Fantasma en la máquina

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En las elecciones presidenciales de Estados Unidos, hay quien resulta todavía menos fiable que George W. Bush o John Kerry: es la máquina Votomatic, que supuestamente sirve para registrar y contar los votos. Hace cuatro años, esos aparatos se hicieron célebres al impugnar las boletas que no mostraban hoyos perfectos, pulcros e irreprochables junto al nombre del candidato presidencial; si del agujero colgaba el pedacito de papel (chad, en inglés) que deja la marca en la boleta, para la Votomatic el sufragio no valía. “The Chad Factor” desató la mayor controversia electoral en la historia del país vecino, y quién sabe si no fue crucial en el triunfo que Bush obtuvo en Florida gracias a una diferencia de 537 votos bajo sospecha. Ahora, una reciente investigación de USA Today dice que tres de cada cuatro votantes se encontrarán el próximo 2 de noviembre ante las mismas máquinas, y uno de cada ocho deberá votar dentro del tan polémico sistema punch-card. Por lo tanto, parecería que el actual problema de la democracia estadounidense no sería tanto a quién votar, o para qué, sino cómo hacer que un voto cuente.
     Ya Borges decía que la democracia es un abuso de la estadística, y la era del voto high-tech subraya la exquisita fragilidad con la que este sistema construye sus mayorías. Dejarle el conteo de sufragios a las computadoras suena a sentido común, pero lo cierto es que la fría perfección de las máquinas no alcanza a captar e interpretar el universo de dudas, esperanzas, broncas e incertezas que siempre laten detrás de cada voto. “Mucha gente es tímida o le da vergüenza, y no agujerean la boleta con vigor” acusó el padre de las Votomatic, el ingeniero William Rouverol, durante la última elección estadounidense. En todo caso, como se descuenta que la timidez y la vergüenza también pueden ser parte de la democracia, la cuestión del problema estadístico se enfocó en el excesivo rigor de las máquinas. Una vez instalado en el gobierno, Bush creó la Election Assistance Commission, un organismo oficial cuya misión consiste en evitar los problemas técnicos surgidos en el 2000. Sin embargo, la presunta solución no ha hecho más que plantear nuevos problemas en evidencia. En declaraciones a CBS News, De Forest Soaries, director de Election Assistance Commission, ha dicho que las demoras en la renovación del equipo tecnológico para contar votos no se deben a limitaciones presupuestarias, sino a que los gobiernos de los Estados no saben qué máquinas podrían ser seguras. Las del tipo touch-screen, en teoría menos complejas que las de punch-card, tienen la desventaja de que su software podría ser atacado por hackers. Y para colmo, en el país sólo hay tres laboratorios con personal e instrumentos adecuados para examinar las Votomatic. Ante ese panorama, USA Today entrevistó recientemente a Soaries, y le preguntó si el registro del voto en la computadora iba a ser seguro en la próxima elección. “Todavía no lo sabemos”, contestó Soaries.
     La torpe infalibilidad de las máquinas es una historia que la literatura y el cine iluminaron mucho antes que la política. En The Minority Report, el relato de Philip K. Dick en el que se basa la película de Steven Spielberg, la computadora anticipa el crimen de un policía pero no advierte las tramposas (y humanas) circunstancias en las que el delito efectivamente se realiza; y en 2001, Odisea del espacio, Arthur C. Clarke imagina una nave espacial controlada por una supercomputadora, Hal, que no duda en tratar de someter al tripulante humano con el que malvive en la soledad interplanetaria. De Clarke a Dick, las máquinas funcionan a la perfección, y esa perfección es la que las hace tan inútiles. En el caso de las Votomatic, la impecable calidad de su servicio ha traído problemas desde 1964, un año después de su creación, en las elecciones para congresistas en Georgia, California y Oregón. Sin embargo, esos inconvenientes no fueron obstáculo para que estas máquinas y el sistema punch-card llegaran a convertirse en el modo de registro del voto del 38 por ciento de los ciudadanos que sufragaron en 1988. Su avance apenas se detuvo ese año, cuando el conteo de la votación en Palm Beach demostró que el papel o chad sujeto al hoyo de la boleta hacía que la máquina impugnara el voto. El gobierno del Estado de California pidió entonces la intervención del National Bureau of Standards, quien se pronunció en contra de las Votomatic y exigió el fin del sufragio electrónico. Lo curioso, o no tanto, es que, al menos hasta la elección presidencial del 2000, las Votomatic seguían siendo las máquinas que registraban los votos en Palm Beach y en buena parte del resto de California.
     La mayor enseñanza de la elección estadounidense de noviembre sugiere que, si ya no es posible creer en la infalibilidad de las máquinas, entonces el futuro de la democracia queda en manos de la timidez de los electores o de la incompetencia de los candidatos. La alternativa no es para entusiasmarse, y uno ya no sabe en quién o en qué confiar. Por un lado, la ingrata perfección de las computadoras no entiende que hoy no hay razones para votar con fervor y convicción. Y por el otro, la humanidad de los candidatos sólo se constata en su pasión por el embuste. El fantasma en la máquina de la democracia sobrevuela un paisaje donde el cambio no parece un asunto de ciudadanos y políticos, sino propiedad exclusiva del paso del tiempo. Tal vez por eso mismo la Votomatic se ha permitido una última aparición previa a las elecciones entre las paredes de un museo, en la exposición “Vote: The Mechanism of Democracy”, del National Museum of American History, en Washington. “El tiempo legal para votar es de cinco minutos”, se puede leer allí, en la parte de arriba de la máquina. Para hacerlo con esperanza, se necesitará mucho más. –

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(Argentina, 1967) es cronista y DJ. Es autor de Extranjero siempre (Almadía) y del blog Guyazi (www.guyazi.blogspot.mx).


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