“Esto está contado malamente”, sentencia, lapidario, el de la voz, en autocrítica a su sinopsis de Intriga internacional. “Verlo como lo ha hecho Hitchcock en el cine es la diferencia entre la palabra ruda y el delicado arte de las imágenes.” ¿Ruda la palabra? ¿Superior la imagen en su capacidad narrativa? Esto no suena a discurso de escritor. Suena, sí, a autoinmolación de crítico de cine, ya sólo porque los críticos suelen no ser sino cineastas frustrados, y acaso estén ahí para probarlo Godard, Truffaut y toda su bande à part que, no bien tuvieron la oportunidad de filmar, dijeron si-te-he-visto-no-me-acuerdo a sus otrora tan caros Cahiers du Cinéma.
He aquí, sin embargo, que el de la voz no es un mero crítico. Se oculta, sí, tras el disfraz de uno (G. Caín, el faux frère que firmara sus reseñas en la revista Carteles y en el periódico Lunas de Revolución de esa mítica Habana de finales de los cincuenta), pero, apenas cae la máscara, aparece aun si en glorioso Technicolor y breathtaking Cinemascope el escritor. El Premio Cervantes (para los esnobs literarios). El Novelista (para los que se empeñan en clasificar sus libros, a todas luces inclasificables). El cauto cultor del lenguaje lírico, de la frase florida, del pun prodigioso (para sus admiradores devotos, que no aspiramos sino a parodiarlo, torpes y turbios y tontos de tanta tórrida aliteración). Aparece, en fin y por fin, Guillermo Cabrera Infante.
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“Quizá su mayor originalidad fue transformar la crítica de cine en un nuevo género literario”, dijo de él Mario Vargas Llosa, en ocasión de la adjudicación del Cervantes, haciéndole a un tiempo un homenaje tan lúcido como sentido y un flaco favor. Porque Cabrera Infante fue, en efecto, un crítico de cine para los anales (al menos para los analretentivos, como yo, que lo situamos en el panteón de los reseñistas fílmicos junto a Pauline Kael y… a nadie más), pero también un historiador cinematográfico de excepción y un teórico del cine digno de considerarse. Y, sobre todo, fue un hombre que vivió cine. Que lo escribió, sí, pero que también lo respiró, lo resopló, lo rezumó, lo resumió, lo consumió y (casi) lo conquistó.
Para Cabrera Infante, el cine era la vida precisamente porque le parecía (porque es) mejor que la vida. Porque, a veces, acaba bien. (“¿No es ésta la esencia de la comedia, la felicidad momentánea de los espectadores a través de la felicidad eterna de los personajes?”, dice de la última secuencia, apoteósica, del Amor en la tarde, de Billy Wilder.) Porque es inmutable e inmortal (“Las estrellas de cine nunca mueren: viven tanto como vive la materia de que están hechas las películas, que son los sueños”, sentencia en un apartado de Cine o sardina). Porque, como cuenta de su alter ego en Un oficio del siglo XX, “atravesamos la calle a la mitad, sin ocuparnos para nada de la luz de tránsito, empujamos la puerta de gordos cristales, traspasamos el umbral de las maravillas y entramos en la sala, en el cine”. La experiencia descrita es universal, pero la percepción sólo puede ser de he and his shadow: “Fue entonces que Caín me dijo casi con furia, más vivo que el carajo, ‘¡esto es vida!’ “
Y, contra la vida, ¿qué puede la literatura? (Acaso, meramente, aspirar a comprenderla. Mejor aún, a gozarla.)
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“Para ser un personaje ficticio”, dijo Cabrera Infante de su irreal hermano incómodo, “Caín sentía un apego bien real por las mujeres. Cuando le reproché que gran parte de su sección de crítica de cine en Carteles estuviera dedicada al culto de la pin-up, la corista y la modelo, creí que su respuesta sería una justificación […] Pero por el contrario Caín solamente dijo […] ‘Me gustan las mujeres’.” He aquí un rasgo de familia.
Si para Guillermo Cabrera Infante el cine era la vida, lo mejor de la vida (y, por ende, del cine) serían entonces las mujeres. No todas, desde luego. No Garbo y no Dietrich, pero sí un catálogo personal y extravagante, que tuvo la generosidad de albergar a la feúcha Gloria Grahame (“A quien la cámara quiere también la quiere el público y a quien no quiere la cámara, como a Gloria Grahame, la quiero yo”), pero también a divas más divinas (Ava Gardner), más diversas (Barbara Stanwyck), más dispépticas (María Félix). Con ninguna, sin embargo, queda tan evidenciada su idolodulía femenina como con Ginger Rogers, a quien dedicara un párrafo de plano iconoclasta:
No sé nada del sex appeal de Fred Astaire porque cuando baila con Ginger Rogers no veo más que a Ginger Rogers, que es, en movimiento, la mujer más bella del cine […] ¿Quién puede echar de menos a Fred Astaire cuando está Ginger Rogers de cuerpo presente?
Muchos, entre quienes se cuenta el que esto escribe. Es Ginger, sin duda, una magnificent doll (así reza, de hecho, el título de una de sus cintas), pero nadie en su sano juicio puede apartar la vista de Astaire una vez que se ha decidido a desplegar la magia de sus bailes. Nadie, desde luego, a no ser Cabrera Infante, que perdía toda capacidad de raciocinio cuando quedaba infatuado por una estrella (uno de esos crushes, por cierto, redundó en su matrimonio de 44 años con la que es hoy su viuda, la actriz Miriam Gómez). Tanto lo obnubilaban las mujeres hermosas que incluso él, que afirmaba que “cuando se trata de historia del cine tengo mis cifras preparadas como un revólver cargado y a la menor provocación disparo”, llegaba a cometer lapsus que habrá que calificar de cunnilinguae. Así su recuerdo de una secuencia de Silk Stockings:
Las piernas más voluptuosas de la comedia musical […] se visten de seda, mientras Cyd canta y encanta. ¡Ah el cantar de la mía Cyd! Este esplendor de música, imagen y piernas es el número titulado Satin and Silk, satén y seda.
Pues no. Cyd Charisse siempre encanta pero nunca canta porque no tiene voz (en esta cinta la dobla una tal Carol Richards). Y, de hecho, en esta precisa secuencia, no hay palabras que cantar: Cole Porter le ha compuesto una pieza instrumental. Que, por cierto, se llama “Silk Stockings” y no “Satin and Silk”, que no es sino el título de una canción que interpreta, en esa misma cinta, Janis Paige. Eso sí, la Paige es bien sosa, por lo que no tiene cabida en el universo de Cabrera Infante. Si el cine es mejor que la vida, Cabrera Infante lo dotará entonces de una Cyd Charisse hermosísima (Cyd campeadora, solía llamarle) que cante como los ángeles un número llamado “Satin and Silk”. Faltaba más.
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Guillermo Cabrera Infante fue un gigante de la literatura y una suerte de Mickey Rooney del cine (un niño prodigio, siempre entusiasta y siempre dispuesto a montar un buen show, pero que, como hombre de cine, se quedó un poquitín chaparro). En 1951, a los 22 años, fundó la Cinemateca de Cuba, que habría de dirigir hasta 1956. Después, creó el Instituto de Cine y dio luz a Caín. Más tarde, escribió un par de guiones (la comedia psicodélica Wonderwall y la road movie Vanishing Point) que gozaron de mediana fortuna. Preso feliz de la literatura, sin embargo, su paso por el mundo del cine habría de ser relevante pero anecdótico; acaso, sin embargo, corrija esto la posteridad. Mientras lloramos todavía su muerte, el flamante director Andy García da los toques finales a The Lost City, una película ambientada en esa Habana suya de fines de los cincuenta, con guión del Infante difunto, basado un poco en su Tres tristes tigres y un mucho en sus recuerdos personales. Antes de que termine el año, escucharemos a García (que también protagoniza la cinta) clamar desde el celuloide “¡Para ustedes!… To you all! Nuestro primer gran show de la noche… ¡en Tropicana! Our first great show of the evening… in Tropicana! ¡Arriba el telón! Curtains up!“
Entonces y sólo entonces el cine (y la vida) habrán hecho justicia al hombre que nació con una pantalla de plata en la boca. –
Nicolás Alvarado