Cuando tenía seis años, me llevaron a la Secretaría de Gobernación. Por ser Día del Niño, los hijos del personal recibían juguetes en el patio. Quise echar la carrera. Don Edmundo, el chofer, no me dejó: la gente de mi papá quería expresar a mi madre que todavía lo recordaba. Tímida, hice un esfuerzo: “Quiero ver el lugar donde trabajaba mi papá”. Don Edmundo fue inflexible ante las secretarias y los secretarios del Secretario, que aducían que éste estaba ocupado, que no lo podían interrumpir, que su petición era absurda. “Cómo que no se puede; tiene todo el derecho de recuperar a su papá”. Un verbo, recuperar, abrió una oficina de sillones oscuros y madera en las paredes. En un amplio escritorio, estaba sentado un hombre de corbata de moño (como mi papá), quien se puso de pie para recibirme. Adolfo Ruiz Cortines sonrió. Fue cariñoso: “Te voy a enseñar algo que nadie ve cuando viene”, y abrió una puerta lateral que daba a una pequeña barbería. “Aquí le cortaban el pelo a tu papá”, musitó invitándome a probar la silla de barbero, frente al espejo que dominaba todo. Me aferré a don Edmundo, y entrecerré los ojos. Allí estaba mi padre enjabonado, platicando con el barbero. Mi pequeña vida era ya un mundo atorado en el pasado.
Conté a mis hermanos que había “recuperado” la oficina de mi papá. Se rieron. Creí llorar por haber caído en el habla errada del chofer, pero fue por no entender lo que sentía. Esa mañana de 1952, empecé a seguir la pista a un desconocido para deshacerme de su peso y vivir el presente. En ese largo y doloroso camino que me llevó a publicar Imagen de Héctor y a construir mi propia imagen, comencé por rechazar a un hombre que me abandonó, ¿no se había muerto cuando yo estaba en la cuna? Después, encontré el pensamiento de un escritor; y más tarde, hallé a un político que no claudicó a sus principios liberales ejerciendo el poder.
Hice de todo por dar con aquel extraño que latía en mi sangre, pero cuántas frustraciones. ¿No era contradictorio que siendo hija de un lector empedernido, no pudiera leer? A los doce años no lograba entender las palabras. El prodigio llegó tarde, pero aprendí a descifrar los caracteres, y las letras no cambiaban de lugar en mi mente. Entonces descubrí en la biblioteca de mi padre sus pasiones: la historia y la literatura. Persiguió cuanto libro hubo entonces sobre la Península de Yucatán, de donde salieron, entre otros libros, su Bibliografía del estado de Campeche y el Catálogo de documentos para la historia de Yucatán y Campeche, así como Piraterías en Campeche, el ensayo sobre fray Diego de Landa que sirvió de prólogo a la Relación de las cosas de Yucatán editada por Pedro Robledo; la traducción y anotación a la Historia y Crónica de Chac-Xulub-Chen de Ah Nakuk Pech; los “Orígenes económicos y sociales sobre la guerra de castas”, prólogo al Diario de nuestro viaje por Estados Unidos. La pretendida anexión de Yucatán de Justo Sierra O’Reilly. De su interés por la historia y de su pluma de novelista salieron también Juárez, el impasible y Cuauhtémoc, vida y muerte de una cultura.
En mi búsqueda del periodista, recopilé cientos de artículos escritos a partir de los años veinte en revistas y periódicos; sus “Escaparates” de El Nacional aguardan una edición. Fueron notorias sus polémicas con Alfonso Reyes y José Elguero. El resultado de la primera fue la amistad que brota en su correspondencia recién coeditada por el Gobierno de Campeche y el Colegio de México; la que mantuvo con José Elguero que defendía a los frailes de la Conquista, dejó de manifiesto la enorme bibliografía que manejaba mi papá sobre el tema, y la agilidad de su pluma.
En la fugacidad de su vida, Héctor Pérez Martínez (1906-1948) hizo una carrera dinámica: dirigió el periódico al que llegó de corrector, fue diputado, gobernador, oficial mayor, subsecretario y secretario de Gobernación, y tuvo tiempo de hacer historia y escribir ensayos, novelas (Un rebelde, Imagen de nadie, Querido amigo, dos puntos) y poemas.
Me parece raro que un padre que se perpetuó joven en las fotografías cumpla cien años de haber nacido. Es apasionante conocer a un señor que no traté. Me honra ser hija de un escritor que me heredó un nombre limpio, al que renuncié para iniciar mi propio camino literario. El juicio sobre su trabajo se ha dado a partir de su muerte; tal vez ahora alguna institución reedite su obra completa. Y claro, hubiera sido mejor recordarlo… aunque fuera un gesto.
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