Japón, ida y vuelta

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El 5 de febrero de 1597 fueron crucificados en Nagasaki fray Felipe de Jesús y otros 25 cristianos, la mayor parte japoneses. La Vida, martirio y beatificación del invicto protomártir del Japón San Felipe de Jesús, patrón de México, su patria, imperial corte de la Nueva España en el Nuevo Mundo, que escribió fray Baltasar de Medina, su compatriota fue publicada en 1683 (México), 1751 (Madrid) y 2005 (México). Sorprende que en el siglo XVII se publicara una hagiografía con espíritu crítico sobre sus fuentes, con elegancia literaria y, por si fuera poco, con un índice analítico, algo infrecuente en el mundo editorial de habla española todavía hoy. La edición reciente (Vida de San Felipe de Jesús), cuidada por Hugo Diego para la Editorial Jus, incluye las encantadoras Florecillas de San Felipe de Jesús publicadas en 1916 (México) por Manuel Romero de Terreros y reproduce en la cubierta un fragmento del mural del siglo XVII de la catedral de Cuernavaca que representa a los 26 crucificados.

Tres siglos después (en mayo de 1897), llegó a Chiapas un barco de 33 agricultores japoneses invitados por el presidente Porfirio Díaz a colonizar tierras del Soconusco y sembrar café (el contexto político en ambos países y los detalles de esta empresa del vizconde Enomoto están documentados por Enrique Cortés, Relaciones entre México y Japón durante el porfiriato, México, Secretaría de Relaciones Exteriores, 1980).

No fueron los primeros japoneses avecindados en México. Según la Enciclopedia de México, cuando Rodrigo Vivero, gobernador saliente de Filipinas, volvía a México naufragó en Japón. El shogun Ieyasu Tokugawa aprovechó para convencerlo de llevar una propuesta de comercio directo con la Nueva España, le dio otro barco y lo embarcó con una comitiva de 25 mercaderes japoneses. Según Miguel León-Portilla, el proyecto implicaba “el libre comercio entre Japón y la Nueva España y el envío de mineros mexicanos para dar a conocer sus más desarrolladas técnicas en la obtención de la plata”. Llegaron a Acapulco el 7 de octubre de 1610, y sus acompañantes fueron los primeros japoneses que estuvieron en México, de lo cual hay un testimonio en náhuatl (el Diario de Chimalpahin) del que traduce fragmentos: Querían “hacer paz con los cristianos […] para que puedan entrar allá en el Japón los pochtecas, mercaderes de acá […] Y también esos hombres del Japón podrán entrar aquí en México para hacer su comercio.” Según Chimalpahin, “tres japones [sic] se quedaron en México”.

El comercio entre México y Japón ya existía, pero no directo, sino pasando por las Filipinas, a donde Felipe de las Casas llegó a vivir como comerciante platero, antes de abandonar la representación de los negocios de su padre y tomar en Manila los hábitos franciscanos que lo llevaron al martirio. Según la Enciclopedia de México, el proyecto de convenio fracasó porque Felipe III lo condicionó a “que se permitiera la evangelización católica en las islas del extremo Oriente”; pero “Ieyasu consideraba el catolicismo contrario al budismo, y no sólo no aceptó la condición sino que proscribió el cristianismo”. Japón, que había tenido un notable “siglo cristiano” desde que llegó el misionero jesuita Francisco Javier (1549), se lanzó a la persecución religiosa y la expulsión de los extranjeros; y se mantuvo cerrado a la influencia externa hasta el siglo XIX.

En mayo de 1987, se celebraron los noventa años de la llegada de los colonos japoneses, cuyos descendientes chiapanecos se han multiplicado. Hubo varios actos y dos exposiciones. Una de xilografías de Hiroshigue (“53 vistas del camino de Tokaido”) en la Casa de la Cultura México-Japón y otra sobre utensilios para la ceremonia del té (chanoyu) en el Club Japonés de la ciudad de México. Ya para entonces existía Urasenke de México, A.C., apoyada por la Fundación Urasenke de Kioto, que se dedica a mantener y promover la tradición del té (cha).

De la segunda exposición se conserva un libro catálogo: El arte de la ceremonia de té Urasenke en México, cuidado por Federico V. de Lachica, entonces vicepresidente de la asociación. Incluye 51 ilustraciones a todo color, adheridas. Algunas piezas son híbridas, por ejemplo: un recipiente esmaltado de Talavera de Puebla (segunda mitad del siglo XVIII) con tapa de madera laqueada de Kioto. La nota explica que en Puebla se hicieron muchas piezas semejantes, tomando como modelo objetos que llegaban por el comercio entre Manila y Acapulco. El libro incluye un prefacio de Sen Sochitsu, que preside Urasenke desde Kioto, el texto de León-Portilla (“Encuentro México-Japón”), una serie de testimonios de quienes practican la ceremonia del té en México y varios textos anónimos sobre la ceremonia, su historia y su introducción en México desde 1954.

Por esos años (1957), llegó a Cuernavaca D.T. Suzuki, invitado por Erich Fromm para hablar de budismo zen ante un grupo internacional de psicoanalistas. Fromm, Suzuki y Richard de Martino publicaron después un libro (Zen Buddhism and psychoanalysis, Harper, 1960, traducido por el Fondo de Cultura Económica), donde, además de los temas obligados (el diálogo entre Oriente y Occidente, el inconsciente, la experiencia del satori), hay una observación poética notable de Suzuki. La primera de sus conferencias abre con una comparación de dos poemas, uno de Basho (1644-1694) y otro de Tennyson (1809-1892). La traducción del japonés al español es de Aurelio Asiain.

 

 

Me acerco a ver:

al pie del seto,

¡la yerba en flor!

 

Flower in the crannied wall,

I pluck you out of the crannies;—

Hold you here, root and all, in my hand,

Little flower—but if I could understand

What you are, root and all, and all in all,

I should know what God and man is.

 

 

En ambos poemas, el escenario es parecido: un yo que habla ante una yerba en flor. A la orilla del camino (supone Suzuki), en el primer caso; nacida entre las grietas de un muro, en el segundo. Se trata en ambos casos de una vida mínima que está ahí, no cultivada, ignorada y sin embargo floreciente. En el haikú, la yerba llama la atención del yo, que, absorto, responde a su llamado contemplativamente, como si ahí se revelara “el más profundo misterio del ser y de la vida”, en una especie de unión con la naturaleza, quizá relacionada con “lo que los cristianos llamarían amor divino, que llega a las honduras de la vida cósmica”. En cambio, el tema del segundo poema no es el instante arrobador donde el yo desaparece, sino el mismísimo yo que se pinta a sí mismo arrancando la flor (“con todo y raíces”) para ejercer su curiosidad, como una vivisección que mata para saber.

La alusión a la mística cristiana está más clara en otro libro de Suzuki (Mysticism: Christian and Buddhist), donde cita a Eckhart: “La cosa más trivial observada en Dios: una flor, por ejemplo, descubierta en Dios, sería más perfecta que el universo.” Cualquier cosa, revelada en su ser, está sumergida en la eternidad de Dios.

Fromm construyó en el jardín de su casa de Cuernavaca una cabaña de bambú, una especie de celda monástica, para alojar a Suzuki. Y cuando vendió la casa porque se fue a vivir a Suiza, el comprador fue precisamente Federico Víctor de Lachica, que transformó la cabaña en un lugar donde servir el té se volvía una revelación.

La ceremonia del té descrita por el catálogo de la exposición, y como la viví en esa cabaña, es ante todo una liturgia de la hospitalidad. Esto no se aprecia en los videos que pueden verse (bajo chanoyu) en YouTube, centrados en el oficiante y en la preparación del té, como si fuera una operación alquímica. Quizá por las restricciones del medio (limitaciones de tiempo, distancia de la cámara, que apenas deja ver la presencia de los visitantes). Quizá porque la escuela Urasenke es la principal (sobre todo fuera de Japón), pero no la única. Hay información y referencias en Google y la Wikipedia (“Japanese tea ceremony”).

En su último número de 1900, la Revista Moderna publicó en México “Cha-no-yu” de José Juan Tablada sobre la ceremonia del té, como una experiencia estética total, que integra el rito con la música, la danza, la pintura, la decoración, las flores, el jardín, el tacto y el gusto. Recoge la leyenda del ermitaño que se había prohibido el sueño, pero una noche se durmió y, “avergonzado de sí mismo, indignado por haber sucumbido, se cortó los párpados y los arrojó lejos de sí, como a dos voluptuosas amantes que lo hubieran envilecido”. De los párpados, brotó la planta de “aromáticas hojas cuya infusión ahuyenta el sueño”.

Según la Encyclopædia Britannica, el té se toma en China desde hace milenios. Fue medicina (en el siglo XX se ha venido a saber que el té verde abunda en antioxidantes) y se volvió bebida cotidiana. La costumbre pasó a Japón en el siglo IX y a Inglaterra en el XVIII. La ceremonia inglesa del five o’clock tea empezó en el XIX. Pero la ceremonia japonesa llamada cha-no-yu (té agua caliente) se remonta al XIII y es mucho más que una costumbre social. Sin llegar a ser un rito religioso, en el siglo XVI se formalizó como una especie de camino de perfección, en el contexto del budismo zen. Así como el ju-do es el camino del combate sin armas, que (más allá de su función defensiva) busca la autodisciplina y la sabiduría, el cha-do (camino del té) va más allá de preparar el té, servirlo y compartirlo. Se trata de elevar actos nimios (como esperar a que hierva el agua) a una contemplación de la belleza en la vida cotidiana. Se trata de ponerse totalmente en lo que se está haciendo; de dar a las personas, la naturaleza y hasta los pliegues de una servilleta atención plena. Se trata de suspender el tiempo, de abrirse a la presencia de la realidad, sin más.

En 1906, Okakura Kakuzo (1862-1913) publicó un libro (The book of tea) que tuvo una recepción occidental amplísima, por su interés y brevedad. En español, se ha traducido unas quince veces: en 1938 (Argentina), 1940 (Chile), 1943 (México), 1944 (España), etc. Okakura, como los románticos alemanes ante el subdesarrollo de Alemania, buscaba una afirmación de las tradiciones nacionales y una apertura universal al mismo tiempo. Son significativos los títulos de otros dos libros suyos: The ideals of the East (1903) y The awakening of Japan (1904). Trabajó con Ernest Fenollosa en Japón y destacó como historiador de arte y renovador de la museografía. Fue una especie de Bernard Berenson del arte japonés.

El Museo de Bellas Artes de Boston (ciudad marítima ligada al comercio con Japón y aficionada al té hasta el punto de la insurrección fiscal: The Boston Tea Party) tenía las colecciones japonesas más importantes fuera de Japón y se las encargó a Okakura, que las depuró, enriqueció y extendió a Japón, estableciendo una sucursal en Nagoya. Fue en Boston donde escribió su Libro del té para hacer ver a los occidentales otra forma de tomar la vida y de tomar el té: más contemplativa, menos atropellada, más consciente de su ser en el mundo. Fue un libro precursor de los muchos que idealizan la sabiduría oriental. Influyó en poetas, artistas y pensadores como Rabindranath Tagore, Ezra Pound, Wallace Stevens, Frank Lloyd Wright y Martin Heidegger. Por una exposición en su honor organizada por el museo en Boston y Nagoya, Christopher Benfey escribió un artículo muy informativo en The New York Review of Books (“Tea with Okakura”, 25 V 2000).

Según Reinhard May y Graham Parkes (Heidegger’s hidden sources: East Asian influences on his work), Heidegger leyó las traducciones de Chuang Tse publicadas por Martin Buber (1910) y Richard Wilhelm (1912), de lo cual hay testimonios y huellas claras (pero no acreditadas) en su obra. Intentó su propia traducción de Lao Tse en colaboración con Paul Hsiao, interrumpida en el capítulo 8. Leyó a Suzuki, y le comentó a un amigo: “Si entiendo bien a este señor, dice lo que yo he estado tratando de decir.” Más de una vez señaló la afinidad entre un pensamiento que supera la metafísica y una tradición (oriental) que carece de metafísica. Sin embargo, parece haber llegado a la conclusión (declarada a Der Spiegel, 31 VI 1976) de que un nuevo comienzo del pensar no puede partir de la adopción del budismo zen, sino de un replanteamiento de su origen griego. De igual manera, los filósofos japoneses no deberían adoptar las categorías del pensamiento occidental, sino replantear las de su propio origen.

A lo largo de medio siglo, Heidegger (1889-1976) trató personalmente a cinco filósofos japoneses, especialmente a Kuki Shuzo (1888-1941), al cual dedica varias páginas (“Un diálogo sobre el lenguaje”, De camino al habla), con azoro evidente de su interlocutor japonés, porque subraya la dificultad o imposibilidad del diálogo entre ambas tradiciones. Y, sin embargo, su famosa frase “ser en el mundo” (in-der-Welt-sein) no apareció por primera vez en Sein und Zeit (1927), sino en la traducción alemana del libro de Okakura (Das Buch vom Tee, 1919). Puede confirmarse en una traducción más reciente (2004), de venta en amazon.de, que permite la consulta en línea. En el original, el contexto es el siguiente:

 

 

Chinese historians have always spoken of Taoism as the “art of being in the world,” for it deals with the present—ourselves. It is in us that God meets with Nature, and yesterday parts from to-morrow.

 

 

El barón Kuki fue seguidor de Okakura en los estudios de arte japonés, el amor a las tradiciones propias y la apertura a Occidente. Hablaba perfectamente inglés, francés y alemán. De 1922 a 1928, estudió filosofía con Rickert en Heidelberg, con Bergson en París y con Husserl y Heidegger en Friburgo y Marburgo. Heidegger quedó tan impresionado con su talento que, muchos años después, en 1957, pensó en escribir un prólogo para la traducción alemana de un libro suyo. Por todo lo cual parece difícil que no hubiese leído Das Buch vom Tee.

Raúl Nivón Bolán llegó a Japón en 1978 enviado por las Misiones de Guadalupe y es actualmente el mexicano con más tiempo de vivir allá. Como profesor de la Universidad Internacional de Osaka presentó una documentada ponencia en un congreso celebrado en 2002 sobre “El camino del té y los caminos del cristianismo en Japón” que me envía Aurelio Asiain. “El desarrollo inicial del cristianismo en Japón coincide con la época de oro del chanoyu”, cuando Sen no Rikyu (1522-1591) lo reforma, lo integra con la estética wabi (el gusto por lo simple, lo rústico, lo transitorio, lo inacabado) y lo formaliza como una escuela, de la cual deriva Urasenke. Paralelamente, el jesuita Alessandro Valignano (1539-1606), “con su autoridad de visitador, dejó asentado claramente el principio de adaptación [de las misiones] a la cultura japonesa”. En particular, ordenó: “Deben pues tener en todas las casas [jesuitas] su chanoyu”. La apertura fue doble: “al menos cinco del selecto grupo de ‘los siete discípulos’ [de Rikyu] eran cristianos.” Por lo cual, la influencia fue recíproca, como lo reconoce Sen Soshitsu, XV sucesor de Rikyu y cabeza actual de la rama Urasenke: el cha y el zen están ligados, pero “el cha –formulado como camino en el siglo XVI [por Rikyu] fue influido también por el catolicismo.”

Una y otra vez se descubre el va y viene de las culturas, que no sólo dialogan con sus propios orígenes sino con las otras. ~

 

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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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