La elección presidencial francesa se decidirá este 6 de mayo entre los dos candidatos que ganaron la primera vuelta, celebrada el 22 de abril. Vale la pena reseñar esa primera votación para tener una imagen más clara del sistema electoral francés, que en apenas unos años ha cambiado radicalmente su composición ideológica.
El 22 de abril compitieron por el voto de los franceses doce candidatos. Los punteros, según todas las encuestas, eran Nicolas Sarkozy, candidato de la Unión por un Movimiento Popular (UMP), y Ségolène Royal, abanderada del Partido Socialista (ps). Un hombre de centroderecha y una mujer de centroizquierda. Entre los candidatos había en total ocho hombres y cuatro mujeres, de los cuales seis eran de izquierda (tres trotskistas, un altermundista, una comunista y una socialista) y los otros seis de diversas opciones que iban del centro (François Bayrou, de la udf) hasta la extrema derecha (Jean-Marie Le Pen, del Frente Nacional). Estos dos últimos candidatos, junto con los dos primeros, eran los únicos que podían aspirar a pasar a la segunda vuelta, de acuerdo con las encuestas. En todos los sondeos, en efecto, la intención de voto era más o menos la siguiente: Sarkozy veintiocho por ciento, Royal veinticuatro, Bayrou dieciocho y Le Pen quince por ciento. Pero había aún, hasta una semana antes de la elección, un número escandalosamente alto de franceses indecisos.
Una mirada rápida y fría a la lista de los candidatos muestra de inmediato dos cosas: la predominancia de la derecha y la fragmentación de la izquierda. La derecha goza de la aprobación de alrededor del 63 por ciento de los franceses (incluidos los dos puntos que aporta Philippe de Villiers, candidato del Movimiento por Francia, situado entre Le Pen y Sarkozy). La izquierda, en cambio, tiene el apoyo de no más del 33 por ciento de los electores –apenas un tercio de Francia. Pero no es sólo eso: está también profundamente dividida. Muy lejos de Ségolène Royal, quien tuvo que mover su discurso a la derecha, persisten los candidatos de la izquierda, que se describe a sí misma como antiliberal: el altermundista José Bové (con dos por ciento de intención de voto), la comunista Marie-Georges Buffet (2.5 por ciento) y, en fin, los trotskistas Olivier Besancenot de la Liga Comunista Revolucionaria, Arlette Laguiller de la Lucha Obrera y Gérard Schivardi del Partido de los Trabajadores. En esa izquierda, la gauche de la gauche, Besancenot era el único que tenía posibilidades de aspirar a llegar a un cinco por ciento de los votos, el mínimo necesario para que el Estado pueda reembolsar los gastos de campaña.
Entre el 9 y el 20 de abril, los doce candidatos –grandes y chicos– tuvieron todos derecho al mismo espacio en radio y televisión, pública y privada, y a recibir el mismo trato por los periodistas de estos medios. Junto con los diez ya descritos competían dos candidatos más en la elección, ambos identificados con la ecología, pero explícitamente fuera del eje izquierda-derecha: Frédéric Nihous, el candidato de la Ruralidad –whatever that means–, y Dominique Voynet, la abanderada de los Verdes.
Apenas dos semanas antes de la elección, a partir del 9 de abril, empezaron a verse las fotografías de los candidatos en las ciudades de Francia. En París eran apenas perceptibles –casi ridículas, por insignificantes. Estaba prohibido pegarlas a los muros de los edificios o colgarlas de los balcones o de los postes de luz. Al contrario, tenían un espacio reservado y restringido: las espantosas mamparas de metal que las autoridades acomodaron temporalmente sobre algunas, muy pocas, aceras de la ciudad. Votez Le Pen, Osez Bové, La ruralité d’abord, decían algunos carteles. La France Présidente, añadía Royal. Ensemble, afirmaba Sarkozy. Más o menos un millón de affiches fueron adheridos con pegamento reciclable en las ciudades de Francia. ¿Cuántos carteles fueron colocados, en todos los lugares imaginables, durante las últimas elecciones de México? Quién sabe. En Francia, el affichage fue responsabilidad de una sola empresa, que puso en acción a mil afficheurs, mismos que fueron responsables de retirar los carteles de las calles una vez terminada la elección.
Junto con los carteles, salieron al aire también los spots oficiales en las cadenas públicas de televisión. Pero el debate de las ideas no ocurrió realmente ni en los carteles ni en los spots (ésta también es la palabra que usan los franceses). Ocurrió de una forma más típicamente parisiense: en las páginas de los diarios, en las conversaciones en los cafés, en las biografías de los candidatos que empezaron a surgir como hongos en todas las librerías de Francia. Biografías de Sarkozy (Un Pouvoir nommé Désir), de Ségolène (L’Insoumise), de Bayrou (Quand la Providence Veut). Libros de entrevistas: Ensemble de Sarkozy, Maintenant de Ségolène. Retratos incluso de Chirac, quien a los setenta y cuatro años decidió poner fin a su carrera política en Francia.
Sarkozy estuvo siempre identificado con la ley y el orden. Royal con el fortalecimiento del Estado de bienestar en Francia. Pero ambos tuvieron que seguir, en buena medida, la agenda trazada desde hace décadas –inmigración y patria– por la extrema derecha que representa Jean-Marie Le Pen. Sarkozy habló de crear un Ministerio de la Inmigración y la Identidad Nacional, idea criticada por Ségolène, quien sin embargo se ha opuesto siempre a la regularización global de los sans-papiers (idea que defienden en cambio los candidatos de la izquierda antiliberal en Francia, así como Voynet). Pero lo interesante es que todos los candidatos del centro a la derecha –Bayrou, Sarkozy y Villiers– están a favor del codévelopement, la inversión en países expulsores para detener la inmigración ilegal a Francia. Le Pen es el único que la rechaza. Acusó recientemente a Sarkozy de ser “un candidato que viene de la inmigración”. Sarko es, en efecto, hijo de un húngaro y nieto de un griego judío de Salónica que combatió por Francia durante la Segunda Guerra. Varios franceses tienen raíces en otros países: los dos personajes más populares del país, Yannick Noah y Zinedine Sidan, son ambos hijos de la inmigración a Francia. Lo curioso es que algunos de ellos apoyan a Le Pen. El diez por ciento de los franceses originarios del Magreb (unos cien mil electores) votaron por él, en efecto, el 22 de abril, según una encuesta del Ministerio del Interior que dio luego a conocer le Canard Enchainé.
Junto con el tema de la inmigración está el asunto de la patria, caro también a Le Pen. La derecha no ha tenido nunca problemas con el nacionalismo, a diferencia de la izquierda, históricamente identificada con el internacionalismo. Por eso ha molestado a los trotskistas, comunistas y altermundistas que Ségolène diga que los franceses deberían colgar de sus balcones la bandera de su país el Día de la Bastilla o que sugiera que, al final de sus reuniones, los socialistas deban entonar La Marsellesa. Les ha molestado también (así están las cosas en la gauche de la gauche) que afirme algo que es obvio: que el incentivo de la ganancia es necesario para que una economía sea sana.
La derecha está a la alza y la izquierda a la baja. Ese hecho marcó la elección del 22 de abril en Francia. Pero también un dato más: el porcentaje totalmente inusitado de franceses (42 por ciento: alrededor de dieciocho millones de electores) que pocos días antes de la elección estaba todavía indeciso sobre el sentido de su voto. Así, a pesar de que lo más probable era un escenario Ségo-Sarko, las sorpresas no estaban excluidas en un país donde en 2002 el candidato de extrema derecha derrotó al abanderado socialista y, en 2005, el pueblo rechazó en un referéndum la Constitución de la Unión Europea. ~