Hiriart, dramaturgo
por Antonio Castro
I
Lo conocí en 1992 en una reunión en su casa organizada por su hija Ximena. Yo acababa de volver a México después de cuatro años de estudiar dirección teatral en Estados Unidos. Impecune, lidiaba con el trago amargo del desempleo cuando un amigo me sacó de la gruta donde vivía para llevarme a una fiesta donde fui presentado con Hugo. Mientras lo saludaba, pensaba si hablar sobre Beckett o Esquilo o lo que fuera con tal de poder entablar algún tipo de colaboración con él. Sin embargo, eso no fue posible porque nuestro anfitrión disertaba alegremente sobre las virtudes y defectos de los sándwiches de lengua y pastrami, sobre todo en contraste con los tacos de buche y nana. Después de un cuidadoso estudio taxonómico de la comida callejera, procedió a quejarse de las maldades de su perro, un pequeño fox terrier negro (si mal no recuerdo) de nombre Timoteo, cuyo crimen mayor había sido subir una mañana a su escritorio y orinar sobre sus escritos al tiempo que ambos se miraban fijamente. Después de contarnos esta triste historia, desapareció. A los pocos minutos, su esposa Guita me hizo saber que Hugo me invitaba a ver un juego de futbol que pasaban por televisión. Subí a su habitación y encontré al autor y director de puestas en escena legendarias como Minotastasio y su familia, El tablero de las pasiones de juguete y Ámbar viendo desinteresadamente un juego de la selección mexicana. Mientras él censuraba la falta de gallardía de nuestros compatriotas, yo pensaba cómo su obra teatral había marcado una ruptura tan contundente con la tradición realista de la dramaturgia mexicana. Para los que comenzamos a ir al teatro en la década de los ochenta, las obras de Hugo nos habían hecho ver que existían otros caminos: el arte contemporáneo, los objetos, los títeres, el caos, el humor. En su teatro no había nada que obligara a una postura ideológica ni recreara un costumbrismo nacionalista. Al contrario, exaltaba la imaginación, la irreverencia, el juego, la sensualidad. De pronto, sin dejar de ver el futbol, me preguntó si se podía hacer una obra de teatro en dos semanas. Sin pensarlo mucho, le respondí que dependía de la obra. Inmediatamente, apagó la televisión y exclamó: “Llevo un mes haciendo la misma pregunta y eres la primera persona que no me dice que estoy loco. Vamos a trabajar juntos.” Con gran avidez, me contó que quería organizar un laboratorio teatral, donde se exploraran nuevas formas de producción. En México, sostenía él, todo era demasiado difícil: se ensayaba demasiado, se invertía muchísimo tiempo en conseguir el dinero, reunir a los actores, etcétera. Su tesis era muy clara: para mejorar la calidad del teatro, se tenía que adelgazar el tamaño de la producción. Citaba emocionado una carta de Lope de Vega a su hijo en la que confesaba “haber pasado de las musas a la escena en horas veinticuatro”. ¿Te imaginas?, me decía, hay directores que ensayan seis meses y Lope escribía y montaba en un día. Algo estamos haciendo mal. Veinte años después, los éxitos de Martín Acosta y Luis Mario Moncada en los noventa o el trabajo de Luisa Pardo y Gabino Rodríguez hoy día demuestran que Hugo tenía razón: en nuestro contexto, disminuir el aparato de producción significa controlar el discurso estético de la escena.
II
A los pocos meses de ese primer encuentro, nos encontrábamos en el Teatro Santa Catarina en Coyoacán. Contábamos con un pequeño presupuesto de la Dirección de Teatro de la UNAM para montar obras y Hugo se ufanaba de lo bueno que era no tener dinero, lo cual no dejaba de ser inquietante. Ese proyecto marcó el inicio de nuestra colaboración, que se extendió de modo intermitente a lo largo de los noventa. En esos años, aprendí los gajes de un oficio que no se enseña en las universidades: entendí que el nexo entre la teoría y la práctica no es tan indisoluble como a veces se ostenta. Mi gratitud por esas invaluables experiencias es interminable. Recuerdo que durante un par de años dedicábamos las mañanas de los martes y los jueves a “problemas de representación”. Después de todo, el gran reto del teatro es ¿cómo representar algo? El eclecticismo de Hugo es ampliamente conocido y absolutamente disfrutable. Un día, llegaba a Santa Catarina preguntándonos cómo representar un episodio del Antiguo Testamento. Le obsesionaba el diálogo del rey Saúl y el profeta Samuel a través de una pitonisa. ¿Cómo hacer la escena? ¿Ella es una médium o estamos frente a un acto de ventriloquia? ¿Cómo representar esto en el teatro? Estas sesiones eran abiertas. A ellas, asistían toda suerte de actores, directores y criaturas desconocidas. Una gran variedad de personas subían al escenario y proponían soluciones escénicas: algunas originales, algunas inquietantes, otras lamentables. Sin embargo, todos opinaban. Recuerdo días memorables en que discutimos cómo escenificar un fantasma (a partir de un cuento chino) o cómo presentar una escena semipornográfica de dos mujeres romanas hablando de un vibrador escrita por Luciano de Samosata o como representar a la muerte a partir de un ensayo de Lessing sobre concepciones del mundo antiguo. Discutimos textos de Juan José Arreola, Eurípides, Marcel Schwob, Edgar Allan Poe, Octavio Paz, Paul de Saint-Victor, Shakespeare, Kalidasa, Chikamatsu y no sé cuántos autores más. Esas sesiones duraban dos o tres horas, después de las cuales todos huían a escribir o montar algo.
III
En esa época, Hugo y yo trabajábamos en una pieza suya, Descripción de un animal dormido. En ella nos proponíamos explorar las mecánicas del sueño sobre el escenario. El equipo incluía al gran escenógrafo Alejandro Luna y al excelente compositor Eduardo Gamboa. Paralelamente, Hugo escribía un audaz ensayo sobre los sueños que se proponía no recurrir a ninguna bibliografía o investigación previa. Todos soñamos, argumentaba, por lo tanto todos podemos hablar de los sueños. En la obra de teatro, cuatro actores desarrollaban situaciones, que con frecuencia se transformaban de modo inexplicable. Las atmósferas oscilaban de la angustia a la nostalgia, del deseo sexual al delirio. En una escena, uno de los actores lanzaba una pelota contra una pared. Aunque escuchábamos el golpe de los rebotes, nunca veíamos la bola. El hombre recordaba:
En el jardín central de la memoria mía cintila un diamante, allá lejos cuando era niño, allá lejos, en el terreno de juego. Salta de lo oscuro, abracadabra, play ball, es Lázaro Salazar, en hazañas pródigo, Júpiter Tonante centellea fulminando: allá va la bola. El curvo Ulises, navegando a vela, de regreso, de regreso al strike cantado en home. El gran Mamerto Dandrich riela en Tauro, sobre el Chile Gómez y en el guante de Joshua Gibson, Beto Ávila revoluciona constelando el horóscopo de las nueve entradas. Un nombre prodigioso, Sandalio Consuegra, corre en la gravitación universal del hit and run de mecánica clásica.
El hombre que sueña revive a sus héroes de infancia que se confabulan en el diamante nocturno e imaginario.
Recuerdo cómo se montó esta escena. Con frecuencia, Hugo escribía por la mañana y llegaba en la tarde para probar el material nuevo con los actores. Jamás comenzaba a ensayar con el texto terminado. Cuando mucho tenía un par de escenas, escritas a veces en una servilleta. La simple idea de haber concluido la escritura antes de trabajar en el escenario le repugnaba hasta la náusea. Su gran pasión ha sido siempre no saber qué va a ocurrir, dejarse afectar por el proceso y por los accidentes. Esa tarde había traído un texto sobre una naranja valenciana. Sin embargo, en el ensayo comenzó a enumerar a los grandes peloteros de su infancia: Cocaína García, Coyota Ríos, Tuza Ramírez, el Zurdo Ángel Castro, entre muchos otros. Mientras los actores hacían sus propias remembranzas, él escribió (sin dejar de participar en la conversación) un largo monólogo. Al acabarlo, Jorge Zárate, monumental actor que por aquel entonces hacía sus pininos, tuvo la idea de que la pelota se escuchara mas no se viera. El hombre en su sueño lanzaba un objeto imaginario al vacío al tiempo que revivía su infancia. A un par de décadas de distancia, pienso que esa era la mejor escena de la obra porque era ahí donde mejor se lograba representar la mecánica arbitraria del sueño. Curiosamente, el autor no había impuesto su visión, sino que se había dejado afectar por su entorno logrando, gracias a esta generosidad, un momento memorable. No hay duda de que esta metodología contradice todos los principios de construcción dramática y, sin embargo, me recuerda los usos y costumbres de grandes autores, como Brecht y Shakespeare, que escribieron durante los ensayos, sobre las rodillas, rodeados de gente observándolos. El teatro es un arte colectivo, involucra siempre la imaginación de una pequeña comunidad: nunca es unilateral, siempre es contradictorio.
IV
Mi única objeción al teatro de Hugo Hiriart es que esté tan mal editado (y documentado). Alguna vez, hace muchos años, fui al Centro de Investigación Teatral (Citru) a intentar que alguien reuniera la obra dramática de este importante autor con algún criterio congruente. Fracasé miserablemente. En parte porque Hugo siempre ha visto el teatro como un medio y nunca como un fin. Cuando las obras se estrenan, generalmente pierde interés en ellas: las ve como un todo concluido que lo aburre terriblemente. Esto explica que textos como Las palabras de la tribu, La noche del naufragio, Hécuba la perra o Descripción de un animal dormido sigan sin editarse. O que uno se pregunte si las publicaciones de Ámbar o Minotastasio deben ser vistas como ediciones definitivas. En ese hermoso libro, que muta entre el ensayo y la ficción, llamado Disertación de las telarañas, se exalta en un capítulo la ambigüedad de la estrella de mar, la gelatina o la tarántula. “Son y no son, simulan, se ocultan, se transfiguran”, nos dice el autor. Su indefinición las vuelve fascinantes. Algo similar ocurre con la obra dramática de Hugo Hiriart. Urge que podamos contar con buenas ediciones para poder acercarnos a todos sus misterios. ~
Hiriart, ensayista
Del sueño a la telaraña
por Armando González Torres
Si el lector se encuentra con una escritura que fluye jovialmente en un transcurso imprevisible, con una prosa que no pretende convencer, ni conmover, pero es en sí misma reveladora, con temas que no necesariamente están en sintonía con los encabezados de los periódicos, pero son siempre vigentes, y con una voz que no pretende hacer valer su competencia o autoridad, pero resulta amigablemente instructiva, entonces probablemente esté leyendo un buen ensayo. Si, aparte de esos rasgos, el lector se encuentra con ciertos temas, como la prodigiosa aleatoriedad del sueño, el trabajo de la imaginación artística o el enigma de la consagración, lo más probable es que esté leyendo un ensayo de Hugo Hiriart.
Hiriart representa uno de los ejemplos exquisitos de ese ensayo emancipado de las obligaciones pedagógicas, cívicas y a veces moralistas, que han caracterizado históricamente el cultivo de este género en México. Cierto, esta índole de ensayo urgente, escrito en la cresta de la historia, que apunta a los tratados fundadores, a las grandes caracterologías y al compromiso político, conforma la columna vertebral del ensayo hispanoamericano y ha producido obras fundamentales. Sin embargo, en la amplia casa del ensayo caben tanto la utilidad como la gratuidad, tanto el deber como el placer y también es esencial y necesaria la otra dimensión del ensayo, introspectiva, lúdica y recreativa; esa ensayística que se gesta en Montaigne y se despliega majestuosamente en el estilo inglés y que, en México, han practicado esporádicamente algunos como Gutiérrez Nájera, Torri, Díaz Dufoo, Reyes y, más cercanamente, Elizondo o Rossi. Hiriart el ensayista, pese a su singularidad, no puede leerse sin ser asociado a esa genealogía.
Pero, ¿qué se quiere decir cuando se habla de los ensayos de Hiriart? Porque es un artista que gusta de retozar entre géneros y de mezclar formas de intelección y revelación provenientes de la filosofía, del arte o del simple discurrir en la caminata o en la tertulia. De hecho, segregar el ensayo en la obra de Hiriart es complicado porque la tarea de distinguir los géneros no parece preocupar al autor (y quizá eso solo sea un problema para los editores y libreros que sin duda se preguntan, muchas veces confundidos, en qué colección o estante ubicar sus libros). En efecto, hay un fermento indistinguible en toda la obra de Hiriart: algunos libros de teatro podrían ser ensayos representados y hay momentos de sus novelas que merecerían el apelativo de tratados, en tanto que sus libros de ensayo contienen un germen abundante e inquietante de invención narrativa. Esta gozosa indefinición genérica implica una noción de sensualidad de las ideas que las hace susceptibles de encarnar lo mismo en argumentación que en divagación, invención ingeniosa o juego de lenguaje. De cualquier modo, con sus libros oficialmente colocados en la vitrina del ensayo, basta para observar una de las prácticas más heterogéneas dentro de este género. Hiriart, por ejemplo, tiene un ensayo monotemático penetrante y deslumbrante en el que indaga el idiolecto onírico, que es Sobre la naturaleza de los sueños; también ha hecho faena en el ensayo breve y heterogéneo, como en Disertación sobre las telarañas, Discutibles fantasmas o Los dientes eran el piano; además, ha explorado los mecanismos de la consagración y la no caducidad en El arte de perdurar o ha escrito divertimentos disfrazados de manuales en Cómo leer y escribir poesía y hasta ha incursionado en la autoayuda de altura en Vivir y beber.
Sobre la naturaleza de los sueños es el ensayo más importante de Hiriart por su ambición y por su escritura, que combina la parsimonia de la filosofía analítica con la amenidad del coloquio y la imaginación narrativa. Sin referencias bibliográficas, sin otro asidero que su experiencia como soñador, Hiriart emprende un análisis sobre la naturaleza, duración y composición de los sueños que es, también, una elucidación sobre los procedimientos mentales de la imaginación y la conjetura. Pese a su declarado carácter no sistemático, este ensayo es revelador en torno a ese fenómeno onírico que rebasa, o mejor dicho, exacerba, las formas habituales de percepción y asociación arbitraria con que funcionamos en la vigilia. El sueño, dice Hiriart, escapa a la razón, pero no a la significación. De ahí el problema de narrar los sueños, pues eluden a las formas convencionales de expresión y comprensión. En el sueño, los elementos más disímiles están vinculados y esa vinculación resulta profundamente misteriosa a los ojos de la razón. El dato de vinculación convencional que se aplica en la observación ordinaria se subvierte en los sueños y no es extraño que su delirante verosimilitud tienda a concebirse como clave u oráculo. No en balde, Freud les da toda una intencionalidad que busca explicar mecánicamente propósitos disfrazados en el sueño y revelarlos de manera terapéutica. Sin embargo, para Hiriart, pensar el sueño como datos de la conciencia que revelan patologías o como presagios reduce el fenómeno a un acertijo, niega su azar y lo empobrece. Los sueños nos dan cuenta de una realidad escondida, nos explican, pero no de una manera causal, sino con una iluminación caprichosa. Hiriart, pues, reivindica la naturaleza estética y gratuita del sueño y argumenta contra la tendencia a utilizarlos de manera práctica.
No hay que buscar un significado, hay que oír al sueño, describirlo, interrogarlo, hay que dialogar con él como con un Sócrates alocado y turbulento, pero también profundo y puro.
Vivir y beber, en otro extremo, es un ensayo catártico que indaga, con lucidez retrospectiva, en torno a esa pulsión dionisiaca que nos acecha a muchos y que, prometiendo la ruta de la gratificación, conduce a la intoxicación. Con distancia, Hiriart explica los mecanismos que conducen a la ingestión alcohólica y los procesos de despersonalización y degradación que acechan al enfermo y, de esa conversación, se desprende que la rehabilitación parte de una aceptación de la vida con sus imperfecciones y de un adiestramiento en apreciar las alegrías humildes de lo cotidiano. Por supuesto, la advertencia en torno al alcohol que hace Hiriart no es la del moralista, ni la del higienista, sino la del humanista que entiende que el alcoholismo opaca la individualidad y esconde lo más auténtico del hombre bajo máscaras.
El arte de perdurar es un ensayo en torno a la fama que se centra en la figura de Alfonso Reyes, en el cual Hiriart sugiere que, pese a su indudable genio, Reyes no pudo, como Jorge Luis Borges por ejemplo, decantarse en una sola obra que lo representara a cabalidad y lo hiciera perdurar. Esa limitación de Reyes tiene que ver con esa perfección apolínea suya, refractaria a los abismos, las confidencias y los templetes públicos (se cuidó de ser hombre de letras, no intelectual), que muchas veces son los rasgos más susceptibles de ser apreciados por la posteridad. Contra lo que dice el estereotipo del Reyes ateneísta rebelándose contra el positivismo, Hiriart concibe a un Reyes fiel a una visión cientificista que desconfía de los fenómenos del misterio y la vida interior, cuya ausencia restó profundidad y vitalidad a su obra. La reflexión de Hiriart sobre el enmohecimiento de un artista tan dotado como Reyes propone una indispensable averiguación sobre esos componentes esenciales y contingentes que, más allá del talento, permiten la perduración de una obra y una figura.
Cómo leer y escribir poesía es un falso manual, pues a pesar de su título no propone métodos de lectura y escritura y probablemente resulte inútil para el que busca desesperadamente consejos y orientaciones creativas; sin embargo, sí es una invitación, a ratos deliciosa, a la lectura de la tradición poética en español. Hiriart hace de la exposición didáctica un pretexto para el despliegue de la conversación y, en ocasiones, la imaginación y la cálida erudición hacen de este libro, más que un curso, una degustación del arte poético.
Más allá de sus libros que podrían llamarse unitarios, Hiriart ha cultivado preferentemente esos ensayos breves y recreativos en donde importa menos la materia que la forma y, por ejemplo, Disertación sobre las telarañas o Disputables fantasmas son dos libros regidos por un espíritu caprichoso, que puede partir de lo más intelectual o erudito hasta lo más cotidiano (el vuelo de una mosca, el análisis del huevo) y que quita la gravedad a la reflexión y la vuelve una forma de inteligencia estética, más leve, gratuita y poética (“Ser pájaro es ser un poco de yema y de clara con brisa”). Con el ensayo brevísimo y casual Hiriart impregna sabor y amenidad a una asombrosa cantidad de temas, pero sobre todo, practica su muy citada máxima pascaliana de que mucho de la verdad (y yo agregaría de la felicidad) está en los detalles, en esos humildes pormenores que las visiones maximalistas y las grandes teorías pasan por alto.
En fin, en sus múltiples facetas ensayísticas, Hiriart es fiel a su propia preceptiva:
El único compromiso del ensayo es no aburrir; quitando eso tiene la hospitalidad de tribu del desierto y lo admite todo: el chisme, la tentativa, la extravagancia, el dicterio, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad.
Precisamente en Hiriart el ensayo se manifiesta como una gozosa zona de tolerancia intelectual donde concurren la experiencia, la inferencia y la ocurrencia; donde conviven en un amasiato apacible la filosofía y la literatura; donde se despliegan el tono conversacional el rigor expositivo y la broma. Hiriart es uno de los autores más divertidos del idioma, pero quien busque un botín de citas y frases felices para una cena debe abstenerse. Y es que esta inteligencia afable apenas se ocupa de los temas en boga y rentables socialmente; más bien se concentra en discurrir con rigor, con originalidad, con frescura sobre temas de perenne extemporaneidad, como el sueño, la telaraña o la vida. ~