Intérprete de vidas

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“Lo que hice durante algún tiempo, escuchar y fijarme e interpretar y contar”, que es el trabajo de espía de Jacobo o Jaime o Jacques Deza durante su estancia en Inglaterra tras la separación de Luisa, es también, por supuesto, una metáfora de la propia escritura de Javier Marías. Conviene matizar que ésta no es una novela de espionaje, por más que Ian Fleming sea uno de los escritores homenajeados, sino de espías y sobre la naturaleza del espía inglés, que aquí coincide con la naturaleza del catedrático oxfordiano que nos remite directamente a Todas las almas. Fiebre y lanza, la primera parte de Tu rostro mañana, es, como todas las que ha escrito Marías desde Todas las almas, una novela con elementos autobiográficos en dos niveles: el de los hechos (la madre muerta, el padre perseguido, su origen madrileño, la estancia en Oxford), con algunos datos que han acabado convirtiéndose en reales, como parte de una verdadera autobiografía, a través de la ficción (la esposa Luisa, los hijos), y en el nivel psicológico, en torno a la personalidad del narrador, aquí más que nunca fácilmente identificable con la del propio escritor.
     Fiebre y lanza no es una novela de acción, pero, dada la variedad de las propuestas y la energía observadora y narradora, uno tiene la sensación de que nos encontramos ante un desarrollo vertiginoso, acelerado por la hilaridad de algunas escenas, por la intensidad dramática de otras y por algunos vacíos, misterios o interrogantes, como la mancha de sangre en la casa de Peter Wheeler, aficionado a las novelas policíacas “como toda persona especulativa y más o menos filosófica”; la referencia a Clare Bayes, su ex amante, a la que hace mucho tiempo que no ve y que tal vez se relaciona con la misteriosa mujer que llama a su puerta al final de la novela; la aparición de Pérez Nuix, desnuda de cintura para arriba; la identidad de los personajes (el verdadero nombre de pila del protagonista, Deza, “no es Jacobo, ni Jaime ni Santiago ni Diego ni Yago, que son todos el mismo, sino Jacques”; Sir Peter no se llama realmente Wheeler sino Rylands, apellido familiar al lector de Todas las almas y que es el que había llevado en la guerra; y el mismo padre del narrador, fácilmente identificable con Julián Marías, quien durante la guerra solía firmar sus artículos con seudónimo); la muerte de la esposa de Wheeler y, por supuesto, el mismo hecho de que ésta sea la primera parte de una novela que termina con una visión o un esperado e inesperado encuentro.
     Fiebre y lanza no es una novela de espionaje, pero el espionaje define las personalidades de muchos personajes oxfordianos que ya conocimos en Todas las almas y su reverso, este entramado del tapiz que es Negra espalda del tiempo. Sólo que ahora no sólo nos encontramos con los representantes de una universidad que “aporta tantos amaneramientos y modismos del habla y tantas actitudes excluyentes y distintivas”, sino que también nos remite a una responsabilidad civil manifestada durante la guerra mundial, y “esa Universidad lleva demasiados siglos interviniendo a través de sus vástagos en la gobernación de este país para que nos neguemos a colaborar cuando más nos necesitaba”. Una guerra que nos lleva a otra guerra, la “civil” española, y a otro espíritu, y en la que el padre y el tío de Deza aparecen como las víctimas de una época siniestra. Y los divertidos y excéntricos ex colegas (como profesores y como espías) del narrador contrastan con la espesa vulgaridad de los españoles caricaturizados en la figura de Rafael de la Gaza, “un tipo atildado, falso y lenguaraz”, con todos los méritos para llegar algún día “a Ministro de Cultura o por lo menos a Secretario de Estado”. Cargo que en estos momentos ocupa, por pura o impura coincidencia, un conocido poeta español.
     El delgado hilo autobiográfico aporta una sensación de verosimilitud a la parte ficticia (puesto que Marías fue Lector de Español, por ejemplo, pero no espía) y de complicidad: la de conocer a un narrador que es, por una parte, el propio autor, y al mismo tiempo un personaje desarrollado en sus libros anteriores. Y de la misma forma que el espionaje es una metáfora de la novela y el mundo oxfordiano (la familiarización de lugares donde ocurren los hechos reales y los ficticios), su personalidad define no pocos rasgos de su escritura y de su concepción de la novela. No hay pues nada de anecdótico cuando nos habla de su carácter desconfiado, de su mente “detectivesca y alerta”, de “una educación ya pretérita”. Una personalidad que se relaciona con sus reflexiones explícitas sobre la escritura y su propia escritura, sobre “contar y oír y ordenar y contar”, sobre la naturaleza de las hipótesis, sobre el “intuir e imaginar e inventar”, y convencer, sobre las digresiones provocadas por un relato “solamente pensado” y, sobre todo, sobre la necesidad de contar y la necesidad de callar, “la vida no es contable, y resulta extraordinario que los hombres lleven todos los siglos de que tenemos conocimiento dedicados a ello, empeñados en contar lo que no se puede”.
     Pese a las frecuentes digresiones y al carácter fragmentario provocado por las escenas, el mismo monólogo interior, el incesante pensar, se encargan de estructurar la narración a través de una serie de vínculos y de motivos recurrentes, y de este modo la voz del narrador se convierte en un discurso aparentemente lineal dominado y guiado por el ritmo interior. Los motivos recurrentes son expresión, además, de la personalidad obsesiva del narrador, de “mi propio dolor y mi fiebre”, “nadie quiere convertirse en su propio dolor y su lanza y su fiebre”. Lo que es, al mismo tiempo, un homenaje a las herrumbrosas lanzas de Juan Benet en una novela cargada de temporalidad y llena de homenajes a un mundo que se fue y que sólo la escritura puede rescatar: el homenaje o reivindicación al padre, a Andreu Nin, a lugares como Oxford y el río Cherwell y, por supuesto, a Shakespeare y al mundo de Shakespeare, en “esta época tan soberbia, Jacobo, como no ha habido otra desde que yo estoy en el mundo”. En Javier Marías la invención, la emoción, el humor piadoso y el despiadado están controlados por la sensatez del gran narrador, pero nunca negados, siempre insensata e inquietantemente presentes. ~

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