo, el 19 de marzo, contra las tropas del dictador enloquecido, que se disponĆ­a a descargar su furia criminal sobre la poblaciĆ³n de Benghazi, la capital de la rebeliĆ³n.

Hace setenta aƱos, miles de soldados europeos murieron en esas tierras inhĆ³spitas del desierto del Sahara que bordean el mar MediterrĆ”neo. Libia era entonces una colonia italiana y un frente estratĆ©gico de la Segunda Guerra Mundial. BritĆ”nicos, franceses, polacos, australianos y reclutas de otras nacionalidades se enfrentaron al Afrika Korps del mariscal alemĆ”n Erwin Rommel, que habĆ­a desplegado sus divisiones blindadas para respaldar a las tropas italianas. Muchos dejaron sus huesos en ese secarral, especialmente los alemanes, que perdieron siete mil hombres. Cuatro cementerios lo recuerdan en la periferia de Tobruk, la primera ciudad despuĆ©s de la frontera con Egipto.

En 1941 y 1942, los libios fueron simples espectadores de un conflicto que les era ajeno. Hoy, sus nietos son los protagonistas de una rebeliĆ³n contra una dictadura de cuarenta y dos aƱos, y les toca poner los muertos. Entre diez mil y quince mil, segĆŗn Naciones Unidas, desde las primeras escaramuzas a mediados de febrero, cuando las milicias de Gadafi empezaron a disparar contra los manifestantes que exigĆ­an libertad y democracia. Hubo vĆ­ctimas en todo el paĆ­s, tanto en TrĆ­poli como en Benghazi. En Tobruk, “todo fue muy rĆ”pido”, cuenta Bubaker Alzaki, un empresario de la construcciĆ³n que actĆŗa como portavoz del consejo local de transiciĆ³n, el Ć³rgano creado para sustituir provisionalmente a las anteriores autoridades municipales.

“El 18 de febrero, despuĆ©s del rezo, la policĆ­a disparĆ³ contra la gente concentrada ante la mezquita. Hubo cuatro muertos, mi socio entre ellos, y 45 heridos. Luego, con el apoyo de algunos policĆ­as que no estaban de acuerdo con la represiĆ³n, la poblaciĆ³n atacĆ³ los edificios de la seguridad del Estado. Hemos detenido a unos cincuenta gadafistas, pero muchos otros han logrado huir hacia Egipto o estĆ”n en la clandestinidad, a la espera de las Ć³rdenes de TrĆ­poli para cometer atentados.” Un comitĆ© militar se encarga de buscar a esos quintacolumnistas, como llaman aquĆ­ al enemigo interior. “Cada dĆ­a caen varios, con armas, telĆ©fonos satelitales o mapas sospechosos. A veces usan a mujeres porque llevan ropa amplia y no se les puede revisar.”

Bubaker Alzaki recibe en la sede regional de Libyan Airlines, que cerrĆ³ despuĆ©s de que la resoluciĆ³n 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas prohibiera los vuelos sobre el territorio libio, con excepciĆ³n de los de la OTAN.

A la entrada de las oficinas ha sido colocada una alfombrilla con el retrato de Gadafi en uniforme de gala, para que los visitantes se limpien los zapatos en la cara del dictador. Esta escena se repite en todas las ciudades liberadas, donde otro sƭmbolo del rƩgimen, la bandera verde, ha sido sustituida por la enseƱa roja, negra y verde de la monarquƭa, derrocada por Gadafi en 1969.

Tobruk estĆ” aletargada, a la espera de los acontecimientos polĆ­ticos y militares en el resto del paĆ­s. Las escuelas siguen cerradas y no reanudarĆ”n los cursos antes de septiembre. El puerto, que solĆ­a recibir entre diez y veinte barcos mercantes al mes, estĆ” vacĆ­o. Las navieras no quieren arriesgarse y no estĆ”n dispuestas tampoco a pagar las primas de guerra que exigen las aseguradoras. La exportaciĆ³n petrolera estĆ” suspendida desde que las tropas de Gadafi atacaron la subestaciĆ³n del oleoducto conectado con los yacimientos de Sarir, unos quinientos kilĆ³metros al sur de Tobruk. Como consecuencia, la refinerĆ­a, que producĆ­a diesel y combustible industrial para el mercado local, ha suspendido sus actividades. Y no podrĆ” reanudarlas mientras no vuelvan los trabajadores extranjeros, que han huido despavoridos a sus paĆ­ses de origen.

Como los emiratos petroleros de la penĆ­nsula arĆ”biga, Libia depende de la mano de obra forĆ”nea para hacer funcionar su economĆ­a. El paĆ­s, casi tan grande como MĆ©xico y con un 95% de territorio desĆ©rtico, alberga menos de seis millones de habitantes autĆ³ctonos y unos 2.5 millones de inmigrantes. Los egipcios representan el 60% de esos trabajadores y, desde que se han ido, casi no hay producciĆ³n agrĆ­cola, pesquera o industrial. Las enfermeras son filipinas, la recolecciĆ³n de la basura depende de los subsaharianos, los servicios y los comercios contratan a expatriados de Bangladesh o PakistĆ”n; los marroquĆ­es y los tunecinos estĆ”n por todas partes.

 

QuizĆ” por eso tardaron tanto en limpiar las huellas de los disturbios en el centro de Tobruk. En la primera semana de mayo, dos meses despuĆ©s de los enfrentamientos, la “plaza de la LiberaciĆ³n” latĆ­a cada noche al ritmo de la revoluciĆ³n. AquĆ­ llegaban todos, jĆ³venes y familias enteras, para darse Ć”nimo y escuchar las noticias del dĆ­a sobre lo que ocurrĆ­a en el resto del paĆ­s. Rezaban, tomaban el tĆ©, gritaban consignas contra la dictadura y a favor de la democracia, como lo siguen haciendo las otras ciudades liberadas: Derna, Al-Bayda o Benghazi. A mediados de junio, la plaza estaba limpia y mucho menos animada. La gente de Tobruk se ha instalado en la espera, pero sin perder la ilusiĆ³n por el cambio que ha empezado a disfrutar. Para Hassan, de veintitrĆ©s aƱos, el solo hecho de poder hablar de todo sin temor es un gran paso adelante. No se lo piensa dos veces: cierra su tienda de cosmĆ©ticos para conversar con el extranjero de paso e invitarle a cenar en un pequeƱo restaurante donde se reĆŗne la juventud local. Y no hay manera de pagar la cuenta. Merci, Sarkozy!

Cuando quiso descalificar a sus opositores ante Europa y Estados Unidos, Muamar Gadafi los vinculĆ³ con Al Qaeda y les atribuyĆ³ la intenciĆ³n de crear un “emirato islĆ”mico” en la Cirenaica, la mitad oriental de Libia.

Para dar mĆ”s credibilidad a sus acusaciones, seƱalĆ³ a la ciudad de Derna, conocida por todos los servicios secretos del mundo como la cuna del islamismo radical libio. En esa poblaciĆ³n de casi cien mil habitantes, entre Tobruk y Benghazi, un grupo armado se rebelĆ³ contra el rĆ©gimen de Gadafi en los aƱos noventa. La represiĆ³n fue feroz y cientos de militantes acabaron en la siniestra cĆ”rcel de Abu Salim, en TrĆ­poli, donde fueron masacrados en 1996.

Los que escaparon a las redadas del EjĆ©rcito fundaron el Grupo Islamista Combatiente Libio (GICL), que se unirĆ­a mĆ”s adelante a la organizaciĆ³n de Osama bin Laden. Lucharon en AfganistĆ”n y en Iraq. Incluso, segĆŗn un archivo descubierto en 2007 por el EjĆ©rcito estadounidense, el grupo mĆ”s numeroso de combatientes extranjeros en Iraq provenĆ­a de Derna. Gadafi no iba a desaprovechar semejante historial para construir su propaganda y agitar el espantajo del terrorismo islamista.

Es cierto que varios yihadistas participan a la actual rebeliĆ³n contra la dictadura. Son, ademĆ”s, los Ćŗnicos con una verdadera experiencia militar, a diferencia de todos esos shabab (muchachos) que se van al frente como se va a un partido de futbol y mueren como moscas. Dos personajes llaman especialmente la atenciĆ³n: Abu Sufian bin Qumu y Abdel-Hakim al-Hasidi. Ambos combatieron con los talibanes y Bin Laden en AfganistĆ”n. El primero se hizo famoso en su paĆ­s por haber pasado varios aƱos en la cĆ”rcel de GuantĆ”namo, antes de ser entregado a Libia en 2007 y amnistiado por Gadafi. El segundo es, sin embargo, mucho mĆ”s relevante y dirige ahora un grupo de trescientos combatientes, la Brigada de los MĆ”rtires de Abu Salim.

 

A mediados de mayo, Al-Hasidi habĆ­a vuelto a Derna para descansar y atender a sus tres esposas y nueve hijos. “Cada una vive en una casa diferente, para evitar las peleas. Dividir para reinar, ese es mi lema”, dice con picardĆ­a. El hombre se ha relajado un poco en el transcurso de la conversaciĆ³n en la residencia de un amigo, que sirve tĆ© y galletas. La muerte de Bin Laden, unos dĆ­as antes a manos de un comando estadounidense en PakistĆ”n, le hacĆ­a temer que la entrevista fuera sobre sus relaciones con el jefe de Al Qaeda. No querĆ­a hablar del tema.

En cambio, Al-Hasidi no pone ninguna pega para contar su vida. NaciĆ³ en Derna en 1966, no terminĆ³ sus estudios de historia y geografĆ­a, pero sĆ­ pudo enseƱar esas materias en un colegio. EstudiĆ³ tambiĆ©n la sharĆ­a (ley islĆ”mica) y se dedicĆ³ a escribir poemas con mensajes polĆ­ticos a favor de “un verdadero cambio en Libia”. En 1995, huyĆ³ cuando la policĆ­a detuvo a sus amigos. SudĆ”n, Egipto, TurquĆ­a, Siria y, finalmente, AfganistĆ”n, donde llegĆ³ en 1997 y se puso al servicio de los talibanes para combatir a las tropas del carismĆ”tico Ahmad Shah Massoud. AllĆ­, se casĆ³ con su tercera mujer, una afgana. DespuĆ©s del 11 de septiembre de 2001 y de las represalias de Washington contra Kabul, se escapĆ³ a PakistĆ”n, donde fue detenido por las autoridades locales, que lo entregaron a Estados Unidos.

“Me investigaron durante dos meses y se dieron cuenta de que yo no pertenecĆ­a a Al Qaeda y tampoco al GICL.

En octubre de 2002, me devolvieron a Libia con otros compatriotas, y nos dejaron libres. Y aquĆ­ estoy ahora, luchando en mi propio paĆ­s para acabar con esa dictadura y construir un Estado civilizado, abierto, constitucional y que respete la libertad de expresiĆ³n. Eso sĆ­, dentro de la ley islĆ”mica.” Se muestra tranquilizador: “AfganistĆ”n no serĆ” nuestro modelo y tendremos elecciones.” Y ¿quĆ© opina del apoyo de Estados Unidos a la revoluciĆ³n? “Mientras no pisen nuestro territorio, aceptaremos su ayuda. De lo contrario, serĆ”n nuestros enemigos y los combatiremos.”

 

La llamada del muecĆ­n interrumpe la entrevista. Al-Hasidi respeta escrupulosamente los cinco rezos diarios y se despide con prisa.
¿QuĆ© harĆ”n Al-Hasidi y los suyos si un dĆ­a llegan a tener influencia en el gobierno? ¿Se comportarĆ”n como sus amigos talibanes o aceptarĆ”n el pluralismo que anhelan hoy los libios? “Es un falso debate”, asegura Bushiha, un catedrĆ”tico de Derna que oficia de traductor. “AquĆ­ la gente es muy religiosa, y me incluyo, pero los fanĆ”ticos son una minorĆ­a Ć­nfima, unos quinientos, o quizĆ” mil, y no tienen poder.” Para disipar cualquier ambigĆ¼edad, una brigada de universitarios ha pintado, en grandes letras rojas y negras sobre fondo blanco, una serie de lemas en las paredes de la principal avenida de Derna. Redactados en perfecto inglĆ©s y francĆ©s, esos mensajes estĆ”n dirigidos a la comunidad internacional para desmentir las acusaciones de Gadafi. “We are freedom fighters, not terrorists”, “Oui pour la Constitution”, “Yes to pluralism”, “No to Qaeda”.

Todas las tardes, y hasta muy avanzada la noche, las fuerzas vivas de la ciudad portuaria se reĆŗnen frente a la gran mezquita de Sahaba, alrededor de una tarima y una pantalla gigante. Estudiantes, mĆ©dicos, empleados, comerciantes o expolicĆ­as locales que se unieron a la revoluciĆ³n comparten las Ćŗltimas noticias del frente, hablan de los muertos que siguen llegando o visitan por enĆ©sima vez el museo de los horrores. Ese gran salĆ³n pegado a la mezquita estĆ” dedicado a los mĆ”rtires –combatientes y civiles– que han perdido la vida desde febrero. En una de las paredes, estĆ”n expuestas decenas de fotos encontradas en los archivos de la Seguridad del Estado, que no tuvo tiempo para destruir las pruebas de sus crĆ­menes: son los cuerpos torturados de vĆ­ctimas de la dictadura.

Han pasado cuatro meses desde que los libios decidieron, sorpresivamente, seguir los pasos de sus vecinos tunecinos y egipcios. Nadie, empezando por el propio Gadafi, se lo esperaba. El rĆ©gimen de TrĆ­poli era uno de los mĆ”s sĆ³lidos en la regiĆ³n. Gracias al petrĆ³leo, el paĆ­s gozaba de indicadores socioeconĆ³micos muy superiores al resto de Ɓfrica. Como en Cuba, el GuĆ­a de la RevoluciĆ³n era infalible y nadie podĆ­a sustituirlo. A partir de 2003, la dictadura habĆ­a abierto un poco el puƱo para recomponer su relaciĆ³n con la comunidad internacional, que le habĆ­a aplicado duras sanciones por su participaciĆ³n en la voladura de dos aviones de pasajeros en los aƱos noventa. En el plano interno, el coronel Gadafi habĆ­a encomendado a uno de sus hijos, Saif al-Islam, la tarea de convencer a los empresarios privados de que invirtieran de nuevo en un paĆ­s que aƱos antes habĆ­a nacionalizado todos los sectores econĆ³micos, pequeƱo comercio incluido.

Muchos polĆ­ticos occidentales celebraron el nuevo discurso del dictador.

El sociĆ³logo britĆ”nico Anthony Giddens, teĆ³rico de la “tercera vĆ­a”, que propone una fusiĆ³n del capitalismo y del socialismo, llegĆ³ a pronosticar hace apenas cuatro aƱos que “Libia, un paĆ­s pequeƱo con una enorme riqueza petrolĆ­fera, podrĆ­a observar el ejemplo de Noruega como una especie de modelo para su futuro”. (Hoy, Noruega contribuye con la OTAN a bombardear los bĆŗnkers donde se esconden Gadafi y sus hijos.)

 

Y, de repente, llegĆ³ la revoluciĆ³n.

Todo empezĆ³ con un incidente intrascendente en una sociedad donde los abusos de poder por parte de las autoridades son la norma. El 15 de febrero fue detenido en Benghazi Fathi Turbel, el abogado de los familiares de las vĆ­ctimas de la matanza de la cĆ”rcel de Abu Salim. Fue la chispa que incendiĆ³ la pradera. Las primeras manifestaciones se sucedieron en esa ciudad, siempre rebelde y castigada por Gadafi durante dĆ©cadas. Turbel fue liberado, pero las protestas callejeras arreciaron.

“Mi hijo Munir, de veinte aƱos, era estudiante de economĆ­a en la universidad Gar Yunes, y lo mataron”, cuenta Majdoub al-Majdoub, un ingeniero elĆ©ctrico formado en Francia en los aƱos setenta. “RecibiĆ³ un balazo en la nuca cuando participaba en la toma de la katiba (cuartel) el 20 de febrero. Al principio nadie tenĆ­a armas, solo piedras y palos, pero los soldados les disparaban con armas pesadas, ametralladoras. AhĆ­ hubo gente muy valiente. Se lanzaron con coches y camiones para derribar los muros del cuartel. Muchos murieron.”

El asalto a la katiba fue una gran hazaƱa popular, equiparable en tĆ©rminos simbĆ³licos a la toma de la Bastilla al inicio de la RevoluciĆ³n francesa o a la caĆ­da del Muro de BerlĆ­n, en 1989. Y, como ocurriĆ³ en ParĆ­s en 1789, la poblaciĆ³n destruyĆ³ muro por muro, piedra por piedra, esa enorme verruga que infundĆ­a tanto miedo. Nada de eso hubiera sido posible sin la decisiĆ³n del general Abdel Fatah Yunes de pasarse al otro lado con sus tropas especiales (ese militar, que fue leal a Gadafi toda su vida, dirige ahora las fuerzas rebeldes), pero el imaginario popular solo recuerda el sacrificio de esos jĆ³venes que desencadenaron la revoluciĆ³n.

Gadafi prometiĆ³ vengar la afrenta, pero no pudo. La intervenciĆ³n de los aviones de la OTAN, un mes despuĆ©s, impidiĆ³ que sus tropas arrasaran Benghazi. Todo el este de Libia ha pasado bajo la jurisdicciĆ³n del Consejo Nacional de TransiciĆ³n, instalado en la capital rebelde y reconocido oficialmente por una quincena de gobiernos extranjeros. La guerra sigue, en cambio, en la parte occidental del paĆ­s, donde los insurrectos intentan avanzar, con muchas dificultades, hacia TrĆ­poli. Ha quedado claro que ninguna de las partes puede derrotar a la otra, pero la OTAN sigue machacando las instalaciones estratĆ©gicas de la capital, quizĆ” con la esperanza de que el dictador perezca bajo los escombros.

Mientras la poblaciĆ³n de TrĆ­poli vive al ritmo de los bombardeos aĆ©reos y de las penurias, Benghazi es una fiesta permanente.

A la puesta del sol, cientos de familias caminan hacia el malecĆ³n, donde una gran pantalla trasmite las noticias de Al Yazira, la cadena satelital de Qatar, totalmente volcada a favor de las revoluciones Ć”rabes. DespuĆ©s del rezo, empiezan los discursos polĆ­ticos. Varias instituciones, las universidades, las asociaciones de vĆ­ctimas o el club de futbol local estĆ”n acampados en grandes jaimas. Una inmensa bandera de Estados Unidos cubre una de las carpas, donde algunos hombres toman el tĆ©. Amin Werfalli no esconde su impaciencia. “Hace casi tres meses que estamos aquĆ­ y no veo el final”, dice ese empresario, que exportaba pintura a China y tuvo que cerrar su negocio. “Estoy viendo muchos arribistas en el CNT (Consejo Nacional de TransiciĆ³n), gente que estaba con Gadafi y otros que hasta ayer vivĆ­an en el extranjero, donde tienen sus negocios y donde pueden volver si las cosas no se resuelven aquĆ­.”

Amin es una de las pocas voces crĆ­ticas con las autoridades rebeldes. Le contesta Mohamed Saad Ambarek, rector de la Universidad MĆ©dica Internacional. “Hay que ver de dĆ³nde venimos. Lo que ocurre ahora puede parecer caĆ³tico, pero para mĆ­ es milagroso. No tenĆ­amos experiencia polĆ­tica ni instituciones. Todo el mundo estaba vinculado al rĆ©gimen de una forma u otra. Y, a pesar de todo, hemos logrado un buen resultado. Esta revoluciĆ³n nunca se planeĆ³. HabĆ­a que llenar el vacĆ­o de poder y la gente se agrupĆ³ en consejos locales que escogieron a personas de trayectorias honestas y reconocidas.”

Medio centenar de representantes integran el CNT, que actĆŗa como un parlamento interino y ha designado un comitĆ© ejecutivo de diecisiete ministros. “Somos tecnĆ³cratas, buscamos soluciones a los problemas y no tenemos un sesgo polĆ­tico”, dice AtĆ­a Lawgali, que ocupa la cartera de Cultura y Sociedad Civil. “Estamos ante un triple desafĆ­o: la guerra, que es el frente prioritario; la atenciĆ³n a la poblaciĆ³n, en tĆ©rminos de servicios bĆ”sicos (agua, alimentos, electricidad, seguridad), y el futuro.”

Y ese futuro democrĆ”tico no serĆ” sencillo de construir para la clase ilustrada – acadĆ©micos, mĆ©dicos, ingenieros, abogados, jueces– que ha tomado las riendas de la revoluciĆ³n y debe improvisar sobre la marcha. Pero, por lo pronto, se ha dado una ruptura radical en el pensamiento. El individuo ha empezado a hablar por sĆ­ mismo, sin repetir los viejos tĆ³picos del discurso oficial sobre el nacionalismo Ć”rabe o el imperialismo. El sĆ­mbolo de esa ruptura fueron las hogueras donde ardieron miles de ejemplares del infumable Libro Verde del GuĆ­a de la RevoluciĆ³n. Al igual que sus vecinos Ć”rabes, los libios quieren hablar de los problemas reales, no de ideologĆ­a. Aspiran a una buena educaciĆ³n, a la libertad econĆ³mica, a la participaciĆ³n polĆ­tica.

 

“Durante 42 aƱos nunca nadie escribiĆ³ la verdad. Ahora la legitimidad estĆ” del lado de la juventud y, por primera vez, nos estamos expresando con total libertad”, dice Zouheir al-Barassi, el director del nuevo canal de televisiĆ³n Al-Hurra. Los jĆ³venes han sido la punta de lanza de la revuelta, estĆ”n poniendo los muertos en los frentes de guerra y son los que aportan la frescura en paĆ­ses donde la lengua de madera era de plomo hasta ahora. ~

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(TĆ”nger, Marruecos, 1950) es periodista. Fue corresponsal de Le Monde en MĆ©xico. Es coautor de ĀæQuiĆ©n matĆ³ al obispo? (Ediciones MartĆ­nez Roca, 2005).


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