Jorge Cuesta: Pensar hacer y pensar. Carta a José Emilio Pacheco

Una carta de Octavio Paz a José Emilio Pacheco.
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Nueva Delhi, India
Septiembre 27 de 1965.
Sr. José Emilio Pacheco
Reynosa No. 63
México 11, D.F.

Querido amigo:

Gracias por su carta y por su envío. Llegó cuando ya comenzaba a desesperarme. Y no sólo eso: su carta coincidió con el ultimátum chino. A pesar de la gravedad de la situación —o por eso mismo— me hundí en la relectura de Chuang-Tsé. Me hizo bien y, al terminarla, pude ver con mayor claridad las cosas. Es como aquel consejo que daba Baudelaire a los escritores jóvenes: cuando se vean acosados por los acreedores, procuren escribir sobre temas sublimes o muy abstractos.

No sé si tengo una opinión “actual” sobre Cuesta. Al hojear los volúmenes publicados por la Universidad me desconcerté un poco. El poeta, francamente, me dejó frío. No sé si buscaba la palabra exacta —en el sentido intelectual más que poético— o si carecía de palabra. Sospecho lo segundo. Algunos de sus textos en prosa revelan una curiosa torpeza verbal, unida a una inteligencia penetrante. No es que no supiese el español, aunque su español, como el de muchos mexicanos de la clase media, haya sido pobre; creo que quería pensar en francés y de ahí la rigidez de algunos períodos. Dicho esto, Cuesta me parece una de las inteligencias más penetrantes que ha tenido México. En él hasta la locura es inteligente. Sus artículos sobre política —si olvidamos su carácter polémico y circunstancial— revelan una comprensión muy profunda de la vida mexicana. Afirmar que el marxismo es un irracionalismo puede parecer una paradoja y, en cierto modo, lo es; pero es una paradoja que me hace pensar. Algunos de sus ensayos de crítica literaria son definitivos. Yo le debo muchísimo. Por ejemplo, sin “El Clasicismo Mexicano” yo no hubiera podido tener una idea clara de la historia de nuestra poesía. Creo que muchas de mis reflexiones parten de ese texto. Por supuesto, no comparto, en lo absoluto, su condenación del modernismo y mucho menos su exaltación de González Martínez. En esto Cuesta coincide, sin darse cuenta, con la opinión de Reyes y de Henríquez Ureña, que siempre menospreciaron a Tablada y que vieron con muchísimas reservas a López Velarde. Es curioso advertir estas coincidencias si se recuerda que Cuesta y Reyes no se profesaban estimación… Pero la obra de Cuesta no lo representa. Para mí fue, ante todo, una persona que pensaba en voz alta. Yo le oí decir “El Clasicismo Mexicano” en un bar de la calle Madero. Sus interlocutores éramos una muchacha, que creo era su amante, y yo, que lo escuchaba boquiabierto. Le confieso que esa versión verbal me parece, en el recuerdo, mejor y más viva que el texto escrito. Conversamos muchas veces, siempre a solas. Siempre me deslumbró y me hizo pensar. Pocas gentes han provocado en mí tal pasión intelectual. Generalmente me invitaba a comer, con frecuencia a buenos restaurantes, cosa que en aquel tiempo me llenaba de confusión (yo era muy pobre y muy joven). Nuestras grandes discusiones eran acerca de Lawrence, que a él no le gustaba, y Huxley; Breton, al que admirábamos, y Benda, que a mí no me interesaba pero que a él lo seducía; sobre Valéry, las drogas (la química del espíritu, tema que lo apasionaba) y no sé cuantas cosas más. El día del nacimiento de mi hija lo encontré por casualidad en la calle de Gante —y esa fecha ahora se mezcla a mí con el recuerdo de una conversación sobre Bachelard, en esos años desconocidos casi, que había publicado en la N.R.F. un ensayo sobre los animales de Lautréamont. Podría pasarme horas hablando de Jorge Cuesta. Era un hombre de una inaudita generosidad intelectual. Fue odiado y escarnecido. El prólogo a las obras completas me decepcionó. Si se alude a su vida privada, ¿por qué no hacerlo francamente y por qué utilizar esa monstruosa palabra: pecado? En suma, creo que la verdadera obra de Jorge Cuesta —excepto un manojo de ensayos y, tal vez, dos o tres poemas— está en la de sus contemporáneos y sucesores. Todos los que lo oímos le debemos algo —y algo esencial. Hablo por mí, pero podría decir lo mismo de Xavier Villaurrutia, José Gorostiza y Gilberto Owen. También pienso en Ramos. (¿Sabe usted que gran parte de su libro sobre el mexicano es apenas un eco de las conversaciones de Cuesta y José Gorostiza?) No creo, en cambio, que haya tenido influencia en mis compañeros de generación ni en los que la siguen. Una última confidencia: mi “entrada” en el mundillo literario se debe más que nada a Jorge Cuesta (y a Xavier). Mi primer libro, que hoy me parece muy malo, provocó una nota de Cuesta que todavía me enorgullece.

Gracias por su ensayo sobre la poesía mexicana moderna. Es muy bueno y muy justo. Además, bien escrito. Dígame, ¿por qué los jóvenes escriben con tanto descuido? El defecto de Cuesta era el exceso de cuidado. Ahora, en cambio, leo notas y artículos en los cuales no se respeta ni siquiera la sintaxis gramatical. Y aquí paro esta carta torrencial…

Un abrazo afectuoso,

Octavio Paz

P.S. Salúdeme mucho al señor Capistrán. Le escribiré en breve.

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