No hace mucho tiempo, con un grupo de amigos, fundamos la Internacional Bostezante. El proyecto por supuesto fracasó. Hundido bajo el peso de nuestros propios bostezos, el movimiento, que no se caracterizaba precisamente por su dinamismo, preveía desde el principio su propia destrucción. Aunque más bien habría que decir que duró muy poco, que estaba condenado a ser un movimiento efímero y sin futuro, que más temprano que tarde se disiparía a consecuencia de su misma intención contestataria y desestabilizadora. No hubo ceremonia de iniciación. Estábamos reunidos despotricando sobre la falta de disidencia que se respira en el ambiente, sobre la apatía y resignación que produce escuchar una y otra vez, con ese retintín que tanto recuerda a Goebbels, la tesis de que ya no hay salida, la cantilena de la desaparición del sentido, y entonces, mientras discurríamos con inocultable desgana sobre cómo podría vencerse hoy la carga de descreimiento y amargura que pesa sobre nuestros hombros, mientras nos lamentábamos de que aun la rebelión más salvaje ha sido neutralizada por el clima de desengaño y fin de los tiempos, por una herencia de claudicaciones y traiciones, alguien manifestó su hastío con la insolencia de un bostezo, ese bostezo llevó a otro y luego a otro, y así, de golpe, un grupo de amigos habíamos fundado la Internacional Bostezante.
Como era de esperarse, el nuevo movimiento no resistió los embates que él mismo, fiel a los principios de sabotaje y mala leche por los que se regía, dirigió contra su propio despliegue de entusiasmo. Al igual que muchos proyectos delirantes de este tipo, la Internacional Bostezante se autoaniquiló en su radicalismo, se colapsó a causa de su celo y exquisita coherencia. La idea central era sin embargo perfecta: estropear todo momento, cualquier ocasión de regocijo y esperanza, de felicidad y aun de tristeza, con la dinamita temible del bostezo. Oponerse a la complacencia y la sonrisa, al embotamiento y la banalidad que han terminado por cercarnos, con la floración desdeñosa del tedio. Volverse odioso a fuerza de abrir constantemente la boca y comportarse como un pez. Al cabo de pocas horas –quizá de días–, todos alrededor acabarían contagiados. Bastaba encender la mecha.
Este era, sin mayores contemplaciones, el programa de nuestro clan boqueante: Si te cruzas en la calle con un conocido, salúdalo con un bostezo irreprimible. Si alguien te declara su amor, ponlo a prueba con un bostezo desafiante. En el teatro, en el circo, en la presentación de un libro, haz de tu asiento el trono inamovible del bostezo. Si aquel te regala una sonrisa, bájalo de la tibieza de su conformismo y hazle rendir cuentas en el tribunal helado del bostezo. Toma fotografías de momentos insuperables de hartazgo, de rostros descompuestos por la violencia erosiva del tedio, y envíalos, con toda tu falta de interés, en tarjetas postales y en spam. Decididamente se trataba de un programa de ascendencia punk.
La furia contenida del aburrimiento debía dibujarse en los labios con toda la intensidad irritante y desorientadora de los bostezos más gloriosos. Sin que al parecer nada específico lo invocara, sino más bien como efecto tardío pero nunca gratuito y todavía punzante de la inercia general, el bostezo debía irrumpir en medio del consabido fastidio de lo cotidiano con arrogancia, como una arcada hiperbólica, para que quienes lo presenciaran se quedaran pensando en que quizás la comodidad que tanto procuran no es más que la vieja rutina acojinada, sintiendo esa comezón indefinible del alma de que quizás haya otra forma de vida al margen de la inminencia siempre pospuesta de la felicidad.
El principal enemigo de la Interna-cional Bostezante era el entusiasmo, la sospechosa facilidad con que toda protesta, toda alternativa de cambio es reabsorbida por la aplanadora de la realidad. (En ese entonces definíamos el entusiasmo como “el estúpido conformismo de seguir concediendo más importancia a lo que no es que a lo que es”.) La consigna era señalarlo, contrarrestarlo, desarmarlo; había que declarar la guerra al entusiasmo con la fuerza explosiva de ese gesto ordinario de fastidio –y humillarlo. De pronto uno de nosotros dijo que el enemigo no podía ser el entusiasmo, sino el exceso de entusiasmo, pues corríamos el riesgo de desarmar nuestro propio movimiento por contradictorio, ya que aun en la rabia hay un componente entusiasta, y no podía dejar de percibir en los cimientos de la Internacional Bostezante la semilla del propio mal que combatíamos, incluso una alarmante dosis de arrojo. (Y hay que decir que, en efecto, mientras el camarada bostezante argumentaba de este modo soporífero, los demás miembros nos entregábamos con ahínco al contagioso vicio del bostezo, que ya para entonces se parecía a un suspiro del que se ha extirpado toda esperanza.) Cuando nos hizo notar, restregándolo en nuestras narices, el empeño, la entrega casi cercana al fanatismo con que abríamos la boca para materializar nuestro hastío, quedó claro que la Internacional Bostezante llegaba en ese instante a su fin. Nos dimos cuenta de que nos estábamos convirtiendo en el enemigo, de que no había una forma clara e incontestable de juzgar en qué momento el entusiasmo comienza a ser excesivo, es decir, sospechoso, así que la incipiente pero ya muy descorazonada sociedad de la Internacional Bostezante se desintegró cuando nos topamos de frente, un tanto desprevenidos y boquiabiertos, con la imponente verdad de que todo entusiasmo es ya demasiado.
Pero antes de que la Internacional Bostezante se desinflara, pinchada por el aguijón aguafiestas de su contradictorio impulso, y antes de que todos sus miembros se dispersaran cabizbajos, como quienes arrastran su desasimiento hacia la vieja cueva del bostezo íntimo, conseguimos lo que ni siquiera habíamos imaginado: redactar en una espontánea sesión exasperante, tan lenta que casi parecía paralítica, el único manifiesto de nuestro estático movimiento, un breve decálogo cuyos incisos, extrañamente no aletargados ni geriátricos, debían ser, como todo bostezo, al mismo tiempo intempestivos y desencantados, y por si fuera poco debían pronunciarse en una sola bocanada de corrosión bostezante:
Manifiesto único de la Internacional Bostezante
1. Un bostezo genuino, en el momento oportuno, no deja de tener su dinamita. 2. La pasmosa inventiva que ha desplegado el hombre para matar a su prójimo apenas puede equipararse con su maestría para matar de aburrimiento. 3. Declara el don Juan de Lord Byron: “No nos queda más que aburrirnos o aburrir.” Nosotros –amantes torpes y poco imaginativos– añadimos: o ambos. 4. Toda la desgracia de la humanidad viene de una sola cosa: no saber entregarse a la extroversión dulcemente ofensiva del bostezo. 5. No te quedes callado: abre la boca y bosteza interminablemente. 6. A la larga el bostezo resulta mucho más verosímil –por implacable y lúcido– que la alharaca de satisfacción o el gemido del inconforme. 7. Lema: Estridencia muda. Táctica: Desafinar, en el concierto de frenesí de los tiempos, con un coro insufrible de bostezos, como preparación del Día del Gran Rechazo. 8. Quien todavía, en señal de buena educación, se tapa la boca para ocultar un bostezo, ha de reconocer que en el centro de su rostro resplandece, sin que nada pueda contenerla, una impresentable proclama nihilista. 9. Tanto como nuestras mandíbulas procaces lo permitan, resistamos la sutil sujeción del aburrimiento, el opio adormecedor de creer en la imposibilidad de la rebeldía. 10. Desde luego, la meta última e irrenunciable es hermanar a la humanidad, por la fuerza contagiosa del bostezo, en una monstruosa exhalación de fastidio, que sea capaz de sacar de quicio al mundo y obligarlo a que gire en una nueva órbita, de preferencia aberrante. ~ |
(ciudad de Mรฉxico, 1971) es poeta, ensayista y editor.