Lo conocimos, primero, por sus personeras. Un buen día abrimos los Cahiers du Cinéma o Vanity Fair y vimos, bellísimos, ensoñadores y, sobre todo, juntos los rostros de ocho mujeres que, a la sazón, se hacían las suyas. Tras las arrugas, los ojos traviesos y provocadores de Danielle Darrieux, aquella que llorara por Charles Boyer en un Mayerling doblemente inmemorial, aquella que llevara a nuestros abuelos a derramar lágrimas tanto o más anhelantes. Tras los kilos (que no son pocos pero que tampoco distraen de su intrínseca belleza), la apolínea apostura de Catherine Deneuve, eterna cortesana burguesa de Buñuel, imagen literalmente quintaesencial de un Chanel no 5 que es todo intoxicación. Y a la izquierda una Emmanuelle Béart por siempre bella y latosa. Y a la derecha una Fanny Ardant que es La mujer de al lado pero también la mujer que está siempre de nuestro personalísimo lado. Y Virginie Ledoyen, escapada de los anuncios de L’Oréal y de los brazos de Di Caprio para nuestro más puro placer. E Isabelle Huppert, pianista sadomaso de nuestras más caras pesadillas. Y de pilón Firmine Richard, que no es muy hermosa pero sabe hacer reír. Y, envuelta en la bandera de la esperanza, una Ludivine Sagnier veinteañera que representa el último eslabón de la cadena, que guarda en su encanto irresistible y en sus curvas incipientes el futuro de lo femenino cinematográfico francés.
La cinta (porque el pretexto de tal reunión era una película) se llamaba, precisamente, 8 mujeres, y se antojaba a priori homenaje entusiasta aunque vacuo al glamour de los años cincuenta franceses (o, mejor aún, a la visión hollywoodense de un tiempo y un lugar que nunca existieron, a no ser en la imaginación de Vincent Minnelli). Mucha fantasía cromática en tonos primarios, émula de ese Technicolor soñado por la MGM. Mucho número musical, rescate del baúl de los recuerdos del pop francés de la posguerra. Mucha diva conjuntada, abandonadas todas a la buena de Dior, entregadas a los excesos propios de una profesión en que lo sublime y lo banal se libran por siempre a un frenético minué camp. Nadie esperaba más de 8 mujeres y, aun así, se antojaba eminentemente antojable. Cierto es también que, hasta entonces, nadie conocía demasiado bien a su director, un insolente treintañero llamado François Ozon.
Antes de 8 mujeres, François Ozon había filmado un mediometraje y cuatro largos. Intentar el esbozo de un perfil del director a partir de estas cinco cintas equivale, curiosamente, a adentrarse por caminos tan entreverados como encontrados. De las cinco, filmadas todas entre 1997 y 2000, tres (Sitcom, Les Amants criminels, Gouttes d’eau sur pierres brûlantes) giran en torno a relaciones homosexuales, y dos (Regarde la mer, Sous le sable), en torno a personajes femeninos. Las tres cintas homosexuales se ostentan, además, orondamente teatrales (Sitcom parodia los programas unitarios televisivos, Les Amants criminels se asume versión hardcore de “Hansel y Gretel” y Gouttes d’eau es teatro filmado, dividido en tres actos) mientras que las dos películas femeninas se antojan algo más realistas, si bien tienden al preciosismo en lo visual y al distanciamiento emocional en lo narrativo. Excepción hecha de Gouttes d’eau, todas presentan escenas de violencia física y privilegian el suspenso por sobre la sorpresa. Así, pese a ciertos elementos comunes a toda su obra, la filmografía de Ozon parecería apuntar en dos direcciones, en mucho opuestas: aquí el cineasta gay amante de lo kitsch, un poco a lo John Waters, allá el escrutador del alma femenina, intimista pero brutal, mezcla de George Cukor y Alfred Hitchcock. Queda preguntarse dónde se encuentran ambas vertientes.
La respuesta parece anidar en tres declaraciones de Ozon, hechas en sendas entrevistas de prensa. A la revista gay estadounidense The Advocate: “En mis primeras películas hablaba de mi propia vida. Eran agresivas. Creo que ahora puedo hacer películas menos destructivas. He cambiado. Puedo ir a otro lado.” Y, a todas luces, ése es el lado femenino, como testimonia una segunda entrevista, otorgada al Guardian británico: “Creo que estoy muy cerca de lo femenino, y prefiero hacer películas sobre mujeres. Me resulta más fácil porque hay una distancia real, lo que me hace más lúcido con respecto a las mujeres que a los hombres.” Así, el cineasta gay parecería ser el Ozon juvenil, y el estudioso de lo femenino el Ozon maduro. ¿Qué hay entonces de la alternancia entre lo teatral y lo realista? La tercera declaración, hecha al sitio web indiewire, lo explica: “Me gusta que cada película mía contraste con la anterior.” Voilà.
La secuencia de créditos de 8 mujeres presenta el nombre de cada actriz superpuesto a la imagen de una flor distinta un girasol para Firmine Richard, una margarita para Emmanuelle Béart, etc., presuntamente representativa de su personaje. Ozon tomó la idea de un clásico de Cukor (The Women, donde en vez de flores se trata de animales de granja) y consultó a Deneuve, que en sus ratos de ocio se dedica a la jardinería, sobre la elección de cada flor. Y, sin embargo, hay ya en la idea misma una metáfora de la aproximación de Ozon a lo femenino: como un botánico que contiene la fascinación por su objeto de estudio mediante la distancia que le aporta una lente, el director observa a sus actrices y, por tanto, lo femenino con frío rigor científico. Ahí está la espléndida irracionalidad, desplegada en la plétora de traidoras de 8 mujeres o en la incapacidad para deshacerse de la imagen del marido muerto que muestra Charlotte Rampling en Sous le sable. Ahí está la amenaza de peligro, encarnada en la adolescente astrosa de Regarde la mer. Fuerza ctónica, la mujer ozoniana lo transgrede todo, en ejercicio de una vocación que la supera incluso a ella misma. No es quién Ozon, sin embargo, para juzgarla: aséptico y escéptico, acrítico, masculino como la mirada misma, se limita a retratarla desde una distancia marcada por la teatralidad de su visión. Los espacios únicos y claustrofóbicos, la minuciosidad estética, la ironía posmoderna con que recrea el bric-à-brac de los más extravagantes entornos no son sino las herramientas dilectas de un mirón que no quiere involucrarse demasiado con aquellas a las que mira. Se le ha acusado de hacer películas más sobre ideas que sobre personajes, de ser artífice de un cine demasiado engolosinado consigo mismo: cuán pertinente sería la acusación a no ser por la plena conciencia con que es asumida. Y es que en el pecado mismo de su distanciamiento lleva el cine de François Ozon su propia redención.
Para cuando se publiquen estas líneas ya se habrá estrenado en México Swimming Pool, la más reciente entrega de la filmografía ozoniana. En ella repiten dos de las actrices fetiche del director (una Charlotte Rampling neurótica y ensimismada y una Ludivine Sagnier turgente y espléndida) en una suerte de thriller fantasioso que las lleva a enfrentarse en un duelo de crueldades encontradas, apolínea la de la primera, dionisiaca la de la segunda. Como en la mayoría de las cintas femeninas del director (Regarde la mer, Sous le sable, 8 mujeres), el personaje masculino está ausente y las mujeres asumen un antiheroísmo vigoroso y sanguinario que, pese a todas sus trapacerías, obra una transformación positiva en ambas. Novelista solterona la una y lagartona adolescente la otra, son mujeres fuertes e independientes, habitadas por ese espíritu de la tierra con que dotara Wedekind a su Lulú primigenia, moradoras triunfales de un limbo que se debate entre la realidad sórdida y la ficción novelesca. La película huelga a estas alturas decirlo es de una eficacia casi hipnótica y funciona como anverso oscuro de la reflexión “ligera y divertida” sobre lo femenino presentada por Ozon en 8 mujeres.
Swimming Pool es una de las cintas más realistas de Ozon y, sin embargo, conserva una cierta teatralidad (el sol arrobador y artificial, las aguas ondulantes y azulísimas, los personajes secundarios de grand guignol). Al verla comprendemos por fin la ecuación ozoniana entre lo femenino y lo teatral. Al verla recordamos, del brazo de Noel Coward, que nadie puede amar el teatro sin gustar de las mujeres. ~