La reciente muerte de Javier Sologuren se suma a la de otros poetas peruanos Washington Delgado y Francisco Bendezú, entre ellos que ha diezmado últimamente a la llamada “Generación del 50”, importante grupo que representó un cambio sustantivo en nuestra literatura del siglo XX, y que ha seguido activa aun en los primeros años del nuevo. Con su desaparición no sólo perdemos a un notable poeta, sino a un traductor, crítico, antólogo y editor de poesía, cuya intensa labor en todos esos campos significa una gran contribución a la poesía en nuestra lengua. Pero además y sobre todo perdemos a un hombre de bondad y generosidad proverbiales, por completo ajeno a las rencillas, envidias y vanidades que tanto afean la vida intelectual. Lo conocí personalmente y lo frecuenté en los años sesenta y setenta; nunca lo escuché hablar mal de nadie, ni siquiera en tono de broma o como maliciosa travesura. Por eso era imposible no quererlo en su modestia y suprema sencillez.
Con paciente devoción y durante casi dos décadas, desde su casa en las afueras de Lima, imprimió, a mano, en una pequeña “minerva”, decenas, quizá cientos, de cuidados libros y plaquettes de poetas peruanos de su generación y de otras épocas, así como obras escritas en diversas lenguas, incluso las orientales. Bajo el nombre “La Rama Florida”, que se hizo famoso entre los lectores de poesía, formó una espléndida colección en la que figuran grandes nombres al lado de desconocidos y marginales, que él seleccionaba con gran rigor y sensibilidad, y que constituye una verdadera biblioteca de la lírica de todos los tiempos.
Esas virtudes rigor y sensibilidad son visibles en su obra creadora y crítica. Hay poetas que pasan por diversas fases y sufren transiciones muy marcadas en su evolución; otros parecen seguir un constante ideal que básicamente no cambia a lo largo de los años. Sologuren pertenece a esta segunda categoría: su voz es esencialmente la misma casi desde el comienzo, y todo lo que hizo fue refinarla, pulirla, perfeccionarla sin descanso. Aunque en sus primeros libros hay imágenes y formas que muestran cierto influjo de la vanguardia, esa voz es siempre idéntica a sí misma. Desde sus inicios, supo medir bien su fuerza poética y presentir a dónde iba, evitando los excesos y caídas típicos del poeta joven; es como si hubiese aprendido su oficio antes de comenzarlo. Su tono predominante es reflexivo, sereno, sabio y melancólico: el de un creador que indaga los misterios del mundo sabiendo que son inalcanzables; lo importante es no renunciar a esa búsqueda y tener constancia en el ejercicio de la poesía y tener fe en el poder de la palabra. Léanse estos versos para apreciar el modo como Sologuren procesaba y transfiguraba el mundo real en parte de su intimidad:
Está la niebla baja, el mar cercano,
blancas aves se anuncian.
El tiempo teje una vez más la tela
del engaño.
Todo invita al descenso y a la ofrenda:
el bosque crepitante, la resaca
y el dulce, el hechizado
crepúsculo de hojas que se enciende
entre mi corazón y el tuyo.
(“Paisaje”)
El título de Vida continua (su primera aparición es de 1966), bajo el que recogió lo esencial de su obra, es exacto y revelador. Ese libro es el centro de toda su producción; fue reeditado muchas veces y continuamente ampliado y revisado, como hizo Jorge Guillén poeta que él admiraba con su Cántico. Su lúcida y apasionada entrega al quehacer poético se convirtió en una forma de vida interior una vida con sentido que casi reemplaza u oscurece a la otra. El autor ha dicho: “Mi poesía se ha ido produciendo en círculos concéntricos, a modo de impulsiones que se explayan del centro cordial a la periferia…” En su esfuerzo creador hay una sutil conjunción del legado de los clásicos antiguos y modernos, el gran romanticismo, la poesía nórdica (vivió, enseñó y se casó en Suecia), el simbolismo europeo y otros movimientos fundamentales de la lírica contemporánea.
En un texto justamente titulado “Poesía”, Sologuren definió la razón de su oficio: “Pero qué cerca estás de mi sangre, / y sólo creo en el dolor de haberte visto.” Bien puede decirse que vivió en un estado de gracia poético, y que sólo la terrible enfermedad que le robó la memoria de sí mismo pudo cegar esa radiante visión. –
(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.