La mayoría de las ediciones de la Bienal de Venecia han pasado más o menos inadvertidas para el público nacional, pero la de este año comenzó a adquirir interés cuando los medios de difusión se dieron cuenta de que la participación de los mexicanos, o de los artistas extranjeros que viven en México, iba a tener cierta relevancia. Santiago Sierra, español que radica en México, fue seleccionado para exponer en el pabellón de España; el mexicano Carlos Amorales, que vive en Holanda, fue uno de los artistas presentes en el pabellón holandés, y Pedro Reyes e Iñaqui Bonillas llevaron piezas a distintas secciones de la Exposición Internacional. Pero la atención ha estado puesta sobre Gabriel Orozco, uno de los diez curadores invitados por Francesco Bonami, director de la exposición. Orozco, en México, casi siempre está rodeado de un aire controversial. Esta vez hizo que más de uno moviera la cabeza después de leer una nota en el periódico Reforma, donde afirma que el corazón del arte contemporáneo gira en torno suyo y del grupo de artistas que trabaja alrededor de la galería Kurimanzutto ¿Está actuando Orozco como gran cacique cultural, uno de esos que ya no se necesitan?
El texto de Orozco en la presentación del catálogo deja más ambiguo el asunto. En vez de explicar las razones de su curaduría, escribió un espléndido párrafo en italiano que, de un golpe, da una imagen (incluso irónica) de la idea central de su exposición, cuyo tema es “Lo cotidiano alterado”. El texto comienza con la palabra Vita repetida cientos de veces, e interrumpida por palabras como amore, crash, o bomba bomba bomba. Termina con la palabra morte. Punto final.
“Lo cotidiano alterado” era la séptima sala del antiguo Arsenale, la fábrica de barcos que se utiliza como terreno de exposición. Francesco Bonami, su director, escribió en el catálogo que el resultado de compartir con otros nueve curadores la responsabilidad de la selección de aristas no debía de ser el de una exhibición compleja, sino una exhibición de muchas complejidades. La mezcla, más que compleja, resultó confusa. Tampoco ayudó el título: “Sueños y conflictos: la dictadura del espectador.” Debido a la cantidad y variedad de voces, aquello parecía más bien la dictadura del curador (o de los diez curadores, para el caso).
No es trivial mencionar que, para llegar a la sala de la que se encargó Orozco, había que pasar, con un calor abrasador, por las hacinadas y caóticas exposiciones de los otros curadores. De vez en cuando uno se topaba con verdaderas revelaciones, como la obra del artista Mladen Stilnovic en la sala llamada “Sistemas individuales”, a cargo de Igor Zabel. La introducción a la obra rezaba: “Estoy convencido que el arte es nada. Nada, dolor”. La obra consistía en una exhibición de todas las hojas de un diccionario (523 piezas en total), en donde las definiciones de las palabras están sustituidas por una sola: dolor. Según el crítico del periódico inglés The Guardian, éste podría ser el manifiesto de la Exposición Internacional entera, en contraste con las elaboraciones sobre utopías y distopías, tema dominante en el resto de las exposiciones.
Previendo esta confusión, Orozco presentó en una sala a sólo seis artistas: los mexicanos Fernando Ortega, Demián Ortega, Daniel Guzmán, Abraham Cruz Villegas, el francés Jean-Luc Moulène y el estadounidense Jimmy Durham, que vivió siete años en México. Las condiciones que Orozco puso a sus artistas eran: no usar las paredes para colgar nada, no presentar fotografías, videos, dibujos, pedestales ni vitrinas. El salón estaba capturado por la monumentalidad de la obra de Demián Ortega, Cosmic Thing, un Volkswagen desensamblado cuyas partes cuelgan del techo en un orden parecido al de los esquemas que acompañan los autos de juguete para armar (también parece capturar un momento curioso del big bang). La obra de Ortega, que para algunos críticos es un proyecto derivado de la ds (el famoso Citroën alterado por Gabriel Orozco a principios de los noventa), no deja de ser impresionante y se convirtió en una de las imágenes más fotografiadas de la exposición. El resto de las piezas estaban distribuidas en el salón como por azar. Era muy difícil encontrar las cédulas, representaba un esfuerzo ímprobo el ir a buscarlas, sobre todo después de dos horas de caminata. Una persona se apiadó de mí, se sentó conmigo y me obligó a esperar a que la obra de Fernando Ortega “sucediera”. Una mosca cruzó la trampa electrónica colgada discretamente en el techo del salón, y su muerte provocó una descarga que apagó las luces por unos segundos. La muerte del insecto, y el oscurecimiento que provoca, crea un momento de sobrecogimiento y reflexión. Luego todo vuelve a su cauce normal.
Hay en la selección de Orozco otra obra igualmente eficaz: una mesa donde Jimmy Durham colocó dos palos dorados, uno tiene forma de poliedro regular y viene acompañado de un letrero que dice: “Pedazo de madera esculpido por una máquina y pintado por un humano.” El otro es un pedazo de madera mordisqueado e irregular, el tipo de palo que los perros van a recoger cada vez que el amo lo avienta. El letrero dice: “Pedazo de madera esculpido por un perro y pintado por un humano.” La ironía del gesto es también muy elegante.
Menos familiar resulta la obra de Jean-Luc Moulène. Artista francés nacido en 1955, que trabaja con fotografías como un medio para documentar fenómenos sociales y culturales. Las esculturas que presentó en la Exposición Internacional son poco conocidas, como una cajetilla de cigarros cubierta por un papel azul titulada “Gauloises azules”, donde la marca Gauloises se infiere por el título, aunque esté ausente en el paquete; o el pedazo de cemento al cual están adheridas unas piedras de río, como si se tratara del corte transversal de un pavimento empedrado.
Por supuesto que todo esto hace referencia a la obra de aquel Orozco, quien en 1993, por ejemplo, se presentó por primera vez en la Bienal, invitado por el propio Bonami, con una obra de escala muy pequeña, casi un gesto: la caja de zapatos, que provocó cierto escándalo, y fue uno de los momentos que lanzó su carrera internacional.
En un texto repartido como boletín de prensa, Orozco es mucho más explícito en cuanto a las razones de su curaduría: dice que aceptó la invitación de Bonami por su genuino interés en la continua colaboración que ha existido entre esos artistas y él mismo a lo largo de los años.
Pero además de fungir como curador, Orozco presentó una pieza en el pabellón italiano, dentro de la exposición titulada “Retrasos y revoluciones”, de la que se encargaron Bonami y Daniel Birnbaum. Copió una techumbre ruinosa construida en los años cincuenta por el arquitecto Carlo Scarpa, que se puede ver desde el mismo cuarto donde está la impecable pieza, hecha de madera. La obra de Orozco le devuelve gracia a la olvidada pieza, estableciendo una fascinante tensión entre el original y la copia, que es en donde se juega todo el asunto.
Hace algunas semanas hablé con Orozco para preguntarle sobre sus desafortunadas declaraciones en el periódico. Si la curaduría estaba pactada como la relación entre él y un grupo de artistas, algunos de los cuales han trabajado con él desde los años ochenta (asunto que en sí mismo es ya un enunciado sobre su importancia en el arte contemporáneo), ¿por qué decir que el arte en México gira a su alrededor? Me dijo que sus declaraciones habían sido magnificadas; que Bonami había estado en México, y a él le había parecido que lo más interesante para la Bienal era precisamente exponer la relación entre esos artistas. Y en todo caso, concluyó Orozco, no le toca a él decidir si el arte contemporáneo gira o no a su alrededor, y menos gritarlo en un encabezado del periódico.
He entrevistado a Orozco en otras ocasiones y aunque no es precisamente modesto, me parece razonable su argumento. Por lo demás, sería una lástima perder al artista por el personaje que sale retratado en el periódico. ~
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