A veces,
cuando hago mi recuento
y me detengo, digamos,
en la primera década,
durante un viaje a la frontera
con la brutal lámina junto al arroyo
y el páramo convocado por las llantas,
los buitres de sobra
en la rama hueca de algún leño,
o de regreso a la cuadra más veloz
entre el eucalipto y los adoquines
remotos de la iglesia,
recaigo en las albercas
de mi memoria
y recuerdo los pozos iniciales,
sin geometría,
reacios al uso de mis piernas,
tiesos con su limo en mi miedo;
o tan cerca del solsticio
en la vereda de mi parque
un balneario público
con nombre de continente,
donde nunca vi el agua
en la pila de cloro
sino salpicada en el aire
con los gritos
que se iban dilatando
en las manchas de sol
ese mediodía
mientras yo miraba crecer
la huella enorme del lodo
en el centro de mi toalla
y algo percibía, creo,
no sé si de mí
o de la blancura
expugnable
de ciertas cosas.
Pero hay una alberca,
por encima de todas,
que me retiene.
Su oval en la hora justa
fue tan dúctil
con cada clavado
que parecía una maña del cuerpo.
Estaba en Texas,
en un motel de autopista,
y aun al sumergirme podía oír
cómo los motores raspaban
mi última visión del pavimento.
Allí, en esa alberca,
desde mi estatura en el flanco
descendiente y menos profundo
tuve toda la mañana
con los ojos cerrados
en medio de la luz
un albedrío tan perfecto
en los pies y en los brazos,
un dominio tan exacto de la espuma
que el fervor de las burbujas
rotas en mi boca
al respirar hundida
en el fondo
no fue un presagio,
sino el final común
de otros días en el agua
cuando apareció el mar más tarde
con las palmeras borrosas
en la curvatura de la bahía,
el estilo raído de un desierto
caduco en la arena
y nada nunca
volvió a ser tan impersonal. –
(ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. Por su libro 'Muerte en la rúa Augusta' (Almadía, 2009) ganó en 2010 el Premio Xavier Villaurrutia.