La Jornada del 2 de junio pasado reproduce una gran fotografía que muestra a Ofelia Medina, sufriente y sensual (más sensual que sufriente), encarnando a Rosario Castellanos. La extensa nota reseña, exaltativamente, la más reciente puesta escénica montada por la ya medio mítica actriz para homenajear a dicha escritora. Y dentro de la misma página, abajo, una pequeña columna titulada "Kahlo, star en la puja de Sotheby's" informa que el cuadro de esta autora titulado "Retrato de Cristina, mi hermana" se vendió en esa célebre casa subastadora neoyorkina el 31 de mayo por 1,665,750 dólares, la cifra más alta de la noche, superando a Tamayo, Remedios Varo, Fernando Botero y Wifredo Lam. Cabe agregar que el año pasado otra pintura de la Kahlo, "Autorretrato", de 1929, fue adquirida en cinco millones de dólares.
Dado que en julio se cumplió un nuevo aniversario de su nacimiento, conviene repensar qué representó Frida Kahlo durante su corta, dolorosa, espectacular y azarosa vida, así como qué significó su obra antes y qué significa después de su muerte. El mito Frida, hoy convertido en fridomanía, hace de ese extraordinario personaje y de la pintora que fue la caciquil mujer del también extraordinario pintor y cacique Diego Rivera un arquetipo en el que la dupla vida-obra compone una unión y una telaraña inseparables. ¡Y qué problema el de las telarañas! Resuenan a algo broncíneo, al bronce que recubre y compacta a los héroes de la historia oficial. Y a propósito: ¿qué fueron Diego y Frida en el ambiente cultural de su época y qué son ahora, cuando viven la gloria de su eternidad? ¿Fueron caciques o caudillos de acuerdo con la milenaria tradición en tal sentido que atraviesa a la historia mexicana y, por extensión, a su campo artístico? Acaso fueron ambas cosas a la vez: la pervivencia del cacique en la figura del caudillo. Son cuestiones sobre las que vale la pena seguir reflexionando, pero hay que agregar que, si cumplieron esa función (cada uno a su modo), también constituyeron y siguen constituyendo, desde su experiencia integral, un referente y un legado a la reserva de ideas, prácticas y actitudes estético-culturales que hoy se hace necesario valorar y repensar más que nunca. Obviamente, sin una mirada cándida, reduccionista e idealista, teniendo en cuenta las complejidades, controversias y pertinencias de toda realidad en su momento y de la historia real, no la de bronce.
Pero volvamos a Frida Kahlo ayer y hoy. Y empecemos por su obra, tratando de separarla del mito autoconstruido y construido por su entorno. Cabe, no obstante, acotar algo: al parecer, frente a la figura gigante de su marido ella no otorgaba un decidido espacio profesional a su pintura y, sin embargo, pintaba con arrojo, con una firmeza violenta y decidida, también con delicadeza y hasta con esa ternura que brotaba del dolor y de su singular estructura personal. Como no sucede con otros artistas, es difícil separar en Kahlo a la persona de la obra porque lo autobiográfico penetra en sus imágenes de manera directa, frontal y brutal, con la crueldad radical del dolor cuando en él está en juego, condensado, el cuerpo. Por eso no hay excesos narrativos ni, mucho peor, literarios en esa inmediatez con la que Frida cuenta los episodios de su vida en su pintura. Sí hay, en cambio, una pulsión y un impudor sin rodeos que emerge tanto de su intenso protagonismo como de la densidad de sus padecimientos físicos. También de esa otra pulsión que entreteje la identidad femenina, aunque la producción de Frida Kahlo está fuera de aquel vapuleado y autovapuleado canon expresado por la frase "pintura o literatura femenina".
La fridomanía no surgió sólo a causa de la película protagonizada por Ofelia Medina y Juan José Gurrola en el papel de Diego. Obedece, además, a razones más complejas. En la década de los años ochenta el mercado de arte, con epicentro en Nueva York, elevó las cotizaciones de las obras a precios siderales. Contribuyeron a esta sobreexcitación varios fenómenos. Uno de ellos fue el cambio de una economía de producción por una economía en la que los excedentes de capital financiero produjeron un enorme caudal de liquidez. Surgió además una novedad: el vertiginoso coleccionismo japonés. Otro factor que se sospecha actuante es la creciente "industria" de armas y narcotráfico. Asimismo, el cansancio respecto al arte de los centros y la desigualdad provocada por la globalización abrió un mecanismo que no deja de tener su costado perverso: el interés por el arte periférico. Este contexto y la vida legendaria de Frida Kahlo crearon su mito y su enorme cotización, pero si ella viera ahora sus retratos en cursis cajitas artesanales y en camisetas tipo Versace, Óscar de la Renta o Tepito gritaría de bronca con una de esas furias propias de ella, sin escatimar insultos. A menos que se convirtiera en posmoderna, cosa que dudo. –