Hussein y Bush frente a frente

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El cerebro de Saddam

Cuando los profesores de la Sorbona se reúnen para deliberar acerca de a quién otorgarán la distinción del alumno más malvado, probablemente repasan todos los nombres conocidos: Pol Pot, genio del genocidio camboyano; Abimael Guzmán, dirigente del movimiento guerrillero Sendero Luminoso del Perú, y Ali Shariat, padrino intelectual de la revolución iraní. Pero en realidad deberían tomar muy en cuenta a Michel Aflaq.
     Aflaq, intelectual sirio y dirigente político, fundó los partidos Baath sirio e iraquí. También Aflaq hizo llegar a Saddam Hussein, en 1963, a la Dirección Regional del Partido Baath del Iraq, y lo instaló en la ruta a la dictadura. Y Aflaq fue quien estableció la ideología que sigue dominando hoy el pensamiento de Saddam. Después de todo, Saddam Hussein no es un general que ocupara el gobierno por un golpe militar. Es un granuja, un despiadado líder tribal, un padrino tipo Don Corleone, un dictador loco por el poder. Y es, ante todo y más que nada, un activista político, un hombre de partido.
     Saddam se formó como cuadro de la muy ideológica y dogmática estructura del Partido Baath. Sus discursos, desde que llegó al gobierno en 1968 hasta hoy en día, tienen un constante carácter ideológico y pseudointelectual, y en el último decenio les ha aplicado incluso una capa de retórica islámica. Desde sus primeras hasta sus últimas declaraciones, siempre ha presentado a los árabes como la raza maestra, cuya historia y conquistas son gloriosas. Siempre tuvo una creencia mística en la autopurificación a través de la violencia, la idea de que el alma se eleva por la guerra y el asesinato. Y, lo más importante, siempre ha estado comprometido con una vida de lucha implacable, de guerras y enfrentamientos cada vez más exhaustivos, de revolución perpetua, que socava toda verdad objetiva, toda estabilidad, toda posibilidad de reposo y de paz. Ha creído en todo esto en nombre de cierta conquista final y trascendente para sí mismo y la nación árabe.
     Adquirió estas creencias y hábitos mentales del Partido Baath y, a fin de cuentas, de su líder y fundador. "Michel Aflaq creó el partido y no yo —declaró Saddam en una entrevista en 1980—. ¿Cómo olvidar lo que Michel Aflaq ha hecho por mí? De no ser por él, yo no estaría en este lugar." Saddam instaló a Aflaq en un alto puesto del partido cuando se hizo dictador. Saddam cita a Aflaq al insistir, como hace a menudo, en que el Partido Baath no es como otros. En cambio, afirma, es un credo, parecido por su fe y objetivos al islam inicial, que ofrece elevación espiritual en el proceso de ascenso de la nación a través de grandes proezas de conquista, liberación, justicia, altruismo y flexibilidad.
     Michel Aflaq nació en Damasco en 1910, como cristiano ortodoxo. Obtuvo una beca para cursar filosofía en la Sorbona entre 1928 y 1930 (discrepan las biografías), y ahí estudió a Marx, Nietzsche, Lenin, Mazzini y a una serie de nacionalistas alemanes y protonazis. Aflaq participó activamente en la política estudiantil árabe con su paisano Salah Bitar, musulmán sunita. Juntos se entusiasmaron por el ascenso de Hitler y el partido nazi, pero también admiraron la estructura organizativa creada por Lenin en el Partido Comunista ruso.
     A principios del decenio de 1930, Aflaq y Bitar regresaron a Damasco, donde jugaron a ser intelectuales radicales. Fueron profesores, colaboraron en revistas y merodeaban por los cafés predicando la revolución. Al regresar a Siria, Aflaq rechazó todo el pensamiento occidental y durante el resto de su vida negó que las ideas occidentales pudieran tener importancia alguna para la civilización, más elevada, de los árabes.
     En 1940, Aflaq formó un círculo de estudios en Damasco llamado Movimiento del Resurgimiento Árabe, que en 1947 se transformó en el Partido Baath, palabra que significa resurrección o resurgimiento. Aflaq y Bitar se postularon sin éxito tres veces cada uno para el Parlamento, pero comenzaron a tener seguidores, principalmente hombres con formación académica, de clase media baja, en Siria y en menor grado en Iraq, Jordania y el Líbano. A mediados del decenio de 1950, el Partido Baath se había convertido en una fuerza importante en Siria, gracias en parte a su fusión con el Partido Socialista Árabe, y Aflaq se convirtió en secretario general y principal ideólogo. Intenso, ascético y, según algunas versiones, decadente, no estaba hecho para la política. En 1966 perdió una lucha interna del partido por el poder y se fue al Líbano, y posteriormente al Brasil.
     Dos años después Saddam y sus cuadros iraquíes del Baath dieron con éxito un golpe de Estado y se hicieron con el control de su país en nombre del baathismo. Invitaron a Aflaq a establecerse ahí, lo que hizo en efecto, para más adelante llevar la Dirección Nacional del Partido Baath iraquí. Aflaq pasó los últimos quince años de su vida como inspiración y porra de todo lo que se refiriera a Saddam. Murió en 1989, y el gobierno iraquí sostuvo, dudosamente, que en su lecho de muerte se convirtió al islam.
     El lema del Partido Baath es "Unidad, libertad, socialismo". Unidad quiere decir unidad árabe, libertad quiere decir libertad de la opresión imperialista, y el socialismo según el sentido baathista carece casi de todo contenido económico. A Aflaq, como a su partido, no le interesaba la economía. En cambio el socialismo parece aludir a un estilo de vida, una vida comprometida con la revolución.
     La frase que más se asocia con Aflaq y el Partido Baath es la de "nacionalista árabe". En estos días es común decir que el nacionalismo árabe fue un movimiento laico que ha sido desplazado por el fundamentalismo islámico. Pero, como señala el exiliado iraquí Kanan Makiya en su brillante e indispensable retrato del Iraq de Saddam, La república del miedo, el nacionalismo árabe, según lo concibiera Aflaq, no es un concepto laico. La nación árabe para él es una fuerza espiritual trascendente, algo como el concepto de Hegel del Espíritu de la historia. La nación árabe es el ideal en torno al cual asciende la historia humana. La nación árabe es la culminación de todos los valores. Los árabes alcanzan la perfección espiritual al lograr la solidaridad con la nación árabe y purgarse de las cancerosas influencias de Occidente. "El nacionalismo no es una idea —escribió Aflaq—. Para que los árabes sean nacionalistas necesitan olvidar lo que han aprendido a fin de poder regresar a una relación directa con su naturaleza original pura."
     Aunque era cristiano, Aflaq creía que el islam les daba a los árabes "la imagen más brillante de su idioma y su literatura, y la parte más grandiosa de su historia nacional".
     Los textos de Aflaq eran vagos y lastimosos siempre que intentaba tratar situaciones concretas, pero aparentemente tenía facilidad para describir imágenes gloriosas del triunfo futuro, atractivas para los que sufrían una insistente humillación nacional. Como muchos intelectuales de mediados del siglo XX, Aflaq también reflexionó sobre el proceso revolucionario. Los miembros del Baath se consideraban luchadores, participantes en una revolución permanente dirigida a unirlos con la perfección interior que es el arabismo. Consideraba Aflaq que el Partido Baath, que encarnaba el espíritu árabe trascendente, necesitaba ser implacable con los que no compartían sus ideas. Es más: era a través de esta lucha, o guerra, como el Baath podía llegar a la perfección árabe.
     Cuando Saddam Hussein ingresó en el Partido Baath en Iraq en el decenio de 1950, éste contaba apenas con unos trescientos miembros, pero estaba adquiriendo la estructura de partido leninista que Aflaq había observado en Francia. Había células locales, divisiones y ramas que culminaban en la elite, la Dirección Regional y el Consejo de la Dirección Regional. El partido árabe socialista Baath, o ABSP, formó redes internas de seguridad e inteligencia, y revistas teóricas para elaborar el dogma del partido. Desde el inicio, las declaraciones del partido estuvieron marcadas por un estilo muy ideológico, que dividía el mundo en el partido del bien puro (los propios baathistas) y el partido del mal puro (todos los demás). Como señaló en el decenio de 1980 Tariq Aziz, dirigente durante mucho tiempo del partido: "El ABSP no es una organización política común y corriente, sino que está formado por células de valientes revolucionarios… expertos en organización secreta. Organizan manifestaciones, huelgas y revoluciones armadas… Son los caballeros de la lucha."
     Cuando llegó al poder, el partido se comportó, en algunos aspectos, como los partidos leninistas de todas partes. Creó una estructura paralela del partido por encima de la burocracia normal del gobierno, para imponer la lealtad y la sumisión. Estableció su propio ejército, además del ejército iraquí normal, su propio servicio de inteligencia, que al principio recibió el nombre celestial de Aparato de los Anhelos. Se presionó a jóvenes ambiciosos a unirse al partido para ascender, o aun para estudiar en el extranjero. Salirse del Partido Baath para afiliarse a otro grupo político sigue siendo en Iraq un crimen que se castiga con la muerte.
     Los documentos del Partido Baath son peculiares, porque son a la vez risibles y pseudocientíficos. Están llenos de vigorosas exhortaciones al derramamiento de sangre, el heroísmo y el martirio, y a la vez son tortuosos y pomposos. Por ejemplo, en el decenio de 1970, el partido emprendió una típica calistenia orwelliana para demostrar que, en su caso, una minoría es en realidad una mayoría:

Todo partido, comprendido el ABSP, es una minoría con respecto a la población… pero cuando representa, por su voluntad y conducta cotidiana, la voluntad del pueblo, cuando sus actos corresponden a los objetivos del pueblo, en el presente y en los cálculos del futuro, entonces constituye una mayoría.

Este tipo de prosa, con sus categorías abstractas, tono misterioso y lógica retorcida, aparece en los documentos del partido de la Unión Soviética de Stalin hasta la China de Mao. Con todo, Tariq Aziz tiene razón. El Partido Baath no es precisamente como los partidos comunistas. Se parece mucho al partido nazi porque se basa a fin de cuentas en una fe ardiente en la superioridad racial. La revolución, según el entender de Saddam, no es sólo un hecho político, como la Revolución Rusa o la Francesa fueron un acontecimiento político: es un proceso infinito de lucha, ascenso y salvación.
     Al leer los discursos y las declaraciones de Saddam es imposible no percibir los tonos y mensajes de Aflaq. Saddam se acalora al deliberar sobre el tema del Volk árabe. Por ejemplo, en un discurso del año pasado al pueblo iraquí, Saddam declaró, en un impulso característico:

Ustedes son la fuente del poder y el manantial de la vida, la esencia de la Tierra, las cimitarras de la transición, la niña del ojo, el guiño del párpado. Un pueblo como ustedes no puede sino existir con la ayuda de Dios. Así que sean como son, y como hemos decidido ser. Que todos los cobardes, cerdos y traidores sean envilecidos.

Con esta formulación mística, el celo panárabe de Saddam ha logrado sobrevivir a la muerte del panarabismo como proyecto político práctico. El marco histórico de referencia de Saddam es mucho más amplio. Retrocede a glorias antiguas e imagina la futura supremacía para dentro de quinientos o mil años. Sus discursos están llenos de referencias a Nabucodonosor y Saladino, y siempre parece que no los considera figuras lejanas, sino presencias vivas, reencarnadas en él con el fin de hacer avanzar el espíritu árabe.
     La inferioridad de otros pueblos también se menciona a menudo. En una entrevista, Saddam dijo que los árabes nunca deberían ser comunistas porque no existe nada que pudieran aprovechar de una idea europea, aunque es perfectamente aceptable que los africanos u otras razas inferiores adoptaran como credo propio el comunismo:

¿Qué puede perder un africano de Rhodesia al adoptar el marxismo, ya que carece de la profundidad histórica o del legado intelectual de la nación árabe, legado que ofrece todas las teorías necesarias para una vida de cambio y progreso? La nación árabe es la fuente de todos los profetas y la cuna de la civilización.

Estados Unidos tampoco se libra de su desdén. Sus discursos están llenos de referencias a los sionistas y estadounidenses "que aman la enfermedad". Pero lo interesante es que parece reconocer en Estados Unidos a la otra nación del planeta con un palpitante sentido de tener una misión, la creencia viva de que su forma de gobierno es la última y mejor esperanza de la Tierra. Estados Unidos, en consecuencia, es su rival último. En enero de 2002 declaró:

Los estadounidenses todavía no establecen una civilización, en el sentido profundo y exhaustivo que le damos a este concepto. Lo que han establecido es una metrópolis de la fuerza… Algunas personas, inclusive quizás los árabes y muchos musulmanes y muchas personas además en el ancho mundo… consideraron el ascenso de Estados Unidos a la cumbre como la última escena de la película del mundo, después de lo cual no habrá más cumbres y nadie tratará de subir ni ocuparla cómodamente. Lo consideraron el fin del mundo, según sus deseos, o según se los hubieran indicado algunos espíritus atemorizados.

Ese pasaje infunde sentido al marco escatológico del pensamiento de Saddam: algún día habrá una gran culminación histórica. Algún país, algún pueblo, establecerá su dominio permanente en el planeta. Realizará todos los valores, hará culminar todas las esperanzas y ascenderá a la gloria permanente. No se trata de un conjunto de ideas que Saddam hubiera creado él solo. Es un legado de la ideología fervorosa de base de su partido.
     Aparte de su fe radiactiva en la santa misión del pueblo árabe, el otro gran concepto aflaquiano que se repite en los discursos de Saddam es el concepto de ascensión a través de la revolución y la lucha perpetuas. La palabra "revolución" tiene un significado especial para Saddam, y vale la pena citar algunos de los discursos y entrevistas en los que la utiliza en forma novedosa:

– Por eso una revolución no tiene principio ni fin; no es como una guerra, y sus soldados no deben beneficiarse de sus despojos. Es algo continuo, es un mensaje para la vida, y el ser humano es el único portador de ese mensaje.
     – La Revolución escoge a sus enemigos, y decimos que escoge a sus enemigos porque algunos enemigos son elegidos por ella entre las personas que se oponen a su programa y quieren perjudicarlo.
     – La Revolución tiene bien abiertos los ojos. En todas sus etapas la Revolución será capaz de desempeñar su función con valor y precisión, sin duda ni pánico, una vez que entra en acción para aplastar los focos de contrarrevolución.

A veces, al leer lo que dice Saddam sobre la revolución, parecería estarse leyendo a Darth Vader hablar del lado oscuro de La Fuerza. La revolución está en todas partes. La revolución lo ve todo y es interminable. La revolución es Dios y la salvación. Y, en alguna forma, Saddam mismo está fundido en la revolución.
     Una característica de la revolución mencionada por Aflaq y absorbida por Saddam es que anula y reemplaza todos los valores objetivos. Como la revolución es permanente e implacable, las normas de juicio deben ser flexibles para adaptarse a las exigencias de la revolución. Incluso los hechos deben ceder a las necesidades de la revolución.
     Es extraño, pero en medio de sus declaraciones, Saddam a veces lanza una disquisición pseudointelectual sobre epistemología, sobre cómo sabemos lo que sabemos. No podemos atenernos a un "verdadero" conjunto de criterios para elaborar nuestros juicios, declara, porque las necesidades en transformación de la revolución reemplazan a la verdad.
     En 1977 Saddam pronunció un discurso ante un grupo de profesores de historia en el que los instruyó para anteponer el análisis del Partido Baath a los hechos:

Los investigadores e historiadores que se declaran objetivos bien pueden estar representando distintos puntos de vista y posibilidades para explicar un hecho… dejando que el lector extraiga sus propias conclusiones… El partidario de Baath nunca debe tratar la historia y otras cuestiones intelectuales y sociales de esta manera… La redacción de la historia debe adoptar la misma especificidad que el Baath; en otras palabras, escribir la historia árabe debería ser desde nuestro punto de vista, hacer énfasis en el análisis y no en la narración histórica realista.

En julio de 2002 Saddam pronunció un discurso en el que hizo hincapié en que todos los principios, incluso los principios del Baath, son relativos. La "verdad" está determinada por las necesidades inmediatas de la revolución. Los verdaderos partidarios del Baath se niegan a dejarse dirigir por los principios de su fundación, dijo Saddam, o incluso por los principios que defendieran seis años antes. Más bien, deben orientarles las necesidades del futuro. "Elevarse, elevarse y elevarse" es lo que guía la revolución. "Nuestro criterio decisivo —concluyó—, cuando hay diversas opciones y perspectivas ante nosotros, no es la imagen modesta, sino el estado más elevado y puro. Esto distingue al régimen del Baath de los demás regímenes."
     De modo que al tratar con Saddam no tratamos con un granuja o un pendenciero común y corriente, sino con uno que es un misionero cuya elevada ideología no se ha modificado en cuatro decenios, aunque en los últimos años haya adquirido un cortinaje islámico. La ideología del Baath quiere una lucha implacable, un conflicto cada vez más extendido, hasta alcanzar determinada culminación histórica ideal. La ideología del Baath vuelve arbitrario todo acuerdo, como hace arbitraria toda norma y arbitraria toda verdad. Lo que le sirve a la revolución es la verdad en ese momento. La revolución y Saddam abandonan implacables toda verdad o principio de acuerdo que no se adapte a la necesidad de alcanzar el glorioso estado de perfección espiritual. Romper acuerdos no le quita el sueño a Saddam. Lo hace con orgullo. Es congruente con la santa doctrina de su partido.
     La ideología del Baath necesita del conflicto y el derramamiento de sangre continuos. A Saddam le gusta llamarse "El Combatiente", y su gobierno se ha caracterizado por el conflicto incesante. Ha conducido a su país a través de una guerra sangrienta de ocho años de duración contra Irán, con un número de muertos equivalente al de la Primera Guerra Mundial; una campaña genocida implacable contra los kurdos; la invasión del vecino país del Kuwait; una guerra contra Estados Unidos y el resto del mundo; guerras civiles en el norte y el sur de su país; y ahora otra posible guerra contra Estados Unidos y sus aliados, a causa de las armas de destrucción de masas. No ha habido pausa. La ideología del Baath impone que no la haya. La ideología del Baath no permite acongojarse por el asesinato en masa de los grupos de razas inferiores. Una vez que un dictador adopta la idea de Aflaq sobre la superioridad de la raza árabe, prácticamente es inevitable que encuentre su campo de batalla para el genocidio: se encontrará sus kurdos. Es más: esta teoría de la historia lo perdonará si emprende un asesinato de masas contra razas inferiores como los estadounidenses.

La ideología del Baath exige una revolución en los asuntos mundiales. Es necesario humillar a Estados Unidos y su democracia, y rebajarlo a fin de que el dominio de la nación árabe pueda lograr su triunfo final y apropiado, y realizar de esta manera el plan de Dios para la Tierra.
     Ningún líder, ni siquiera uno tan ideológico como Saddam, se orienta sin tropiezos por sus ideas. Las ideas no lo son todo. Todos los dirigentes esperan su momento, buscan oportunidades, se cuidan. Pero en la deliberación actual sobre qué hacer con Iraq y Saddam, se ha tratado a las ideas como si no fueran nada. La deliberación se ha dado en torno a las armas de destrucción de masas, el unilateralismo de frente al multilateralismo, y la capacidad nuclear. Se ha prestado muy poca atención a lo que quiere Saddam y a lo que cree Saddam, que es como analizar a Hitler sin referencia a la ideología del partido nazi, o a Lenin sin referencia al comunismo.
     La CIA y el Departamento de Estado tal vez piensen de otra forma, pero no somos expertos en la teoría de los juegos. No todos los seres humanos son actores racionales que calculan atentamente sus intereses. Algunas personas —muchas personas, en realidad— persiguen objetivos, ideales y creencias. Saddam Hussein ha aceptado tan tremendos riesgos a lo largo de su trayectoria porque ha estado persiguiendo una perspectiva. Seguía los dictados de la ideología del Baath, que quiere la guerra, el derramamiento de sangre, la revolución y el conflicto, en forma constante, contra uno y contra todos, hasta el fin de los tiempos. –
     

— David Brooks
     Traducción de Rosamaría Núñez

 


Cuando todo se vale
1.
Nadie había malgastado a tal velocidad un crédito desde el último gran préstamo bancario otorgado a Argentina. En un año, la administración de George W. Bush ha desperdiciado el capital mundial que llegó a Estados Unidos después de los asesinatos del 11 de septiembre. Y ¿con qué propósito? Por motivos buenos y malos, a la gente le gusta odiar y amar a Estados Unidos y que este país la asombre. Así que no era del todo previsible —mientras un acre hedor seguía flotando en la parte sur de Manhattan este pasado septiembre— que millones de personas de todos los continentes se pusieran de pie y declararan su identificación con Estados Unidos y con los estadounidenses como integrantes de la humanidad. En las vigilias a la luz de las velas y en los titulares de los diarios, y sin olvidar todas las cuestiones en las que discrepan de la política exterior de Bush, declararon su solidaridad.
     Para encontrar y declarar esta solidaridad era necesario dejar de lado los agravios, y todos tienen algún resentimiento contra el centro imperial. Sin embargo, millones de personas dejaron de lado sus agravios espontáneamente y, me parece, con sinceridad. Fue como si el horror de lo sucedido no sólo les hiciera participar en la pérdida, sino recordar quiénes eran, y trazar una clara línea existencial: de un lado, lo mejor de la idea estadounidense; del otro, el abismo de la violencia apocalíptica.
     Claro que los antiestadounidenses de línea suave dieron un paso al frente insinuando que el tiempo que se dedicaba a llorar a las víctimas del ataque se le estaba robando a la memoria de las víctimas históricas del poder estadounidense. Estos antiestadounidenses de línea suave nunca habían lucido tan feos, tan mezquinos ni tan insensibles.
     Resultó todavía más impresionante el desbordamiento de solidaridad porque el gobierno de Bush ya había ganado un considerable rechazo internacional cuando los aviones se estrellaron contra el World Trade Center y el Pentágono. Las cruzadas individualistas de Bush —su rechazo al Protocolo de Kyoto y al tratado internacional de armas biológicas, su desacuerdo respecto a la Corte Penal Internacional y el haber debilitado el tratado sobre misiles antibalísticos— habían infundido al gobierno una fanfarrona arrogancia tan insistente en su unilateralismo, tan irrespetuosa del imperativo moral establecido en la Declaración de Independencia como "respeto decente a las opiniones de la humanidad", que, para cuando los asesinatos en masa de Al Qaeda nos introdujeron explosivamente en una nueva era, parecía que Bush estuviera en el gobierno desde hacía veintiún años y no sólo veintiún meses.
     De un solo golpe, Osama Bin Laden hizo quedar mal el oponerse a Estados Unidos. Hoy, la disposición de Washington a hacer estallar la guerra contra Iraq atiza de nuevo la moda antiestadounidense, y se ha desvanecido gran parte de la buena voluntad. La imprudencia total de Bush es patente a la mirada de los europeos, latinoamericanos y otras personas informadas. Las quejas de los críticos porfiados ya no son reflexivas e insignificantes, sino que resultan de doce meses de arrogancia de Washington. En las torpes frases que balbucea el Comandante en Jefe, las referencias a los aliados son superficiales. El concepto preferido es "coalición", una relación temporal, y no "alianza", que supone un lazo más duradero. La arrogancia monumental no sólo es el sello de la política exterior de este gobierno, sino que es su política exterior. El gobierno publicó un manifiesto sobre la seguridad nacional en el que no sólo compromete a Estados Unidos a intervenir en el mundo, sino que hace explícita y permanente una tendencia imperial de larga trayectoria. El documento, titulado "Estrategia de seguridad nacional para los Estados Unidos de América" —conocida como la doctrina Bush—, es una justificación romántica del recurso fácil a la guerra siempre y donde quiera que lo decida un presidente de Estados Unidos.
     Al presidente no le da vergüenza comportarse como un bribón. En la mentalidad del pequeño círculo neoconservador que se ha hecho con el poder de la maquinaria de la política exterior y militar del país, la duda es el rechinido de la lastimosa falta de espinazo, y la disidencia el grito de lo peligrosamente antipatriótico. Los efectos de esta miopía se advierten en diversas circunstancias. En Afganistán, el compromiso estadounidense de promover la democracia y crear una paz duradera es insignificante. En el Oriente Medio, el grupo Bush está pegado a Ariel Sharon, cuya idea de la diplomacia es un ariete. Respecto a Iraq, la administración ha demostrado tener mala suerte y una actitud de truhanes. Durante meses, en su maniobra contra Saddam Hussein, Washington apenas si ha tenido algún aliado, cosa extraordinaria considerando que poco antes contaba con un apoyo prácticamente unánime en los ataques al régimen talibán de Afganistán. Si en la Casa Blanca hubiera un poco de lógica —lo que es dudoso—, podría tratarse de una versión reciclada de la política "loca" adoptada por el gobierno de Nixon. El presidente Nixon creía que podía intimidar a Hanoi si lograba parecer capaz de cualquier cosa. Esta locura podría gustarle a Bush, cuya historia personal —desde decenios de borracheras y rescates de negocios oscuros hasta el pandillerismo político y unas elecciones robadas— parece haberle mostrado que puede hacer lo que se le dé la gana. Por otra parte, quizá esa lógica no haya existido nunca.
     Nada menos que una autoridad de la talla del ex secretario de Estado Lawrence Eagleburger, republicano conservador, declaró recientemente que los integrantes del grupo de política exterior que rodea a Bush —el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de la Defensa Donald Rumsfeld, el subsecretario de la Defensa Paul Wolfowitz, la asesora de seguridad nacional Condolezza Rice— "se habían vuelto locos". En sus tonantes declaraciones sobre el destino manifiesto y la gloria anticipada, Bush casi es elocuente: es lo único que parece poder espetar sin tropiezos. A fin de cuentas, convencieron a Bush (parece que fue el secretario de Estado Colin Powell), aunque de mala gana, de llevar la cuestión de Iraq al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, cuyas resoluciones sin cumplir sirven, después de todo, de base jurídica y de legitimación de toda acción militar. La resolución producida, con sorprendente unanimidad, impone que se inspeccione en busca de las armas de destrucción masiva en Iraq y que éstas se destruyan. Por el momento, el triunfo de Bush parece prácticamente total.
     2
     Si los deseos fueran justificaciones, la justificación más fuerte de una guerra de Estados Unidos sería la más ambiciosa: el deseo, o plegaria, de que, al deponer a Saddam Hussein y ocupar Iraq, Estados Unidos pudiera instalar el primer régimen democrático del mundo árabe, régimen que, a su vez, debilitaría el consenso autocrático en esa parte del mundo, haría retroceder el movimiento islámico y fomentaría las tendencias antiislámicas en todas partes. Semejante resultado ha de desearse con devoción… si bastara con el deseo. Pero el mundo en que ese deseo bastaría no es el mundo en que vivimos. Una guerra de Estados Unidos en Iraq es muy poco probable que lo haga cumplirse. Es mucho más probable que dé lugar a una carnicería y le infunda fuerza al terrorismo. Los riesgos son demasiado grandes para justificar la guerra. En las guerras se pierde el control, y éstas son, después de todo, infernales: por eso hay que recurrir a ellas sólo en el último de los casos. En el barrio de Iraq sencillamente hay muchas formas en que podría perderse el control de esta guerra en particular. La situación en la que con mayor probabilidad se utilizarían armas de destrucción masiva es precisamente la que está preparando George W. Bush: atacar el régimen de Saddam Hussein. La situación con más probabilidades de producir ataques terroristas —incluso contra estadounidenses en su propio país— es precisamente esa misma. La situación que con mayor probabilidad le conquistaría más militantes a Al Qaeda es justamente la misma. Contra las futuras amenazas de Saddam Hussein hay opciones sustanciales, no simplemente retóricas. Hay un gran consenso en pro de limitar su poder bélico. Las opciones correctas con respecto a la guerra son imponer sanciones inteligentes (no como las desatinadas de ahora), más las inspecciones obligatorias, y conservar la zona de prohibición del paso aéreo.
     Las inspecciones dictadas por las Naciones Unidas se apegan al derecho, son proporcionales al peligro, y por lo tanto son justas. La resolución unánime del Consejo de Seguridad, en el sentido de ordenar las inspecciones, no es sólo testimonio del poder de Bush, sino de la justificación de la causa. Se justifica, en proporción al peligro, la utilización de la fuerza para asegurar que los inspectores tengan acceso a todos los lugares que quieran revisar. Igual que utilizar la fuerza, en caso y sólo en caso de que sea proporcional. Utilizar la fuerza para "cambiar el régimen" no es proporcional, y el Consejo de Seguridad no lo justifica. Como lo indica el torpe concepto de "eje del mal", la política de Bush en Iraq tiene como propósito ilustrar una doctrina: una doctrina "preventiva" tan arrasadora, unilateral y moralmente arrogante, tan (por decirlo con una palabra) imperial, que va a sembrar el caos en todo el mundo y a poner en peligro a los estadounidenses. Definir expansivamente la prevención, como lo hace la "estrategia nacional de seguridad" de Bush, es arrogarse el derecho a la guerra siempre y dondequiera que lo desee el presidente: es una fórmula segura del desastre. Es cierto que los imperios pueden hacer algunas cosas buenas, y algunos imperios y algunas políticas imperiales son mejores que otros. Pero la doctrina de Bush es arrogante. Entre los aliados reales y posibles de Estados Unidos, probablemente se transforme el recelo en enojo. Trazar una raya en la arena, las montañas, los bosques, dondequiera, es cortejar el desastre, no necesariamente pronto, pero algo después.
     3
     La Casa Blanca de Bush escogió este momento de enfrentamiento con Iraq para poner en letras de molde su gran estrategia, y convertir en doctrina, por así decirlo, su impulso de actuar por su cuenta con los instrumentos bélicos (la doctrina está publicada en el sitio web http//www.whitehouse.gov/nsc/nss.html). Aprovechando el peligro indiscutible que representa Al Qaeda, la doctrina generaliza. Es ilimitada en el tiempo y el espacio. No sólo compromete a Estados Unidos a dominar el mundo durante un tiempo que se extiende hasta las nieblas remotas del futuro, sino que defiende lo que denomina uso preventivo de la fuerza, según declara, porque "Los Estados Unidos intervendrán contra… los peligros que se presenten antes de que hayan acabado de formarse". "Para impedir o evitar… agresiones de nuestros adversarios, los Estados Unidos, de ser necesario, intervendrán preventivamente."
     ¿Cuál es la novedad? Estados Unidos muchas veces ha mandado ejércitos a apoderarse de países extranjeros durante semanas, años o decenios a la vez, pero la doctrina Bush es la primera que eleva las guerras ofensivas a la categoría de política oficial, y la llama "de prevención" (con respecto a los peligros inminentes). Este cambio semántico es crucial. Cuando impedir una remota posibilidad se denomina prevención, se vale lo que sea. No se necesita demostrar un peligro inmediato contra Estados Unidos para detectarlo. Puede pasarse por encima de la precaución de la CIA, pueden confeccionarse conexiones con Al Qaeda, exagerarse los peligros, y Estados Unidos tendrá una doctrina que suplante al derecho internacional. Por ejemplo: Iraq. El manifiesto de Bush denota jactancia, romanticismo y falta de lógica por medidas iguales. Premisa: Estados Unidos es fundamentalmente un país probo. "De conformidad con nuestro legado y nuestros principios, no utilizamos la fuerza para obtener una ventaja unilateral." Esto será una novedad para gran parte del mundo, pero no importa. La nueva doctrina imperial se justifica porque en el mundo no existe sino "un único modelo sostenible de éxito para los países: la libertad, la democracia y la libre empresa", modelo que, oh sorpresa, encarna Estados Unidos. (Respecto al éxito en materia de libertad o democracia o libre empresa, ¿y China? En cuanto a la libre empresa y la democracia con cierta clase de éxito, ¿qué tal Argentina, Colombia y Nigeria?) Bush no trafica matices. Conclusión: Cualquier cosa que haga Estados Unidos está bien: espiar a los terroristas, la guerra de prevención, el libre mercado, todo. Porque, pese a toda la jerga jurídica sobre las diferencias nacionales, el interés central de la doctrina es palpable: si todo el mundo habla con los valores de Estados Unidos (aunque a veces con acentos locales), ¿por qué no han de bailar todos al son que les toquemos?
     El meollo de la estrategia de seguridad nacional es unilateral, pero concede que hay que consultar con los aliados, y "mantener buenas relaciones con las grandes potencias". Es militarista, aunque toma en cuenta la democracia y el desarrollo. Pero no hay que equivocarse: no es que se tome más en cuenta la ayuda internacional, ni, viniendo de un gobierno petrolero, que se reconozca en modo alguno que el calentamiento del planeta produce grandes daños irreversibles, y que, por consiguiente, la energía sostenible es una cuestión de seguridad, no sólo para Estados Unidos, sino para los países empobrecidos cuyo bienestar la doctrina sostiene que le importa. En el país de Bush, el libre comercio no tiene desventajas, ni siquiera el hecho de que las empresas talen los bosques y arrojen a los campesinos de sus tierras. El documento, eso sí, habla a favor de reducir los impuestos.
     Sería fácil descartar el manifiesto de Bush alegando que la mayor parte es una monstruosidad machacona de clichés, un montón de palabrería de Washington debida a que el Congreso alguna vez ordenó que se presentaran informes periódicos sobre la estrategia de seguridad nacional. El documento no tiene como fin su lectura tanto como que se empuñe. Se deja leer tan mal como un malbarajado conjunto de notas, tanto así que hasta parece que el presidente se encargara personalmente de darle los últimos toques. Pero que la mala redacción no nos distraiga. Se trata de internacionalismo estilo imperial, como en Roma, cuando gobernaba Roma. Su alcance quita el aliento. Había grandes partes del mundo a las que Roma no podía llegar, pero la doctrina de Bush no reconoce límites para el poder o la legitimidad de Estados Unidos. El gobierno de Estados Unidos no pedirá permiso. Sabrá cuándo estén surgiendo peligros, cuándo estén parcialmente formados, y no tendrá que explicar cómo lo sabe ni convencer sobre lo que sabe. La doctrina afirma todo lo que le conviene al imperio, y no retrocede ante peligro alguno para él. No pondera los costos de un despliegue bélico ilimitado contra los terroristas y sus aliados. Olvida que todos los imperios caen, cuestan demasiado, suscitan demasiadas enemistades, inspiran imperios contrarios. Los nuevos imperialistas creen que son distintos. Igual que todos los imperios.
     Si Bush dudaba de su política de extensión del régimen antes del 11 de septiembre, ahora seguramente ya no duda. El 11 de septiembre excitó su celo misionero. El moralismo de un presidente que tiene una misión se ha unido a la estrechez de miras de un presidente cuyo pozo de conocimiento del mundo está lleno de petróleo. Luchará contra el enemigo, aunque el enemigo esté muy lejos, o los aliados tengan miedo o no estén convencidos, aunque los costos políticos y económicos de la guerra sean inmensos. (Como los principales costos económicos recaerán en las clases pobres y medias, e impedirán toda reforma interna progresista, no le preocupan.) Los estadounidenses ya conocen el miedo, así que eso es lo que va a movilizar: el miedo. Los estadounidenses quieren el multilateralismo, así que pergeña coaliciones con ese fin, incluso acude a las Naciones Unidas, cuando ya está decidido a emprender la guerra. Lo malo de la doctrina Bush es todavía peor de lo que he indicado, porque es tan arrasador que desacredita los que podrían haber sido, por otra parte, imperativos más modestos. Por supuesto que puede justificarse (como insiste la Carta de las Naciones Unidas) la autodefensa del país como último recurso. El terrorismo es real, un peligro claro y presente. Hay organizaciones como Al Qaeda cuyos propósitos pueden llamarse sin error genocidas, y ahora ya está claro que en los próximos años será necesario habérselas con ellos y sus propósitos. Los críticos del alarde de Estados Unidos tienen que tratar con seriedad esta situación. Es muy importante subrayar que, según dice el documento, "hay que tomar en serio las obligaciones internacionales. No han de tomarse simbólicamente para obtener apoyo para un ideal sin promover su cumplimiento".
     Pero la doctrina Bush arruina sus proposiciones más válidas porque está empapada en una actitud de "tómalo o déjalo". Legitima el deseo de Bush de vencer los obstáculos en el máximo secreto por decisión de un pequeño grupo. Comunica el sentimiento de un gobierno que presiona a los servicios secretos a suscribir su punto de vista de cómo deben ser las cosas, pese a lo que piensen. Se trata del manifiesto de un fanfarrón con un feroz propósito que manosea torpemente en busca de razones para explicar por qué hace lo que se le da la gana, y seguirá haciéndolo mientras esté en el poder. Con todo, la estrategia de Bush está vigente. Confirma las sospechas y ceba la paranoia. Colabora con los terroristas al proponer que no hay sino dos modelos de vida para la sociedad en el mundo, y que los que rechazan uno tienen que afiliarse al otro. Al admitir esta clase de excesiva simplificación, la superpotencia invita al resto del mundo a ventilar un superresentimiento. Los estadounidenses, así como nuestros amigos en el extranjero, tendrán que enfrentar las consecuencias durante generaciones. Por eso es peligrosa la doctrina Bush: es un regalo para los antiestadounidenses de todas partes. –
     

— Todd Gitlin
     Traducción de Rosamaría Núñez

 

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