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Si bien se ha escrito mucho sobre la contribución del presidente Benito Juárez (1858-1872) a la historia mexicana y estadounidense, siguen vigentes muchas cuestiones que datan de la época de la Reforma y de la República Restaurada (1855-1876). En el centro de esta polémica estaban la relación del Ejecutivo con el Congreso Nacional y con los gobiernos
de los estados, y la relación de éstos con las instituciones locales. El equilibrio apropiado de los poderes en el sistema federal constitucional todavía está por verse. La discusión de tres temas decisivos: el presidencialismo, el reeleccionismo y el centralismo, tiene su origen en el periodo final de gobierno juarista, entre 1867 y 1872. Se ha estudiado mucho la contribución de Juárez específicamente al liberalismo y al movimiento de la Reforma mexicana. Gran parte de la interpretación de la época de Juárez se concentró en la defensa de la soberanía nacional, en oposición a la intervención francesa de 1862-1867. No se ha dicho todavía la última palabra merced al aura nacionalista que circunda a Juárez, a los mitos creados a su rededor y a su continua execración por parte de los críticos católicos.
     Con todo, las interpretaciones de la intervención francesa pueden discrepar. Juárez, primer presidente electo, en 1861, y reelecto en 1867 y 1871, no fue derrocado y murió en su lecho. Para un civil, se trata de un acontecimiento extraordinario. Ninguno de los presidentes militares lo igualó, por supuesto. En sus dos últimos periodos de gobierno, Juárez pudo haberse convertido en el político más impopular de México, como lo trasluce la sátira periodística, pero conservó la presidencia. Las costumbres políticas no habían cambiado tras la restauración de la República en 1867. Cuando mucho, la eliminación del peligro extranjero profundizó las rencillas en el seno del partido liberal, atizó los conflictos entre el Ejecutivo y el Congreso y exhibió aún más las tensiones entre el gobierno central y los estados. Aunque los rivales de Juárez lo atacaron seriamente a todo lo largo de su presidencia, ninguno logró sacarlo del poder. Fracasó incluso el más serio enfrentamiento de todos, la revuelta de la Noria de 1871-1872, encabezada por el ambicioso general Porfirio Díaz.
     Ninguno de los impugnadores de Juárez externos al partido liberal fueron hombres insignificantes. Miguel Lerdo de Tejada, Jesús González Ortega, Manuel Doblado, Sebastián Lerdo de Tejada y Porfirio Díaz, todos fueron hombres de extraordinario talento y experiencia en la guerra o la política. Tenían igual derecho a la celebridad. De la misma manera, Juárez encontró en Santiago Vidaurri a un vigoroso contrincante, atrincherado desde 1855 en su dominio del noreste, en Coahuila y Nuevo León. Es más, los tres generales conservadores: Miguel Miramón, Leonardo Márquez y Tomás Mejía, y el comandante del ejército expedicionario francés, el mariscal Achille Bazaine, eran estrategas de primera.
      
     El derecho y la Constitución como armas políticas
     Juárez fue antes que nada y sobre todo un abogado. Eso definió su personalidad y su posición política. Alcanzó su posición social gracias a su práctica jurídica. Al mismo tiempo, ascendió en la política estatal de Oaxaca después de 1832 por medio de sus relaciones con los notables en busca de hombres honestos con talento, sin importar sus orígenes. Juárez, como político estatal y nacional, defendió la legalidad y llegó a manipular el Poder Legislativo a tal grado que enmarañaba a sus contrincantes, en ocasiones con consecuencias fatales. Se decía que Juárez era más peligroso empuñando una ley que una pistola. El primer ejemplo fue el decreto del 26 de enero de 1862, que establecía la pena de muerte sin derecho a apelación para los colaboradores voluntarios de la intervención europea. El decreto se aprobó cinco y medio años antes de su más grave aplicación, el 19 de junio de 1867, cuando el emperador Maximiliano, Miramón y Mejía quedaron atrapados en ella y fueron ejecutados por un escuadrón de tiro. Pocos comentaristas y críticos de esa época señalaron el carácter implacable de su presidente. El decreto de 1862 debería considerarse el sello distintivo de Juárez.
     Juárez ascendió en su estado natal, Oaxaca, gracias a su habilidad para combinar una versión local del liberalismo con la disposición a darle gusto a la élite local y la capacidad de abrirse paso entre los agentes del poder de los distritos. De 1832 a 1857 se sometió a un prolongado aprendizaje de la política estatal, llegó a ser secretario del gobernador en 1844 y fue gobernador dos veces, en 1847-1852 y 1856-1857. Le garantizaba su poder en Oaxaca la cooperación con los oficiales locales del ejército, para contrarrestar a los jefes militares federales, pese a las sublevaciones nacionales y la agitación local. Juárez adquirió una experiencia indeleble a través de sus errores durante su primer periodo de gobernador, en particular respecto a los conflictos recurrentes con las comunidades de Zapotec, del sur del Istmo. Pero su experiencia estatal echó las bases de la posterior elaboración de su estilo característico y su imagen a escala nacional. Juárez, como presidente, prestó mucha atención a esta base original y local del poder, aunque nunca volviera a Oaxaca después de 1857. El asiduo cultivo de viejas amistades y aliados le permitió vencer al gobernador de la oposición de Oaxaca, Félix Díaz, en 1871, y derrotar la revuelta de la Noria, que trataba de anular las elecciones presidenciales y para el Congreso de octubre de 1871.
     Juárez alcanzó la fama nacional por vez primera como defensor de la Constitución federal de 1857 a la caída del presidente Ignacio Comonfort (1855-1858) y durante la Guerra de la Reforma (1858-1861). Su cargo de presidente de la Suprema Corte en el último periodo de Comonfort le daba el derecho constitucional a la sucesión. Así pues, la defensa de la Constitución no era sólo una posición ideológica, sino el medio de legitimar su propio poder político. Esta defensa de la legalidad constitucional se proponía afirmar la dignidad de la presidencia y, al mismo tiempo, le confería independencia moral de la alianza de gobernadores del norte y el centro que habían apoyado su ascenso a la presidencia en enero de 1858. Las rivalidades regionales y de personalidades impedían elegir a uno de ellos. Sin embargo, se fijaron en Juárez, un sureño insignificante de origen indígena, procedente de un estado empobrecido, que podría por un tiempo encabezar la causa liberal durante la guerra civil de la Reforma (1858-1861). El integrante más poderoso de esta camarilla de "entronizadores" era Manuel Doblado, gobernador de Guanajuato, estado minero y agrícola donde ya se vislumbraba la recuperación de la prosperidad de fines de la Colonia desde el decenio de 1840. Doblado, también abogado, encabezaba un considerable movimiento liberal en el norte-centro. La historiografía no ha aclarado plenamente el papel político de este personaje durante ese periodo. Doblado, dirigente de los liberales moderados, participó decisivamente en la terminación de la presidencia de Juan Álvarez en 1855, durante la primera y más radical etapa del Plan de Ayutla en el poder. Fue el patrocinador virtual de la presidencia de Comonfort. En diciembre de 1857 declinó apoyar la determinación de éste de suprimir la Constitución de 1857, con el argumento de que favorecía a los gobernadores de los estados, para sustituirla por un sistema más centralista que fortaleciera al Ejecutivo. Doblado, como corresponde, se hizo de lado y dejó caer a Comonfort merced al golpe conservador del mes siguiente. Así, se convirtió en "entronizador" principal en un momento en que los gobernadores liberales de los estados repudiaban al gobierno central de la Ciudad de México, controlado por los conservadores.
     Como para Juárez era fundamental asegurar su posición tomando distancia de Comonfort, pronto se hizo fama de radical. Su pertenencia al gobierno de Álvarez como ministro de Justicia y Asuntos Eclesiásticos en 1855-1856 parecía confirmarlo. Juárez era el autor de la Ley de Restricción de Privilegios Corporativos, emitida por Álvarez como decreto presidencial el 23 de noviembre de 1855. Después de 1858 Juárez necesitaba fomentar su imagen de radical para distanciarse de Comonfort. Pero cuando la administración liberal se reorganizó en el puerto de Veracruz, a mediados de 1858, ese supuesto radicalismo pronto se opacó merced a la presión constante de Miguel Lerdo de Tejada, ministro de Finanzas, para acelerar el programa de la Reforma. Lerdo había emitido la Ley de Desamortización de Fincas Rústicas y Urbanas, propiedad de corporaciones civiles y religiosas, el 26 de junio de 1856. Las discrepancias entre la perspectiva de ambos sobre el futuro liberal cavó una brecha en vísperas de las elecciones principales de 1861. En muchos aspectos, Lerdo tenía una inteligencia más fina. Procedía de una familia de comerciantes de Jalapa, capital del estado, y era autor de obras historiográficas y de estadística. Pero Lerdo y Juárez compartían la admiración por el reciente enemigo nacional de México: los Estados Unidos. El deseo de aquél de aproximar más el país a los EE.UU. en defensa contra la intervención europea (en particular española) se extendió a un intento, en 1858, de obtener un préstamo de los EE.UU. en Nueva York, garantizado con la venta de propiedades de la Iglesia. La muerte de Lerdo por una tifoidea en la primavera de 1861, poco después de que los liberales recuperaron la capital del país, liberó a Juárez de esta competencia en las próximas elecciones a la presidencia.
     La Guerra de Reforma había dado a los gobernadores de los estados su tipo favorito de conflicto: una guerra contra cualquiera que estuviera a cargo del gobierno nacional. Además de ganar la guerra contra los conservadores, este conflicto le planteó a Juárez el problema más difícil. La autonomía del gobernador estatal, además, tenía una dimensión económica, ya que le negaba al gobierno federal los ingresos que le correspondían. Este problema precisamente causó la ruptura inicial de la Primera República federal de 1835. Los estados se negaron a dar al centro suficientes ingresos para mantener un gobierno nacional efectivo. La administración de Juárez en Veracruz dio en julio de 1859 los primeros pasos para invertir esta práctica. Aunque los gobernadores de los estados se anticiparon al régimen de Veracruz en la confiscación de los bienes de la Iglesia en 1858 y 1859, Juárez insistió en que la ley de nacionalización de la propiedad eclesiástica de julio de 1859 era del gobierno federal. De conformidad, las entradas de las ventas deberían ingresar en el erario nacional y no en los estatales. En octubre de 1861, al terminar la guerra civil, el gobierno de la Ciudad de México anunció su intención de emprender una reforma cabal de las finanzas nacionales, a consecuencia de la cual se responsabilizaría personalmente a los gobernadores de los estados por incumplimiento. Esta estipulación sentaba las bases para proceder jurídicamente contra los gobernadores que no colaboraran. El ejemplo más sobresaliente de rechazo de un gobernador a entregar los ingresos federales fue el de Vidaurri, que mantuvo con firmeza que los ingresos eran necesarios para hacer gastos urgentes en la zona bajo su mando, específicamente para contrarrestar las profundas incursiones de los indios bárbaros.
      
     Visita al archivo fotográfico de Pachuca: Juárez como imagen
     En este edificio que fuera un convento franciscano, la abundancia de fotografías de Maximiliano y Carlota causa una impresión inmediata. Tienen una expresión benigna que aspira a ser pose de autoridad, aunque autoridad no tuviera por naturaleza ninguno de los dos. Es difícil encontrar fotografías de Juárez. Casi todas ya están vistas y publicadas. Las pocas que ahí quedan muestran a Juárez vestido con su característico traje negro de civil de colas y corbata negra de moño. Su expresión, como siempre, es ominosa. A través de los años pasa de acerba a biliosa y a completamente desilusionada. Es oscuro, bajo de estatura y tosco, tiene la cabeza redonda y el cuello de la camisa le oculta el cuello. Las comisuras de los labios se agachan. Los ojos, que ocultan lo que piensa, demuestran que no confía en nadie. La cámara, siempre se ha dicho, lo capta todo. En este caso revela lo que Juárez piensa de sus conciudadanos, es decir, siempre que alguna vez haya considerado a los mexicanos sus compatriotas. Esto, revelado en un relámpago y fácil de pasar inadvertido, estaba detrás de la imagen cultivada de sobriedad republicana y respeto por la ley civil. Los retratos de Juárez en su traje negro de abogado forman a tal grado la imagen aceptada de Juárez que se olvida lo drástico que habrá parecido por entonces. México era una sociedad de generales, obispos y terratenientes resplandecientes, todos ansiosos de exhibir su riqueza y su poder. A sus opositores Juárez les habrá parecido un Robespierre, aunque peor, debido a sus oscuros orígenes y a su piel morena. Sin embargo, justamente estos elementos lo arraigaban profundamente en el pensamiento de sus contemporáneos. Quizá reconociendo que ahí estribaba su fuerza real, Juárez pudo sobrevivir al desdén y al aislamiento. Habrá reforzado su férrea decisión de retener el control del poder y no permitir a nadie privarlo de él, mucho menos a los volátiles jefes políticos y a los vanos intelectuales del campo liberal. En consecuencia, Juárez llegó a aparecer durante su último periodo en el poder, entre 1867 y 1872, como un monstruo grotesco que siempre tramaba algo. Juárez no escribía obras de teatro, poesía, novelas ni bellas epístolas. No tenía dinero, tierras ni abolengo. Era un orador indiferente que dejó algunas frases notables. Era fácil olvidar cómo podía estar en el poder este hombre desaliñado y solitario. Juárez era sinuoso, capaz de ir quebrando a sus opositores uno por uno.
      
     Juárez y sus principales rivales del partido liberal
     Doblado fue siempre el mayor peligro para la presidencia de Juárez en el seno del liberalismo. Era un hábil político que operaba tras bambalinas y pocas veces se abstenía de promoverse en los momentos apropiados. Doblado redobló su acción para deshacerse de Juárez. En 1860 defendió una paz de compromiso con los conservadores en la Guerra de Reforma negociada por las potencias europeas, y en 1863-1864 medió entre la opinión moderada y la intervención francesa. En ambos casos, el requisito era sacar del poder a Juárez, alegando que el presidente era el principal opositor a un compromiso de paz. Juárez veía estas cuestiones desde una perspectiva distinta a la de Doblado. Las veía como un tutelaje europeo renovado en la república recién independizada, al que permaneció decidido a resistirse. Doblado, a su juicio, era un intrigante entrometido. Un compromiso con el enemigo era una violación a la Constitución y la anulación de las elecciones de 1861 a la presidencia. Juárez estaba dispuesto a cooperar con Doblado cuando le convenía.
     Pero Doblado no dejó de tratar de eliminar a Juárez. En enero de 1864, tras comunicaciones con Bazaine, comandante del ejército expedicionario francés, recomendó que Juárez dejara la presidencia alegando que constituía el principal obstáculo para la paz. El 24 de enero, Juárez respondió que si lo hiciera traicionaría la confianza de sus electores y se perdería el respeto a sí mismo. Aun más, recordó que técnicamente el sucesor a la presidencia, según la Constitución, no sería Doblado, sino el general Jesús González Ortega, que en 1861 había sido elegido presidente de la Suprema Corte. Obligó a Doblado a mostrar sus cartas al recordarle, como ya sabía, que los franceses no tratarían con figura política mexicana alguna que no aceptara la intervención. Ni Doblado ni González Ortega —que se encontraba en los Estados Unidos— aceptaban la intervención como tal. Esta cuestión garantizó la continuación de Juárez en la presidencia y puso fin a toda posibilidad de componenda con la intervención desde las filas de los liberales moderados afiliados a la causa juarista. Doblado devolvió el mando de la principal fuerza liberal, para ser derrotado por Mejía en Matehuala (al norte de San Luis Potosí) el 17 de mayo de 1864. Esta derrota acabó con Doblado, que se fue a los Estados Unidos y murió en Nueva York el 19 de junio de 1865. Matehuala abrió todo el noreste a la intervención. Mejía pudo ocupar Matamoros del 26 de septiembre de 1864 hasta el 22 de junio del mismo año, con la consecuencia de que sus fundamentales ingresos aduaneros, inflados por las exportaciones de algodón de la Confederación durante el bloqueo de la Unión, pasaran al gobierno imperial.
     En 1861 González Ortega había sido el principal…

En 1861 González Ortega había sido el principal comandante militar liberal y creía merecer reconocimiento por la victoria contra los conservadores. Por el contrario, González Ortega, que seguía siendo comandante en jefe del ejército y de la División de Zacatecas, además de gobernador del estado, se asoció con los clubes de radicales, los principales enemigos de Juárez, y fue presidente del Club Reforma en marzo. Este club pidió la renuncia de Juárez. El ataque de González Ortega revelaba el alcance de la tensión entre el presidente civil y un jefe militar popular pero apesadumbrado. Anticipaba la escisión de seis años después entre Juárez y Porfirio Díaz. En las elecciones presidenciales de junio, González Ortega, que quedó en tercer lugar, de todas formas quedó como presidente de la Suprema Corte. Como tal, se convirtió en centro de la oposición en el Congreso contra Juárez y de la determinación de un sector significativo de los legisladores de sacarlo del poder.
     Las relaciones entre González Ortega, presidente de la Suprema Corte, y Juárez se rompieron irrevocablemente por la sucesión presidencial de 1865. Electo en 1861, el periodo presidencial terminaba ese año. Pero el núcleo del gabinete andaba trashumante, retirándose más al norte para escapar del avance francés. Como gran parte de México estaba bajo control imperial, no era posible celebrar verdaderas elecciones a la presidencia. Las de 1857, hay que señalar, no habían excluido la reelección. El 30 de noviembre de 1864 González Ortega le escribió a Juárez pidiéndole aclarar la fecha de terminación de su periodo presidencial. Juárez, en estrecha colaboración con Lerdo, estaba decidido a impedir que González Ortega participara en la competencia por la sucesión, ya que no confiaba en que siguiera resistiendo la intervención.

Esta posición era coherente con la oposición de Juárez a la mediación europea en 1860. Lerdo sostuvo que González Ortega nunca había ejercido realmente la presidencia de la Suprema Corte, que en realidad había abandonado sus funciones en mayo de 1863, cuando el gobierno salió de la capital, y recordaba que la Constitución prohibía el ejercicio simultáneo de dos puestos de elección. Esta prohibición afectaba a González Ortega, ya que también era gobernador de Zacatecas. Había otro asunto más serio que comprometía al general. En diciembre de 1864 había pedido permiso al gobierno para salir de México e ir a los Estados Unidos a fin de obtener apoyo para la causa republicana. Juárez sostuvo haber esperado que regresara, como oficial del ejército en servicio. Pero González Ortega se había quedado en los EE.UU. El 28 de octubre Lerdo instruyó a los gobernadores de los estados para que los oficiales que permanecieran fuera más de cuatro meses o sin permiso del gobierno fueran arrestados a su regreso y juzgados por ausentismo.
     Los dos decretos presidenciales del 8 de noviembre de 1865 ampliaban el periodo presidencial y el del presidente de la Suprema Corte por un año, de conformidad con los artículos 78-82 de la Constitución. Se designaría un sustituto para ejercer el segundo cargo ya que, se afirmaba, González Ortega había desertado de su puesto. Éste protestó contra los decretos el 26 de diciembre, alegando que eran inconstitucionales y una usurpación del cargo. Carecía por completo de poder para hacer nada al respecto, porque Juárez tenía el apoyo de todos los gobernadores de los estados del norte y de los cuatro principales generales del Ejército Liberal: Álvarez, Díaz, Mariano Escobedo y Ramón Corona. Pero renunciaron dos ministros del gabinete, y una serie de dirigentes militares apoyaron a González Ortega. El cuñado de Juárez, Manuel Dublán, se pasó al imperio en señal de protesta. Los decretos del 8 de noviembre se convirtieron en el gesto más polémico de Juárez en esa época. Habría más.
     Cuando González Ortega volvió a Zacatecas en enero de 1867, reclamando reconocimiento como legítimo presidente, el gobernador Miguel Auza, prominente juarista, lo hizo arrestar. Estuvo preso hasta el 18 de julio de 1868. No se disipó la polémica por los tres decretos de 1865, regresó con creces entre 1867 y 1872, y figuraba a menudo en los diarios de oposición, como El Globo. Se convirtió en motivo de agravio en la rebelión militar de Zacatecas de 1870, según la cual con Juárez se había quebrantado el orden constitucional y el único presidente legítimo era González Ortega. Los rebeldes declararon que los decretos habían violado la soberanía nacional y había que pedirle cuentas a Juárez por ejercer facultades extraordinarias gracias a las cuales se habían emitido esos decretos. Los generales juaristas Escobedo y Sóstenes Rocha aplastaron esta revuelta.
      
     Lucha de titanes: Juárez y Mejía
     La mayor amenaza para Juárez no venía del ámbito liberal sino de Mejía, el más popular general conservador e imperial. Ambos reflejaban las actitudes y aspiraciones de sus contemporáneos, pero los dos representaban perspectivas distintas del carácter de la nación mexicana y del propósito del Estado mexicano, que estaban en proceso de construcción. Para Juárez y su generación de liberales, los modelos eran la Ilustración europea, la revolución de los Estados Unidos de 1776 y la Revolución Francesa antes del ascenso de los jacobinos. Su propósito era transformar a México de bastión católico español, también con raíces en las culturas indígenas, a un Estado laico del siglo XIX con educación primaria laica y una Constitución en funciones. Mejía, por el contrario, defendía el carácter católico de México y se opuso constantemente a la Reforma liberal. Aunque Juárez trató de convencerlo de unirse a la oposición a la intervención francesa, Mejía erróneamente vio en el imperio de Maximiliano un medio de dar marcha atrás a la reforma y enarbolar los mandatos espirituales y morales católicos. Se convirtió en el principal general mexicano imperial en 1865 y 1866. La devoción personal de Mejía al culto queretano a la Virgen del Pueblito, de origen franciscano, le permitió explotar las profundas vetas de la fe religiosa del país.
     Este fue el conflicto que más alarmó a Juárez, ya que ninguno de sus rivales liberales contaba con un apoyo popular significativo. Por ese motivo, Juárez estuvo decidido a incluir a Mejía en el alcance del decreto del 26 de enero de 1862 y a que sufriera la misma lección ejemplar que Maximiliano y Miramón. El triunfo de la república liberal de 1867, quizá la línea divisoria fundamental del siglo XIX, dio a los liberales el control de la interpretación histórica de los conflictos de la época de la Reforma. En consecuencia, Mejía fue excluido por completo del registro histórico o invocado sólo como "traidor" y defensor de la causa del archiduque austriaco.
      
     La cuestión de la reforma constitucional
     El 14 de agosto de 1867 Juárez trató de convocar a nuevas elecciones al final de la Guerra de Intervención, pasando por encima de los políticos. Su intención era celebrar un plebiscito sobre la cuestión de la reforma. Este tema polémico tenía que generar más oposición contra los radicales liberales y suscitó la sospecha de que Juárez tuviera intenciones de seguir los pasos de Comonfort. La desafortunada experiencia de 1857 había empañado toda la cuestión de la reforma constitucional.
     Juárez defendía el sistema bicameral, que los redactores de la Constitución de 1856-1857 habían rechazado para acelerar el proceso de cambio. Las dos constituciones, de 1824 y 1857, diferían extraordinariamente a ese respecto. Los liberales radicales, indignados en 1867, denunciaron la idea de un Senado como equivalente a permitir volver a la vieja política "aristocrática". Juárez, por su parte, pensaba que un Senado como el de los Estados Unidos permitiría a los estados expresar su punto de vista en forma institucional a escala nacional, ya que el Congreso, que después se convertiría en la cámara baja, era elegido por los distritos. Los radicales lo vieron como amenaza contra la Constitución. Juárez quería fortalecer la presidencia, que creía debilitada en virtud de que el Congreso pensaba que la Constitución preveía un sistema parlamentario en vez de presidencial. Juárez fue acusado de autoritarismo por su defensa de la reforma. Aun así, la reforma a la Constitución definitivamente estaba en la orden del día. Pero la repetida oposición del Congreso aseguró que no se estableciera un Senado en vida de Juárez. El 8 de diciembre, Juárez, consciente de su error, ya había abandonado la idea de celebrar un plebiscito.
      
     La intervención del Ejecutivo en los estados
     La Constitución federal de 1824 y 1857 no había previsto una República Mexicana como agrupación laxa de entidades virtualmente autónomas sino como un sistema integrado con un poder central efectivo. El gobierno central trataba de hacerlo realidad mediante la movilización de los recursos fiscales asignados a la Federación, según lo ilustraban los decretos de 1859 y 1861.
     Diez años de guerra habían debilitado y empobrecido al país. Los gobernadores de los estados, antes y después de 1867, a menudo defendían sus propios intereses, ya que durante largos periodos no había autoridad central indisputable. Juárez se vio reducido a contemporizar entre facciones rivales en los estados para afirmar un papel mediador del Ejecutivo federal. La guerra civil del estado de Guerrero fue un ejemplo. En otras ocasiones, introdujo una nueva autoridad en un estado, a fin de acotar y reducir la trascendencia de los grupos arraigados de poder. Así ocurrió en particular cuando esos grupos estaban dominados por prestigiosas figuras militares con poder local. Juárez tomo esas medidas para sacar de su cargo a Juan Méndez, cacique de la sierra norte de Puebla y jefe de la Guardia Nacional, y gobernador provisional en 1867, porque se había opuesto a la reforma de la Constitución. El gobierno federal trató de influir en el resultado de las elecciones en los estados, comenzando con el cargo de jefe político, que controlaba los procesos electorales.
     El Congreso nacional y las oposiciones estatales a menudo procedían en forma organizada. Todos se quejaban del presidencialismo. Pero un erario federal vacío frustraba los objetivos del Ejecutivo. Los últimos años de Juárez no se caracterizaron por un marcado aumento del poder presidencial. Pero la constante necesidad de Juárez de contrarrestar a la oposición casi en todos los frentes hizo destacar la figura del presidente. Esa oposición se expresaba con libertad en los congresos estatales y nacional, así como en la prensa. Las elecciones se celebraban con legalidad, no obstante como se vieran desde las posiciones contendientes. El Congreso funcionaba con normalidad y no lo suspendió golpe alguno del Ejecutivo ni la acción de algún caudillo, a diferencia del periodo anterior a 1857. El Congreso concedía poderes extraordinarios para las situaciones de verdadera urgencia.
      
     La reelección y la cuestión de la sucesión presidencial
     Díaz, como González Ortega anteriormente, se consideraba el verdadero arquitecto de la victoria en 1867, pese al decisivo papel de Escobedo en el sitio de Querétaro. Pensaba que una vez restaurada la república, Juárez, en el poder desde enero de 1858, ya no tenía propósito. En consecuencia, se opuso sin éxito a la primera reelección de Juárez en 1867. Contaba con el apoyo de importantes radicales como Altamirano y Ramírez, de generales liberales como Vicente Riva Palacio y Luis Mier y Terán, así como con El Globo de Zamacona. Pero el hermano de Díaz, Félix, se hizo del control del estado natal de Juárez, a partir de lo cual Oaxaca se convirtió en centro de la oposición porfirista a la gestión de Juárez. De todas formas Juárez seguía contando con el apoyo de su clientela de la sierra norte, en cuyo centro estaba el antiguo gobernador del estado, Miguel Castro. Se agotaban las horas de los enemigos de Díaz, los caciques del norte. El informante de Juárez en el gobierno de Félix Díaz era el principal oficial judicial, Félix Romero. Díaz se ganó la hostilidad implacable de Juchitán, ciudad del Istmo, cuando, en castigo a los juchitecos por resistirse, se llevó la imagen incendiada y mutilada de su santo patrón, San Vicente Ferrer. Por este acto nefando los juchitecos decidieron darle un castigo ejemplar.
     La tan criticada decisión de Juárez de presentarse a otra reelección en 1871 le dio al general Díaz motivo de volver a atacar. Pero esta vez también encontró la competencia de Lerdo en las filas de la oposición. La cuestión de la sucesión presidencial dividió a los lerdistas, conducidos por Iglesias y Manuel Romero Rubio, y por Juárez en el verano de 1870, aunque el propio Lerdo siguió en el gobierno hasta enero de 1871. En el Congreso, los lerdistas se aliaron tácticamente a los porfiristas para dejar en minoría a los juaristas en diciembre de 1870 y en junio de 1871. De esta manera, el "gran partido liberal", que nunca tuvo una organización nacional ni un programa, se dividió todavía más, en tres facciones en competencia.
     Los resultados de las elecciones de octubre a la presidencia reflejaron estas divisiones liberales y el Congreso tuvo que decidir quién era el vencedor final. Pero las elecciones para el Congreso le habían dado a los juaristas la mayoría y, en consecuencia, Juárez fue reelecto por 108 votos contra cinco para Lerdo y tres para Díaz. La revuelta de la Noria, conducida por Díaz, se inició el 8 de noviembre, con el propósito de anular los resultados de las elecciones a la presidencia y el Congreso, y llevar a Díaz al poder a través de una acción armada, que después se ratificaría mediante elecciones. Sin éxito en 1871-1872, se repetiría esta estrategia en la revuelta de Tuxtepec de 1876, de oposición a la reelección de Lerdo, con la diferencia de que Díaz no esperó en esta última fecha a que se celebraran las elecciones. Juárez condenó la rebelión como pronunciamiento militar al estilo de Santa Anna. Zamacona la condenó también. La revuelta de la Noria comprometía gravemente a los lerdistas que, desbordados por la oposición, se unieron a Juárez en defensa de la legalidad. Los gobernadores del norte (menos Treviño, de Nuevo León) y una mayoría de generales militares, en particular Escobedo, Rocha y Corona, siguieron leales a Juárez. La revuelta primero fue derrotada en Oaxaca, por la acción combinada de Alatorre, de Puebla, el avance de los caciques de la sierra norte a la ciudad de Oaxaca y la intervención de los juchitecos, que terminaron de destruir a Félix Díaz. Porfirio Díaz calculó mal al sobrestimar su apoyo y el alcance de su habilidad política y militar. Tras una polémica reelección, la revuelta permitió a Juárez asumir una posición moral a favor de la transferencia del poder conforme a derecho.
     Pero la Noria representó el clímax de una serie de rebeliones militares contra el gobierno de Juárez desde 1869, en Puebla. Secciones del ejército en los estados se atribuyeron la defensa de la pureza de la Constitución de 1857, la cual —alegaban— Juárez violaba al ampliar el poder presidencial y del gobierno central. El meollo del asunto era la gestión federal de las elecciones estatales. Como las legislaturas de los estados elegían al presidente, era fundamental para el que estuviera tratando de reelegirse. El 4 de junio de 1872, El Siglo XIX seguía denunciando la "dictadura" y la supuesta sumisión del Congreso, dos semanas antes de la muerte de Juárez. De todas formas, el Congreso se opuso diligentemente a los planes de Juárez de reformar la Constitución, y sus debates siguieron desplegándose sin restricciones.
      
     La sátira periodística
     No se ha dado suficiente importancia a la rica sátira amarga de la prensa que floreció durante la República Restaurada. Las acusaciones lanzadas por la oposición contra una incipiente dictadura, aceptadas por los historiadores en su mayor parte acríticamente, deberían verse bajo esa luz. Los críticos del Ejecutivo no eran perseguidos ni encarcelados, como lo serían durante el gobierno personal de Díaz, entre 1884 y 1911. Por el contrario, la prensa satírica, que captaba los puntos muy vulnerables, reflejaba a Juárez y su círculo de allegados en la forma más desfavorable. La sátira captaba, en particular, el apego palpable de Juárez al poder, que siempre había tratado de disimular tras la virtud republicana. Solían presentar a Lerdo como notorio secuaz de Juárez.
     La Puma Roja (13 de septiembre-26 de noviembre de 1867) se describía como un "periódico destinado a defender los intereses del pueblo". En octubre, este periódico anunció las "excrecencias de la Convocatoria". La sátira periodística insistía en que Juárez, primero, y luego Lerdo, se proponían establecer una dictadura personal violando descaradamente la Constitución. Las tentativas de reforma constitucional tenían ese propósito, y la intervención en las elecciones lo demostraba. Muchos de estos periódicos apoyaban la causa del general Díaz, que más tarde formaría precisamente ese tipo de gobierno. El Padre Cobos (21 de febrero 1869-1875), dirigido por Ireneo Paz, abuelo de Octavio Paz, publicó un magnífico grabado de Juárez, en aquella época por lo general retratado como físicamente horrendo, recostado en su lecho en camisón y gorro, bruscamente despertado a media noche por el blanco fantasma de una joven. Estupefacto, el anciano Juárez se escondía en las almohadas, extendiendo aterrado un brazo para detener al espíritu: "¿Quién eres, joven mujer?", logra preguntar. La joven de blanco le señala con desdén: "¿No me reconoce Ud., don Benito?" Juárez responde: "¿Cómo podría?" Y ella le dice altiva: "Soy la Constitución de 1857. Por eso ha olvidado mi aspecto".
     La Tarántula (1868-1869) veía a Juárez y a Lerdo "unidos y formando sin duda un absurdo monstruoso, un anacronismo amenazador y terrible, una pesadilla que amenaza con convertir nuestro mañana en nuestro ayer". En diciembre de 1868 el periódico se refirió a Juárez como un Maquiavelo, con Lerdo como acólito: "Lerdo y Maquiavelo se aman, se profesan un afecto mutuo e indestructible". En otra ocasión Lerdo fue señalado como "el fatal Richelieu mexicano". Y luego se produjo esa depuradísima litografía en la que Juárez aparece retratado como Juan Diego, en espera de que aparezca en su tilma la silla presidencial en vez de la Virgen de Guadalupe. Otra litografía mostraba a un Juárez sediento de poder acogotando al público durante su campaña para reelegirse la segunda vez, en 1871.
      
     Evaluación
     Desdeñado por los grandes intelectuales, el discurso de Juárez era su silencio, y su poder, su presencia. Así debe haberlo visto la mayoría de los que lo conocieron. Juárez, como presidente, tuvo más presencia que cualquiera de sus antecesores, gracias a la interminable trashumancia en busca de refugio por todo el país de 1858 a 1867, durante la Guerra de Reforma y la intervención. La respuesta de los que presenciaron el paso de Juárez entre ellos no quedó registrada, pero la habrán formulado los que ahí estuvieron en esos años. La gente común, cuyo aspecto difería poco del de Juárez, llegó a verlo derrotado y al borde de la desesperación, condiciones en las que muchos de ellos habrán vivido toda su vida.
     El poder de Juárez residía en su capacidad de identificar y entender la trascendencia precisa del momento histórico que atravesaba su país. En consecuencia, sus prioridades eran la legitimación del ejercicio del poder político, la cohesión del territorio y contrarrestar la amenaza de subordinación a la tutela neocolonial que representaban las acciones de las potencias europeas. La medida en que no se alcanzaron estos objetivos se percibía en la serie de sociedades sometidas a los intereses europeos en los decenios posteriores a 1870. Resalta el caso de Egipto, como ejemplo, subordinado a los intereses británicos tras la intervención de 1881 para cobrar la deuda. –Universidad de Essex
— Traducción de Rosamaría Núñez

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