Durante la conversación teológica sostenida con el zar Iván el Terrible el 21 de febrero de 1582, el padre jesuita Antonio Possevino, representante del papa Gregorio XIII en una misión diplomática solicitada por el Zar, estuvo a punto de perder la vida de haber perdido la cabeza. Cuando el Zar le reclamó que los papas no habían sido siempre dignos de su posición como príncipes de los Apóstoles, el jesuita le sugirió que no diera crédito a todos los rumores sobre los papas y que, además, los papas (como los grandes príncipes de Moscovia) eran buenos y malos. A su vez, Iván opinó que el Papa no era un cordero sino un lobo, y el padre jesuita le preguntó entonces al Zar por qué había aceptado la mediación de un lobo. Encolerizado, el príncipe levantó su cetro (con el cual había matado a su propio hijo) contra Possevino. Como el jesuita permaneció inmutable, poco a poco Iván se tranquilizó y Possevino salvó la vida.
La entrevista del jesuita con el príncipe ruso recuerda episodios similares en la historia de la Compañía de Jesús. El encuentro del sabio Matteo Ricci, rodeado de astrolabios, telescopios y relojes, con el emperador chino a principios del siglo XVII es quizá uno de los más memorables. Como otros hombres legendarios de su orden, el padre Antonio Possevino (1533-1611), erudito, conocedor de la naturaleza humana, flexible, incansable, dueño de su propia verdad y de una gran presencia de ánimo, se adentra en territorios misteriosos y ajenos, se enfrenta al poder local, se salva de sus arbitrariedades y lleva a cabo, al mismo tiempo, misiones delicadas, en este caso el acuerdo de paz entre Rusia y Polonia firmado en 1582 en Zham Zapolski.
Los pormenores de esta paz y la intervención del padre Possevino son precisamente el tema de un nuevo libro del historiador Jean Meyer, El Papa de Iván el Terrible. Compuesto por un estudio introductorio y tres documentos jesuitas sobre la misión (traducidos del latín y del italiano), el libro versa sobre mucho más que un simple acuerdo de paz. El Papa de Iván el Terrible es parte de un proyecto más amplio (que ha dado frutos tan sólidos como Rusia y sus imperios, 1894-1991 del mismo autor), y es una faceta del esfuerzo de Meyer por entender y exponer la accidentada relación entre Rusia y el Occidente, donde la religión juega un papel de suma importancia. Al mismo tiempo, Meyer desmitifica el cliché de una Europa del Este o por lo menos de una Europa eslava más o menos homogénea, al presentar un rompecabezas de intereses e identidades políticos, militares, culturales y religiosos que se confrontan en este supuesto bloque. Pero, sobre todo, el historiador demuestra que tales identidades se han venido construyendo mucho antes de la Revolución de 1917. Así, Meyer indaga los archivos de la historia más remota para comprender el sentido de ciertos “malentendidos” recientes entre Rusia y el Occidente, en especial el Occidente católico: la cancelación de visas a sacerdotes católicos, la suspensión de obras para construir un templo católico en Moscú y el hecho de que el Patriarca de Todas las Rusias, Alexéi II, se negara a entrevistarse con el papa Juan Pablo II todos ellos acontecimientos del año 2002.
El estudio introductorio a El Papa de Iván el Terrible nos presenta uno de los orígenes de la relación de Rusia con el Occidente: en el siglo X, en un momento cismático entre las iglesias cristianas de Roma y de Constantinopla, Vladímir, príncipe de Kiev, se convierte al cristianismo bizantino. Las diferencias no sólo de orden religioso con el catolicismo romano serán un leitmotiv a lo largo de la historia de Rusia, y un factor determinante en la formación de una identidad cultural y política rusa separada y contraria al Occidente romano. Así, en 204, la ofensiva contra Constantinopla por los turcos, pero al mismo tiempo por los suecos y los alemanes, llevó al príncipe Alejandro Nevski (vencedor de los suecos y de los alemanes) a proclamar que prefería ser vasallo del Gran Khan que de los latinos (católicos). Con la caída de Constantinopla en 1453, Moscú llegó a identificarse como la promesa de la iglesia bizantina, la tercera “Roma.”
Sería erróneo pensar que durante este tiempo los contactos con Occidente eran exclusivamente conflictivos. Jean Meyer cuenta cómo, a partir del siglo XV, con los mercaderes y algunos viajeros italianos, entró a Rusia también el humanismo italiano, y fue acogido con entusiasmo por algunos príncipes y nobles (que tuvieron que pagar sus afanes renacentistas con el exilio). Pero tal entusiasmo coexistía con recelos apabullantes, según lo muestran los rezos que invocaban “libéranos de los latinos y de los musulmanes” y la costumbre de desear a un enemigo que “se fuera al diablo,” o sea, al mundo latino, Latinstvo. Éste es el contexto cultural de la mediación del padre Possevino en Rusia.
En cuanto al contexto político, estaba marcado por el anhelo de expansión del zar Iván IV hacia el Báltico, para lograr el comercio directo con los ingleses. Después de una ola de victorias, Iván encontró su adversario en el nuevo rey de Polonia-Lituania, el húngaro Esteban Bathory. El cosmopolitismo, la educación humanista y el catolicismo del rey Bathory, así como el refinamiento, la tolerancia y el pluralismo religioso cultivados en sus dominios (que albergaban comunidades católicas, protestantes y judías) hicieron que el conflicto entre Rusia y Polonia-Lituania rebasara su dimensión militar e influyera en las mutuas percepciones entre los polacos y los rusos, algunas de las cuales persisten hoy en día: mientras los polacos veían a los rusos como tribus bárbaras e incultas, “fuera del mundo”, los rusos consideraban a los polacos católicos como traidores de su raíz eslava y como cómplices del imperialismo romano. Pero, para resumir la situación militar de este conflicto, entre 1578 y 1582 la contraofensiva del enérgico rey Bathory empujó al zar Iván a buscar la ayuda del pontífice Gregorio XIII, a fin de negociar la paz con Polonia. Iván despertó el interés del Papa con el anzuelo de una alianza contra el Turco; la obsesión más grande de los papas hasta el siglo XVII era la formación de una Santa Liga, compuesta por todos los príncipes cristianos, para alejar la amenaza musulmana.
El Papa mandó al padre Antonio Possevino, hombre de confianza y negociador experimentado (unos años antes había manejado una misión diplomática en Suecia). Possevino partió hacia Moscú el 27 de marzo de 1581, no sin haber estudiado todos los documentos del archivo pontificio escritos sobre Moscovia, así como otros informes. Iba acompañado, entre otros, por dos intérpretes, ya que el políglota jesuita no hablaba ruso ni polaco. Possevino dio testimonios detallados de su viaje y de su misión, tanto en su informe Moscovia, publicado en Amberes en 1587, como en un gran número de cartas enviadas al Papa, al superior general de la Compañía, el padre Claudio Acquaviva, y a otros jesuitas. Cabe abrir un paréntesis aquí para observar que los jesuitas, maestros sin rival en el arte de escribir, lograron un primer imperio de la comunicación. Sus misiones estaban conectadas por una fina red epistolar, que abarcaba desde la sede en Roma hasta los rincones más remotos. Los padres de cada provincia estaban en contacto a través de cartas y visitas y, a su vez, los superiores provinciales tenían la obligación de mandar un informe anual al superior general en Roma. La labor evangélica de los jesuitas dependía de los testimonios de primera mano y de la información de toda índole (historia natural, etnografía, ciencia) contenidos en estos escritos; en este sentido, los jesuitas crearon también un imperio global del saber.
Las tres cartas que conforman el dossier documental de El Papa de Iván el Terrible son, como escribe Meyer, prácticamente inéditas. Publicadas por la primera vez en 1584, estaban destinadas exclusivamente a los jesuitas y no circulaban en público. En 1882, el jesuita Paul Pierling volvió a publicar estos documentos en latín bajo el título AntonII Possevini Missio Moscovita. En la primera carta, del 28 de abril de 1582, dirigida al general Acquaviva, Possevino detalla el camino de su misión, tan accidentado desde todos los puntos de vista: los largos trechos por bosques inexpugnables, el miedo a los cosacos que imitaban el alarido de las fieras, el frío, la necesidad de dormir a la intemperie, la comida escasa, las explosivas personalidades de algunos de los negociadores que amenazaban la misión con el fracaso, la difícil comprensión y necesaria adaptación a costumbres locales siempre con el ánimo de no ofender…
Las costumbres locales son propiamente el tema del segundo documento, una carta escrita por el padre Jean Paul Campan, compañero de Possevino en esta misión. Este pequeño informe etnográfico sobre los moscovitas es una meditación sobre la distancia cultural, religiosa e ideológica entre los rusos y el Occidente católico. Al poner de relieve diferencias e idiosincrasias, el escrito del padre Campan es a la vez un barómetro de las definiciones y expectativas occidentales, respecto a cuales tales diferencias e idiosincrasias son los ingredientes básicos que separan la civilización de la barbarie. Campan se admira ante la falta de cubiertos y de higiene en la mesa (no usaban tenedores ni cuchillos, ni se lavaban las manos antes de comer); la ausencia total de farmacéuticos, médicos (los únicos dos médicos de Rusia se hallaban en la casa del Zar y eran de origen belga e italiano), de doctores en teología, de escuelas y de imprentas; la práctica superficial y supersticiosa de la religión por la gran mayoría del pueblo. Pero, ante todo, a Campan le asombra el despotismo del Zar y el servilismo absoluto de todos los nobles, quienes, considerados esclavos del príncipe, no cuestionan su comportamiento y le permiten cualquier arrebato.
Finalmente, el último documento de este libro es una carta escrita por el cardenal Di Como al superior de la Compañía en Roma, sobre las encomiendas que el papa Gregorio XIII dio al padre Antonio Possevino. En el caso de la misión ante Iván el Terrible, Possevino logró solamente los objetivos más inmediatos: la paz con Polonia, la libertad de culto para los católicos en territorios rusos y la apertura de las fronteras a mercaderes venecianos. En cuanto al propósito mayor, la unión de los príncipes cristianos contra los turcos, el Zar se olvidó de su promesa una vez firmada la paz. Para entonces, el padre Possevino ya no abrigaba grandes ilusiones, aunque su celo misionero no disminuyó en absoluto. En varios informes, Possevino enfatizó más bien lo que sí se podía hacer por el momento: mantener un contacto estrecho y constante con Rusia, fundar colegios en Polonia, Transilvania y Praga, para educar a misioneros rusos y a conocedores de la cultura rusa, lo mismo que abrir imprentas con tipografía cirílica para publicar libros católicos en ruso. Para este visionario jesuita, la clave de la diplomacia consiste, no en negar las diferencias abismales entre culturas tan diferentes en lo ideológico y lo religioso, sino en buscar acercamientos a través del conocimiento mutuo. ~
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