Hipster is the new black. No solo se mantiene en calidad de moda inercial desde hace más de una década, sino que parece devorarlo todo. Grupos de chicos se descalifican entre sí acusándose mutuamente de “hipsterismo” y esgrimiendo como prueba argumentos que se oponen: ser demasiado intelectual, ser demasiado frívolo… La indefinición que rodea estas actitudes en México (y que puede ir desde la frecuentación de ciertos cafés de la Condesa hasta el gusto por músicos tan disímiles como Hello Seahorse!, El Columpio Asesino o Carla Morrison) parece tener como núcleo no tanto un criterio estético, sino el cinismo y la descalificación hacia el gusto y el criterio de los demás. Así, lo hipster no se conforma con desdeñar el –cada vez más utópico– mainstream: necesita situarse al margen de los márgenes en un mundo (vaya paradoja) en el que la circulación de la mayoría de los saberes superficiales se ha masificado. El pop es una suerte de pecado original hipster que se expía mediante la burla; casi todos los homenajes –a Juan Gabriel, a José José, a Rigo Tovar– llevan implícita una sonrisa desdeñosa, un cierto grado de farsa y/o parodia: un intento de conquistar la oscuridad a través de la ironía. Vivimos en el reino del pop exacerbado pero, al mismo tiempo, nunca había sido tan difícil como ahora encontrar expresiones de pop rotundo y sincero. Es ahí donde la música de Julieta Venegas adquiere su mayor relevancia.
Los momentos (Sony Music, 2013), el disco más reciente de la compositora, es una obra redonda en varios sentidos. Primero, porque los once temas que lo conforman van construyendo un periplo narrativo que desemboca en la circularidad; una circularidad enfatizada por los coros de Natalia Lafourcade, Ceci Bastida y la propia Julieta, que generan texturas gemelas-no-idénticas en “Hoy” y “Un poco de paz”, primer y último tema (respectivamente) del álbum. Segundo, porque las distintas influencias que recupera cada una de las canciones traza una curva que se conecta con la tradición (principal aunque no exclusivamente con el tecno y la balada de los años ochenta). Y tercero, porque la producción es impecable: todo es preciso, el piano y las cuerdas armonizan sin aspavientos con el sonido sintetizado, y la voz de Julieta ha adquirido una dulzura que, por sí sola, vale para escuchar el disco: ninguna de sus obras anteriores fue cantada con un registro semejante. Pero aun encuentro algo más, una consistencia que solo pue- do describir tomando prestado –pido perdón de antemano por esta herejía tanto a los cultistas conservadores como a los cínicos light– un cociente revisionista de Harold Bloom.
En su ya casi clásico libro La angustia de las influencias, el profesor Bloom establece seis “cocientes revisionistas” (revisionist ratios) mediante los cuales un poeta se apropia de la influencia de su mentor para construir, tras un largo proceso de confrontación y agonía, su voz original. El último de estos índices es llamado apofrades. Bloom lo define así:
es el retorno de los muertos […]. El poeta posterior, en su propia fase final […], mantiene su poema una vez más tan abierto a la obra del precursor que, al principio, podríamos pensar que la rueda ha dado una vuelta completa y que nos encontramos de nuevo en el periodo de inundado aprendizaje […]. Pero […] el efecto misterioso que resulta de esto es el de que el logro del nuevo poema nos causa la impresión no de que el precursor lo estuviera escribiendo, sino de que el poeta posterior hubiera escrito la característica obra del precursor.
Esta sensación genera, en varios pasajes, Los momentos: la de que Julieta Venegas inventó la música cuya influencia recolecta, y no al revés. Es un fenómeno con graduaciones. Por ejemplo, en la canción “Nada importante” es relativamente fácil percibir el espectro del grupo español Mecano, tanto en el estilo de los teclados como en el fraseo de la voz y el contrapunto de los coros. Pero en el tema siguiente, titulado “Verte otra vez”, la influencia parecería desplazarse en un sentido inverso: toda la estructura (la demorada pulsión inicial de los teclados, el tardío ingreso de la percusión programada, lo pegadizo del coro y la inclusión de un fraseo intermedio más lento, a modo de estrofa/coro) remite al más fresa pop mexicano de los noventa: ov7, Sentidos Opuestos… Sin embargo, la canción de Julieta es elegante y breve, sin los empalagosos y desmesurados melodramas electrónicos y vocales que vuelven pretenciosas y aburridas las composiciones de sus precursores. Otro ejemplo –que goza de atracción en los charts– es “Te vi”, una canción naïf y terrible que suena un poco a balada italiana de los ochenta pero contiene algo nuevo y fresco que no logro definir, algo que me resulta muy básico y muy adulto y muy infantil al mismo tiempo; una energía estética que se acrisola en el espléndido video que acompañó su lanzamiento como single, y que logra algo casi imposible: remixear a Luis Miguel con El principio del placer de José Emilio Pacheco.
Pero la mejor pieza del disco, y también la más plena en su apofrades, es la que le da título. “Los momentos” es soberbiamente almodovariana, una suerte de mundo alterno donde el Dúo Dinámico y Jeanette se reunieron a principios del siglo xxi para hacer una canción perfecta: pop crudo, sin un ápice de cinismo o ironía, pero también sin ingenuidad. Un objeto cultural hecho de oxímoros como espejos: una balada dura y sin oratoria que revisita un tópico lírico tradicional (el ubi sunt…?) y transcurre a contrapelo del arrebato.
En varias entrevistas, la propia Julieta Venegas ha descrito Los momentos como una obra “oscura”. Creo que es una apreciación adecuada aunque, más que a la música, atañe a las letras. Se trata, salvo la primera y la última, de canciones enfocadas en el desamor, el desapego, la partida, la incapacidad de comunicación. En un par de ellas, la descomposición social es el fundamento del relato. Donde se nota esto con mayor claridad es en “Vuelve”, aunque me temo que se trata de la canción menos interesante del disco: en un álbum donde prevalecen la intimidad, el autoanálisis e incluso el autoescarnio, una rola tan abierta y colectiva como esta (en la que participaron Rubén Albarrán y Anita Tijoux) suena un poco fuera de lugar. Incluso la letra se siente desvaída, sin la redondez que caracteriza a los diez temas restantes.
En cambio, “Tuve para dar” –primer single extraído del disco– me parece muy afortunada en su tratamiento del mismo asunto. Aquí sí hay un rasgo de ironía, de sarcasmo incluso, generado no tanto por la letra sino por la combinación de esta con los acordes, beats y densos bajos de un dance absoluto, casi podría decirse perpetuo, enfatizando este coro: “alegrías tuve para dar / no creas que siempre he sido así”. Solo un coro como este podría admitirse como sustancia bailable en un país cuya única fertilidad son los cadáveres. Como imaginación plástica, la canción es un himno a la zombificación nacional: hordas de cuerpos moviéndose sin voluntad al ritmo de la música –una lectura que el video que acompaña la canción enfatiza, pues muestra a grupos de personas madreándose mientras danzan por calles y edificios de la ciudad de México.
Aunque Los momentos representa un importante cambio en el estilo musical de Julieta Venegas, pues con esta placa se aleja del sonido acústico que ha caracterizado la mayor parte de su carrera y se adentra en lo electrónico, creo que son las letras el principal punto de inflexión del disco. No tanto por su aspereza, sino porque hay en ellas una depuración y claridad inéditas. Menos discurso, menos metáforas poetosas (de esas que tanto gustan a los cantautores en México, llámense Saúl Hernández o Ricardo Arjona): mayor ajuste entre versificación y melodía; una densidad paradójicamente clara verso a verso. Un ejemplo de esto que digo se aprecia comparando, pongo por caso, la letra de “Si tú no estás” (del disco Otra cosa) con la de “Te vi”: comparten algunos rasgos, pero la segunda es muy superior a la primera.
Aunque Julieta Venegas ha declarado también que este disco es, de algún modo, la suma de todas sus obras anteriores, yo encuentro en él un diálogo mucho más intenso con Aquí (1997), su primer álbum, donde la compositora luchaba también –con menos armas– contra tremendos demonios. Algo de apofrades habrá también en esto: canciones como “¿Por qué?” y “Un poco de paz” recuerdan la obra temprana de Julieta, salvo que han sido resueltas con mayor belleza que antes. Y mi segunda canción favorita del disco (la más triste: la de letra más sincera y desnuda) se titula “Volver a empezar”.
Me encanta el humor, el reciclaje cultural, la capacidad autoirónica… Pero ojalá el pop contemporáneo fuera un poco más valiente y se atreviera a ir, de vez en cuando, en serio. Es esa bravura bien ejecutada lo que más agradezco de Los momentos. ~
(Acapulco, 1971) es poeta y narrador, autor de libros como Canción de tumba (2011), Las azules baladas (vienen del sueño) (2014) y Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino (2017). En 2022 ganó el Premio Internacional de Poesía Ramón López Velarde.