Hopenhagen: la esperanza perdida

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Al llegar a la ciudad podía palparse el entusiasmo y la expectación en torno a lo que estaba por ocurrir: camisetas con la leyenda “I love COP 15” daban la bienvenida a visitantes de todo el mundo. Un globo terráqueo gigante colocado en una de las principales plazas, junto a una impresionante muestra fotográfica que invitaba a conocer cien lugares del planeta antes que desaparezcan, despertaban el interés de la gente.

La expectativa de alcanzar un acuerdo mundial histórico para frenar el calentamiento global era tan grande que, desde meses antes, Dinamarca puso sus cartas sobre la mesa, invirtió millones de dólares, apostó su resto y obtuvo la sede para organizar la XV Conferencia de las Partes de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático (COP 15).

Hacia el 7 de diciembre de 2009, fecha en que comenzó la cumbre, los daneses esperaban que su pequeña ciudad, con menos de dos millones de habitantes, se convirtiera en icono universal del medio ambiente; que se volviera el referente obligado de los científicos más renombrados en la materia y que la sociedad civil hiciera de Copenhague el lugar donde el sueño de la aldea global se materializara finalmente en un acuerdo.

Con el paso de los días, la política se encargó de acabar con la esperanza de Hopenhagen.

 

Un planeta amenazado

Al concluir la primera década del siglo XXI, el futuro de la humanidad no es alentador. Para dimensionar el reto que enfrentaba la cumbre, el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC), dirigido por el científico indio Rajendra Pachauri, dio a conocer una serie de datos que sustentan la “evidencia inequívoca del cambio climático”.

Las probables consecuencias que habrá de afrontar el mundo si fracasan los esfuerzos por impedir que la temperatura del planeta se eleve más de dos grados centígrados son alarmantes: posible desaparición del hielo marino para la última etapa del siglo XXI; incremento en la frecuencia de calores extremos, olas de calor y densidad de precipitaciones; incremento en la intensidad de ciclones tropicales; disminución de los recursos acuíferos en diversas áreas semidesérticas; posible eliminación de la capa de hielo de Groenlandia con el resultante incremento del nivel del mar en 7 metros; y peligro de extinción de entre el 20 y 30 por ciento de las especies evaluadas hasta el momento. Para el año 2020, entre 75 y 250 millones de personas en África podrían carecer de agua, y en algunos países de este continente los terrenos para agricultura se reducirían hasta en un 50 por ciento. Asimismo, de continuar la tendencia de acidificación de los océanos, estaría en riesgo la supervivencia de gran parte de las especies marinas.

Junto a estas dramáticas previsiones, la realidad sobre el cambio climático ya comienza a tener consecuencias irreversibles en la geografía de la Tierra. Tuvalu, el cuarto país más pequeño del mundo, localizado en el océano Pacífico –entre Hawaii y Australia– está próximo a desaparecer. La elevación del nivel del mar ha barrido en diversas ocasiones la vegetación de la isla y amenaza la supervivencia de su población. La migración ha iniciado hacia Nueva Zelanda, país que ha accedido a dar asilo a 75 personas por año. Los habitantes de Tuvalu son así los primeros refugiados del cambio climático.

 

Los políticos de otro planeta

Con más de 20 mil delegados del mundo, la presencia anunciada de más de cien jefes de Estado y de gobierno, y con cientos de organizaciones de la sociedad civil como observadores, el 7 de diciembre arrancó la cumbre en la cual se esperaba concretar un acuerdo internacional “justo, ambicioso y jurídicamente vinculante” para un segundo periodo de compromisos más allá de 2012, fecha en que se cumple la primera etapa establecida en el Protocolo de Kioto.

Como si la realidad hacia la que camina inexorablemente la humanidad fuese a ocurrir en un planeta distinto al que habitan los políticos, la primera semana de negociaciones transcurrió con lentitud pasmosa entre llamados desesperados de ayuda de los países más pobres y con mayor grado de vulnerabilidad, y compromisos condicionados de reducción y financiamiento por parte de las naciones desarrolladas.

A tan sólo dos días de iniciada la cumbre estalló un escándalo que hirió de muerte a la conferencia. Los países africanos denunciaron públicamente que los daneses discutían un nuevo texto al margen de los grupos institucionales de negociación en un intento desesperado por hacer avanzar las cosas. La presión que pesaba sobre Dinamarca para que Copenhague no resultara un fracaso llevó a su gobierno a optar por una salida falsa que minó severamente su autoridad moral como anfitrión.

De acuerdo con lo suscrito en el Protocolo de Kioto –que entró en vigor ocho años después de su firma, con la ratificación de Rusia en 2005–, los países desarrollados están obligados a cumplir compromisos cuantificados de limitación y reducción de emisiones de Gases Efecto Invernadero (GEI). En tanto, los países en vías de desarrollo no están obligados a alcanzar metas específicas, aunque sí a dar muestras de estar trabajando para mitigar sus emisiones contaminantes.

En una guerra de acusaciones, las naciones en vías de desarrollo insisten en que los países desarrollados deben asumir su “responsabilidad histórica” por haber alcanzado altos niveles de industrialización a costa de contaminar al planeta y afectar a sus habitantes. Por su parte, Estados Unidos –país que aún no ratifica el Protocolo de Kioto– exige que países como China –emisor número uno de gases efecto invernadero en el mundo– adopten obligaciones vinculantes y asuman compromisos de transparencia en la gestión de fondos y en el fortalecimiento de sus capacidades y comunidades.

China y Estados Unidos se convirtieron en el centro neurálgico de la negociación en Copenhague. La Unión Europea trató de presionar un acuerdo elevando sus porcentajes de reducción de 20 a 30% para 2020, a condición de que Estados Unidos –quien ha ofrecido apenas un 17% con línea base del 2004– y China –cuyos compromisos siguen sin quedar claros– mejoraran sus metas de reducción.

 

México, liderazgo frustrado

El gobierno mexicano desarrolló un papel activo en cuanto a las propuestas de financiamiento, pero al final quedó marginado del bloque que definió el desenlace de Copenhague. La propuesta del Fondo Verde del presidente Felipe Calderón fue bien recibida.
El planteamiento de México sugiere que para determinar la escala de contribuciones que cada país podría aportar se consideren variables como el Producto Interno Bruto y la población total, así como el porcentaje de emisiones y de intensidad de carbón –índice que se obtiene de dividir las toneladas de CO2 emitidas a la atmósfera entre el PIB.

En su discurso ante el pleno de la conferencia el 17 de diciembre, Calderón repitió lo anunciado días antes en el país. México está dispuesto a dejar de emitir de forma unilateral e incondicional 50 millones de toneladas de GEI con sus propios recursos para 2012, y a reducir sus emisiones hasta un 30% para 2020 y en un 50% para 2050, siempre y cuando cuente con apoyo financiero y tecnológico internacional.

En respuesta al mensaje presidencial, organizaciones medioambientales mexicanas presentes en la COP, como el Centro Mexicano de Derecho Ambiental, emitieron un comunicado señalando que México tiene áreas específicas de oportunidad para la mitigación en las que puede trabajar de inmediato con recursos propios sin depender del exterior, las cuales han sido identificadas en estudios elaborados por el Centro Mario Molina y la consultora McKinsey. Destacan el impulso a las energías renovables como la eólica y solar; transporte público basado en un sistema de autobuses confinados (tipo Metrobús); programas de eficiencia energética; controles de iluminación en edificios nuevos; establecimiento de una norma oficial mexicana de eficiencia de motores en automóviles ligeros y programas de cogeneración en la industria de petróleo y gas, entre otros.

 

El exilio de la sociedad civil

La sociedad civil confió demasiado en que su voz lograría ser escuchada. Sin embargo, los grandes líderes optaron por desoírla y encerrarse en su propio microcosmos. No estuvieron a la altura del reto. Con las negociaciones empantanadas y las críticas contra el gobierno danés, la tolerancia se redujo hasta su mínima expresión. Hacia fines de la segunda semana el acceso a la cumbre para las organizaciones no gubernamentales disminuyó a una tercera parte.

Al ser excluida del recinto, la sociedad civil tomó las calles. Las manifestaciones fueron multitudinarias pero pacíficas. Para los habitantes de Copenhague, la movilización de la gente resultó extrañamente amenazante, la ciudad perdía su cotidiana tranquilidad. La reacción de las autoridades fue inusitada y cientos de personas fueron detenidas. El 6 de enero organizaciones sociales exigieron ante la embajada danesa en México la liberación de cuatro activistas de Greenpeace, quienes enfrentan cargos por los cuales podrían pasar hasta seis años en prisión.

 

El fin de la esperanza

Hacia el final de la cumbre el panorama era desalentador. El 14 de diciembre los 55 países africanos, apoyados por China, se levantaron de la mesa por considerar que el documento elaborado por el Grupo de Acción Cooperativa de Largo Plazo establecía compromisos de reducción sólo para los países en vías de desarrollo. Los dimes y diretes continuaron hasta que el visitante más esperado de Copenhague arribó para dar un manotazo sobre la mesa de negociaciones.

El 18 de diciembre sólo la prensa acreditada pudo ingresar al Bella Center, sede de la cumbre. Al salón de plenos únicamente accedió el selecto grupo de periodistas que integra el pool de prensa del presidente de Estados Unidos, Barack Obama.

Cuando el mandatario estadounidense salió a cuadro en la televisión, con la bandera de su país como fondo, a explicar el acuerdo al que había llegado conjuntamente con China, India, Brasil y Sudáfrica, quedó claro que la negociación había concluido. ¿Qué resulta mejor: tener un acuerdo débil o no tener nada en absoluto? Para Obama fue claro que, si bien no se logró lo que se esperaba, al menos algo fue rescatado. Entre lo acordado en Copenhague se encuentra la voluntad de alcanzar un acuerdo jurídicamente vinculante que deberá estar listo el próximo año.

En cuanto al financiamiento, el texto es muy ambiguo al explicar que “los países desarrollados proveerán los recursos adecuados, predecibles y sustentables, así como la transferencia de tecnología y la creación de capacidades necesaria para la implementación de la adaptación en los países en desarrollo”. Se estableció también la meta de movilizar cerca de 100 mil millones de dólares para el año 2012, provenientes de “fondos públicos y privados, unilaterales y multilaterales”, aunque no fue señalado de qué forma se operarán y cuál será la instancia encargada de administrarlos.

El punto esencial que permitió finalmente desatorar el nudo entre Estados Unidos y China fue incluir que las economías emergentes deberán monitorear sus esfuerzos y reportar los resultados a Naciones Unidas cada dos años, con revisiones internacionales que deberán ser transparentes y respetuosas de la soberanía nacional.

Para los países africanos, las naciones insulares, otros países del G77 como Bolivia, Ecuador y Venezuela, así como para la mayoría de la sociedad civil que estuvo atenta al proceso, Copenhague fue un fiasco y la esperanza se convirtió en decepción. México prefirió no calificar negativamente el resultado de la cumbre. Sin embargo, en términos prácticos nuestro país fue relegado en su intento de fungir como puente y ser el “amigo del mundo”, como expresó Calderón ante el pleno. En Copenhague, México no logró emerger como uno de los líderes del cambio climático. En 2010 tendrá una nueva oportunidad en su propio territorio.

Como sede de la próxima conferencia de las partes, el reto para nuestro país es grande. Además del esfuerzo logístico, el desafío fundamental radica en su capacidad para convertir los pronunciamientos en acciones contundentes. En la agenda de pendientes está la transición energética y la transformación de las áreas responsables de la mayor cantidad de emisiones: la generación de electricidad, el uso de suelo, el transporte, la industria y la agricultura.

Copenhague dejó una clara lección: el proceso mató a la sustancia. La esencia del asunto se perdió en el mar de las nimiedades y de los detalles intrascendentes. Tras el evidente fracaso en las negociaciones de alto nivel, la opción que se presenta es construir desde abajo y a partir de lo local. El tiempo es ahora para los liderazgos nacionales y la sociedad civil. ~

 

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