Creo que sería interesante hacer primero una aproximación autobiográfica, pues en muchos sentidos todos tenemos una educación que pertenece a los paradigmas de la izquierda. ¿Cuál ha sido su proceso de evolución personal en relación con estos valores?
Jesús Silva-Herzog Márquez. Desde mi perspectiva, la idea de que todos hemos sido educados en los “paradigmas de la izquierda” habría que ponerla bajo sospecha. Dejando de lado la parte personal, creo que los paradigmas que han marcado la formación cívica mexicana no son las líneas de la izquierda sino las del “nacionalismo revolucionario”, que puede tener ciertas puntas de conexión con una sensibilidad de izquierda pero que, penetrando un poco más en esas nociones, alimenta incluso una cultura profundamente conservadora, en algún sentido reaccionaria. El discurso nacionalista difícilmente lo podemos nosotros asociar con la tradición de la izquierda, y el discurso revolucionario, que sí tiene una obvia afinidad, está anclado en concepciones que nada tienen que ver con una izquierda moderna.
No sé si tú, Ugo, también estableces este deslinde entre el nacionalismo revolucionario que da origen al México modero y la izquierda, y cuál es tu trayectoria.
Ugo Pipitone. Por lo pronto subrayaría esto: la izquierda son muchas izquierdas. La historia del movimiento obrero, y del socialismo, son muchas historias de familias que van definiendo sus fronteras sobre la marcha. Estas familias a veces tienen serias dificultades para aprender a convivir entre sí y otras son, incluso, fratricidas. La izquierda es un archipiélago de experiencias y de ideas con dos siglos de historia, fracturas y recomposiciones. Uno de esos fragmentos es el nacionalismo revolucionario: una nebulosa con componentes variables de nacionalismo reformador, marxismo, anarcocomunitarismo y socialdemocracia, todo dentro de un discurso patriótico y revolucionario. La dialéctica mexicana da para eso y más.
En esta filiación que haces del nacionalismo revolucionario evades también, como Jesús, la parte autobiográfica.
Pipitone. Yo fui expulsado de la Federación juvenil del Partido Comunista Italiano en 1964, cuando tenía 18 años y era muy leninista. La mía es la marcha de un joven italiano por el mundo y cuyo aprendizaje es, al mismo tiempo, un recorrido dentro de la izquierda y fuera del comunismo. Cuando nos reuníamos, a comienzos de los años sesenta, en la sección juvenil del Partido Comunista en Turín, teníamos dos enemigos: uno era la URSS, y el otro, la vía italiana al socialismo. Si Sartre publicaba un nuevo libro debías leerlo de inmediato para no quedar fuera del círculo de conversaciones y debates. Esa hambre intelectual (que iba de Lenin a Rosa Luxemburgo, de Kautsky a Malcolm X) era incompatible con la imagen tétrica de los jerarcas de la URSS. Claro, nosotros la considerábamos entonces como una patología del comunismo. Gramsci y Luxemburgo ya habían criticado ese intento de construir, como si fuera una misión jesuita en Paraguay, el comunismo en la región más atrasada de Europa. Al otro adversario, la vía italiana al socialismo, lo veíamos como una mezcla de apertura a los adversarios y de cierre interno del debate. Lo terrible fue cuando comprendí que lo que yo creía una patología era el comunismo en sí mismo. Y en algún momento comprendí que el punto ya no era la URSS; el “comunismo” se había vuelto sinónimo de partido único, planificación centralizada y cultura oficial. Si eso me resultaba difícil de digerir de joven, con más de sesenta me resulta ridículo. En algún momento comenzó a resultarme muy claro que seguir siendo comunista y ser de izquierda se había vuelto incompatible.
Y tu educación sentimental, Roger, ¿cuál es?
Roger Bartra. Me reconozco en esa escapatoria del mundo de la cultura comunista a la democracia. Yo nací, por decirlo de alguna manera, en el seno de la cultura política de izquierda. No me gusta el término “paradigmas”; no crecí con paradigmas, crecí en el seno de la cultura política de izquierda por un hecho muy sencillo: soy hijo de refugiados catalanes que huyeron del franquismo y desde que nací he vivido esa condición de exilio, que sigue siendo la mía. En ese sentido, quedé profundamente marcado. Supongo que esto influyó para que a comienzos de los años sesenta me radicalizara, con alguna tentación guerrillera. Al final acabé como militante del Partido Comunista Mexicano por un cuarto de siglo. Esa es mi formación política.
Ahora bien, yo milité en un partido comunista muy extraño, que en algún momento decidimos disolver al darnos cuenta de que ese espacio, pese a ser un comunismo reformado y democrático, no tenía sentido en el mundo moderno. Esto no ocurrió en mi caso debido a influencias europeas, sino que fue un descubrimiento –casi iba a decir una “iluminación”– cuando, escapando del autoritarismo mexicano –pues para un joven intelectual comunista en los años sesenta México era un país inhabitable– me fui a Venezuela. En 1967 descubrí la democracia venezolana. Venezuela era un país profundamente democrático que había pasado por tentaciones guerrilleras muy fuertes y que había logrado derribar la dictadura de Pérez Jiménez. Ahí descubrí algo que tiró los dogmas que me impregnaban todavía: la democracia formal y representativa era importante, fundamental. No era algo que sólo acompañaba al capitalismo desarrollado o tardío, sino que podía existir en condiciones de subdesarrollo, de atraso, de extrema dependencia con respecto al “imperialismo”, como decíamos en aquella época, y de un pasado colonial atroz, como en el caso de Venezuela. Esto para mí fue toda una revelación. En esa época militaba en el Partido Comunista de Venezuela, que enfrentaba una agria lucha con las tesis guevaristas, con los cubanos y con los soviéticos. El partido se dividió y yo seguí la fracción que encabezaban Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez, que después fundaron el Movimiento al Socialismo (MAS). Y así, en tanto que militante comunista, acabé descubriendo el extraordinario valor de la democracia. Después de la experiencia del 68, estuve brevemente en México a finales de octubre y noviembre de ese mismo año, y decidí que este no era mi país. Me fui a Inglaterra, después a Francia, y desde luego se apuntaló esta perspectiva democrática que ahora considero tan importante.
¿Y tu itinerario, José?
José Woldenberg. Yo ingreso en la izquierda por la vía del sindicalismo universitario de los años setenta, bajo la idea de que había que construir organizaciones gremiales de profesores que sirvieran, por supuesto, para defender sus intereses laborales pero también para defender la universidad pública en momentos en los que había tensiones muy fuertes entre diversas universidades públicas y gobiernos locales. Y ahí empieza una militancia que luego me lleva, con otros compañeros y amigos, a formar el Movimiento de Acción Popular y, para decirlo rápidamente, a integrarnos al Partido Socialista Unificado de México, el PSUM, y de ahí al PMS y luego al PRD, partido en el que milito los primeros años. Es decir, todo el primer ciclo de unificación de la izquierda. La izquierda es en esos años un acicate del proceso democratizador, al mismo tiempo que empieza a repensar sus relaciones con la democracia. Es probable que sea un ciclo no totalmente concluido. Yo creo que a lo largo de estos años hay dos almas que se conjugan en la izquierda: por un lado, una alma autoritaria, ellos dirían “revolucionaria”, que piensa a la izquierda como poseedora de la verdad y con fuertes pulsiones excluyentes; y por otro, corrientes de izquierda que aprecian y saben que la democracia no solamente es un medio sino un fin en sí mismo.
A lo largo de ese proceso, tuve cuatro momentos de distanciamiento con el cuerpo fundamental de la izquierda. El primero fue el movimiento del CEU en 1986: ante el intento del rector Carpizo de inyectar algunas medidas reformadoras a la universidad de entonces, surge un movimiento estudiantil muy potente que se convierte en un obstáculo para poner al día a la UNAM. Si uno ve el pliego petitorio del CEU, sobre todo a la distancia, comprueba que en lo fundamental no defendía derechos sino privilegios. ¿Cuál es la diferencia? Que el derecho es para todos, los privilegios para unos cuantos, y el pase automático era y es para unos cuantos. En esos días y meses yo estuve bastante distante de ese movimiento y fui crítico. El segundo tiene que ver con la salida de un grupo de compañeros, y yo mismo, del PRD en abril de 1991. Luego de aquellas elecciones tan tensas, tan polarizadas, y en donde sin duda alguna el cómputo de los votos fue maquillado, se generó una situación muy difícil. Creo que algunas corrientes del PRI pensaban que la alta competitividad electoral había sido sólo coyuntural y que eventualmente podría ser revertida, es decir, que había sido un mal momento y punto. Desde la izquierda, el agravio de las elecciones del 88 provocó que cualquier acercamiento con el gobierno fuera visto como una traición y la apuesta fundamental era a una especie de desplome del sistema. Algunos de nosotros dentro del PRD señalábamos que existían condiciones para iniciar un proceso de transición democrática, es decir, que era necesario modificar las normas e instituciones para dar cauce a lo que había aparecido con fuerza en 1988: que México era un país diverso y que no cabía bajo el manto de un solo partido. En ese sentido nos parecíamos mucho a la línea hegemónica del PAN. Y el momento quizá definitivo que nos hizo salir fue cuando el propio ingeniero Cárdenas propuso una Alianza Nacional para la Democracia. Creímos, por un instante, que nuestras tesis encontraban eco. Pero de inmediato se nos aclaró que se trataba de una “Alianza Nacional” pero sin el PRI y sin el gobierno. Lo que más nos preocupaba a nosotros era que la tesis subyacente de las acciones del PRD se podía resumir, quizá de manera caricaturesca y un tanto agresiva de mi parte, como “entre peor, mejor”; es decir, la apuesta era que al país le fuera peor porque en ese momento habría mejores condiciones para el PRD.
El tercer momento es el alzamiento del EZLN en 1994, que genera, para mi sorpresa, una especie de fascinación por la violencia, precisamente en el momento en que México está transitando en un sentido democratizador. Y el último episodio es el del año 2006, cuando tras unas elecciones muy competidas, polarizadas, discutidas, se acuña la idea del fraude electoral. Las dos primeras versiones que se dieron –luego hubo otras–, la del algoritmo inyectado al PREP y los tres millones de votos perdidos, me parecían indignantes por fantasiosas.
Estoy convencido de que la izquierda tiene una enorme pertinencia y sentido, sobre todo por el mundo de desigualdades y pobreza que cruza México. Pero la izquierda no puede defender privilegios (como en 1986), no puede apostar a que las cosas vayan peor para que a ella le vaya mejor (como en 1991), no puede coquetear con la violencia (como en 1994) y no debe mentir (como en 2006).
¿Cómo podría salir la izquierda del laberinto en que se encuentra y, para ello, qué propuestas intelectuales o prácticas debería generar en la actualidad?
Bartra. A mí, como saben, me ha gustado más hablar de “lodazal” que de “laberinto”. La salida de este pantano puede no ser muy buena, y tengo una postura muy pesimista. Creo que desgraciadamente la izquierda se ha hundido en una situación desesperada. Se han abierto las compuertas del agua podrida de la cultura priista, ya en profunda decadencia, y estas aguas han anegado el espacio de la izquierda. Y lo han anegado principalmente provocando el predominio de una cultura populista que está profundamente arraigada en la izquierda, a la que se han aunado tradiciones autoritarias que vienen del marxismo-leninismo. El conjunto ha generado una situación verdaderamente desgraciada. Y temo que si no hay salida a este lodazal, nos acerquemos a una situación similar a la de Argentina, donde se acabó imponiendo la cultura populista del peronismo, y el resto de opciones, liberales o socialistas, casi desaparecieron del escenario. Estamos ante un panorama político gris, atrasado, sin aparentes salidas a corto ni mediano plazo. Habrá que ver si las ideas liberales llegan a prender en los espacios de la derecha, lo cual podría significar una cierta variación al modelo argentino, donde la tradición liberal fracasó. También aquí podría muy bien fracasar; eso me volvería todavía más pesimista.
Por desgracia, la salida que desde hace muchos años he apoyado yo, la vía socialdemócrata, tiene muy poca tradición en México. Además, es en buena medida una tradición frustrada en sus diferentes expresiones, tanto en el movimiento comunista como en muchos sectores intelectuales. Sin embargo, sigo pensando que es una opción posible.
Silva-Herzog Márquez. Coincidiría con ese pesimismo en un sentido: después de un éxito extraordinario, el Partido de la Revolución Democrática fue incapaz de aprovechar ese impulso y concretar el avance definitivo. Ahora se empeña en perder todo lo que había ganado. Pero introduciría también una nota optimista. Más allá de sus delirios recientes, la izquierda ha dejado de ser una opción política marginada, no está en el monte, ni en la universidad solamente: gobierna varios estados, tiene una plaza firme en la ciudad de México y conserva una base electoral sólida. A pesar del ahínco con el que la izquierda se ha lacerado después de la elección, es indudable que tiene un asiento institucional mucho más firme del que sugieren las imágenes de los legisladores perredistas secuestrando las tribunas del Congreso. Quizá esta huida de la izquierda lopezobradorista puede cesar en el momento en que el partido se percate de que sus posibilidades de éxito por la vía democrática son mayores que las que le ofrece el discurso apocalíptico y la esquizofrenia antiinstitucional.
Para escapar del lodazal, la izquierda no tendría más que reivindicar una tradición que nadie mejor que la izquierda puede reclamar como propia: el ejercicio de la razón y de la deliberación. Desde la izquierda es necesario recuperar también el espacio común, esto es, el pavimento de la democracia liberal. Agregaría también un necesario afán de contemporaneidad. Me impacienta la obsesión identitaria de nuestra izquierda. Sus definiciones cruciales parecen atadas a las efigies de nuestra historia y no expresan curiosidad alguna para abrir la ventana al mundo. De ahí que nuestra izquierda resulte hoy una fuerza política que se planta para oponerse al cambio, una izquierda en resistencia que no ofrece alternativas de transformación.
José, ¿cuál sería tu diagnóstico?
Woldenberg. La izquierda mexicana, por decirlo en términos muy generales, está atrapada en una cultura y una ideología que conjuga elementos del autoritarismo pero también de la democracia, y, por desgracia, no acaba de resolverlos. Específicamente en el seno del PRD se viven varias paradojas. Por ejemplo, el PRD ha usufructuado dos liderazgos muy poderosos: el del ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y el de Andrés Manuel López Obrador, quienes han logrado poner en contacto a la izquierda con franjas enormes del electorado. Esa es la cara virtuosa de esos líderes. El problema en ambos casos es que también han funcionado como un bloqueo para una vida partidista auténticamente democrática. Una segunda es que el PRD se sigue pensando como un partido de oposición, cuando es, como dice Jesús, un partido también de gobierno. Nunca la izquierda mexicana había tenido una presencia en los poderes de la República como el día de hoy. Tercera paradoja: su enorme vitalidad proviene de las corrientes que desembocaron en el PRD, la mayoría de las fuerzas significativas dentro la izquierda mexicana acabaron en él, lo cual es un capital político más que importante. Pero, al mismo tiempo, en su despliegue acaban siendo paralizantes y obstructoras unas de otras. Cuarta: el PRD está en las instituciones del Estado pero da la impresión que sigue pensando que el Estado es el presidente, y mientras no tenga la presidencia sigue creyendo que no tiene nada. Podría seguir ilustrando algunas otras paradojas. Pero paso a ver la otra cara.
De los elementos optimistas yo subrayaría tres. Primero, el que se refiere a sus éxitos. Es decir, es poco probable que el PRD abandone las instituciones habida cuenta de que gobierna en el Distrito Federal, Zacatecas, Baja California Sur, Michoacán, Guerrero, Chiapas, y un buen número de municipios, y que es la segunda fuerza en la Cámara de Diputados y la tercera fuerza en la Cámara de Senadores.
Segundo, el hecho de que los cambios democratizadores en México son lo suficientemente profundos como para resolver los problemas, las tensiones, los conflictos, sin recurrir a la violencia. Lo que se vivió entre finales de los setenta y finales de los noventa fue un cambio de enormes dimensiones: pasamos de un sistema de partido hegemónico a un sistema de partidos equilibrados, de elecciones sin competencia a elecciones competidas, de la representación política monocolor a una plural, de un sistema en donde el presidente lo era todo y el resto de los poderes eran más bien simbólicos a uno de poderes equilibrados, de un centralismo exacerbado a un federalismo, si se quiere, primitivo, pero federalismo al fin. Todo eso generó un nuevo escenario en el cual actúa la izquierda.
Y en tercer lugar, México sigue siendo un país brutalmente desigual y con unas franjas de pobreza tremendas, y eso hace muy necesaria a la izquierda en nuestro país. Esos, quiero pensar, pueden ser acicates para una reconversión cabal de la izquierda en una izquierda democrática.
Tú, Ugo, ¿compartes este panorama agridulce?
Pipitone. El laberinto no es producto exclusivo del PRD: de la misma manera que el PRI no inventó la corrupción, el PRD no inventó el voluntarismo heroico de bajo contenido propositivo. Pero, más allá de eso, la izquierda en este país tiene una historia larga que algún día habrá que entender en sus éxitos y fracasos en expresar posibilidades de cambio. Es una historia de ideas, pero también de derrotas, cada una de ellas sublimada con una mayor presencia de símbolos. Al final de una historia con muchas derrotas (la última: setenta años de hegemonía revolucionario institucional), estamos rodeados de tal cantidad de símbolos dispares, Marx, Zapata, Marcos, además del cotidiano “cantinflismo revolucionario” que traiciona culturalmente los logros sindicales y de otro tipo que también salpican la historia de la cultura de izquierda en este país.
Yo estoy acostumbrado a pensar en los partidos de izquierda como generadores de ideas, de nuevas propuestas de organización; en la izquierda como aglutinadora de grupos sociales y de nuevas formas de participación política, como universos que chocan y se corrigen a sí mismos, pero que están vivos y marcan el paso de la historia de los países.
El PRD es la cúspide de una historia. Es muy fácil culpar a AMLO de los problemas actuales. En realidad lo que hace es volver explícita la desnudez cultural y la inmadurez civil de su partido y de una cultura que no nació ayer. Bueno sería que AMLO fuera el único problema; el problema es más grave.
El PRD tiene un voto duro. No tiene caso discutir si ese zoclo es de cinco o veinte centímetros. El problema es que el PRD no tiene checks and balances internos. Tenemos un partido sin intelectuales; los pocos que tenía han sido expulsados por un ambiente culturalmente adverso a ideas y debates de ideas. Ha habido una fuga de los intelectuales que convergieron en 1988. En ese momento era un movimiento en el que tenían cabida nacionalistas revolucionarios, socialistas, comunistas, ex guerrilleros, socialdemócratas. Hoy es el único partido importante de izquierda en América Latina sin intelectuales, y eso tiene un costo en términos de ocasiones perdidas y de tiempo perdido para el país, y también en términos de muertos, de jóvenes que desde un universo afín a este partido pueden derivar hacia otras formas de conflictividad, de antagonismo, de razones irreconciliables.
Los intelectuales no son un jarrón chino que cada partido necesita lucir en algún lugar visible. Un partido de izquierda es un partido que debe vivir en el presente y el presente hay que interpretarlo. La realidad nunca es transparente: los intelectuales son esa especie de enzima social que obliga a reconocer las dificultades, a criticar los errores del pasado, a proponer caminos. Sin ellos estamos en un mundo de proclamas. La segunda característica original del PRD es que no tiene periódicos, ni revistas, ni debate cultural a través de ellos. Hasta viene la nostalgia del Partido Comunista Mexicano que hizo posible El Machete de Bartra. Los partidos de izquierda necesitan construir cultura a su alrededor, identidades críticas. México requiere un espacio de izquierda donde se discuta la complejidad del país y sin autarquías virtuosas. En cambio tenemos un partido sin generación de ideas y sin discusión, donde las “tribus”, no lo quiero decir despectivamente, dan la impresión de sólo estar enfrascadas en una interminable lucha de poder. El antiguo cinismo retórico del PRI tiene nuevos herederos.
¿Qué ejemplos podría buscar nuestra izquierda de lo que pasa con otras izquierdas en el mundo?
Bartra. La izquierda, lo mismo que la derecha, tiene que preocuparse por descubrir las fuentes de imaginación e influencia de donde va a extraer ideas. En primer lugar, la izquierda tiene que reconocer en sus adversarios una fuente de ideas interesantes, posiblemente originales. No puede mirar a los adversarios como enemigos y por lo tanto catalogarlos como un espacio estéril; tiene que observarlos como adversarios capaces de producir ideas, y esa influencia tiene que transformarse en algo creativo, cosa que sin duda no está ocurriendo en el PRD. La caída del PRD y su derrota en las elecciones se debe a que no entendió las características del adversario que enfrentaba. En el PRD siguen pensando que la derecha es una entidad del siglo XIX que, no se sabe muy bien cómo, se acabó filtrando al siglo XXI. Es un absurdo: si no se entiende al adversario menos se va a poder extraer de él alguna idea que pueda estimular la creatividad. Tras la caída del muro de Berlín, ante una izquierda que está en una situación realmente desesperada de falta de ideas, es necesario observar a los adversarios. Segundo, existen polos mundiales de los cuales emanan ideas, descubrimientos, hallazgos científicos, escrituras nuevas. La izquierda debe ser capaz de ir a ellos, dejarse influir por ellos. Como bien dice Ugo, la izquierda necesita intelectuales para alimentar su imaginación, su creatividad y sus alternativas. En una cosa, sin embargo, discrepo: me temo que la izquierda mexicana, en todo caso el PRD, desgraciadamente sí tiene intelectuales a su alrededor, que, sin embargo, no han sabido traducir las ideas del adversario y de otros lados del planeta y así alimentar intelectualmente al partido. Ese es uno los problemas que me vuelven pesimista: sí tiene, y muchos, intelectuales, pero como “abajo firmantes” o simples floreros.
Silva-Herzog Márquez. El problema no es la ausencia de personajes sino de aire para el debate.
Bartra. La discusión que existe es de un nivel terriblemente bajo, como para estremecerse. Otra fuente de creatividad es lo que se suele llamar globalización. Ese proceso de transformación, de empuje económico, de nuevas formas de expansión de los mercados capitalistas, de nuevas vías de explotación terribles, hay que convertirlo en fuente de creatividad. Estar en contra de la globalización de manera dogmática, de la misma manera que estar en contra de la derecha porque está decretado que viene del siglo XIX y todo lo que viene del siglo XIX está por definición mal, es una cerrazón terrible.
Mucha gente ha llegado a la conclusión de que lo que pasa es que el PRD ya no es de izquierda. De eso también discrepo: desgraciadamente esa es la izquierda que tenemos. Hay que reconocer que existen –y no es ninguna novedad: ya lo observaba Marx en el siglo XIX– izquierdas conservadoras y reaccionarias que siguen siendo de izquierda y que son, creo, la causa de esta pobreza intelectual que rodea al PRD.
Otra pregunta que quizás esté rondando por aquí: ¿podemos vivir sin la izquierda? Estamos muy acostumbrados a pensar que, si no es desde una perspectiva de izquierda, los problemas de la miseria, del atraso, no se van a solucionar. Desgraciadamente las cosas sí pueden cambiar sin la izquierda. Sería un mundo muy estéril y desagradable, un mundo que a mí como hombre de la izquierda me cuesta imaginar, pero me temo que es posible, ya ha ocurrido en otros países. La izquierda puede extinguirse, y ese es el peligro que enfrentamos en estos momentos, por eso soy tan pesimista. Estamos realmente al borde de una situación catastrófica.
Woldenberg. Si se trata de buscar fuentes de inspiración para la izquierda habría que verlo en varias planos, tal como lo hace Roger. Primero, desde un punto de vista pragmático: la izquierda tiene que voltear sus ojos a Europa occidental, donde se ha producido la experiencia civilizatoria más exitosa en términos de conjugar libertad y equidad. Aunque parezca increíble, durante muchos años la izquierda en México y en América Latina no miró hacia el viejo continente sino hacia la Unión Soviética, China, Vietnam o Cuba. Por otro lado quiero retomar la idea de Roger de que la izquierda no puede ser en términos intelectuales una izquierda endogámica. Por supuesto que la corriente de pensamiento socialista se tiene que recuperar, pero también hay que volver los ojos a las corrientes de pensamiento liberal. Una izquierda que no subraye que las garantías individuales son parte de su ideario, y que va a intentar preservarlas y ampliarlas, no es una izquierda a la altura de los tiempos. También recuperar el pensamiento democrático republicano, pues sus fórmulas de organización estatal no han sido superadas. Recuerdo un artículo de Kolakowski en el que decía, espero no citarlo mal: “Soy socialista para la economía, liberal para la política y conservador en el terreno cultural.” No comparto del todo esto último, pero creo que es muy plástico y elocuente. No puede haber corrientes politicoideológicas autárquicas, todas tienen que tender puentes, porque se trata de corrientes de ideas. Y creo que lo que más conviene a la izquierda es incorporar a su bagaje otras tradiciones; aún más: es a lo que está obligada.
Por último, la izquierda tiene que volver a recuperar el aliento de ser un movimiento politicocultural, no solamente político. Recuerdo mucho aquella propaganda del Partido Socialista Unificado de Cataluña, que proclamaba ser un partido para la política y para la cultura. Un partido necesita cierto aliento pedagógico, en el sentido de inyectar un cuadro de principios, de ideas de futuro, al presente para no reducir la vida de sus militantes y su proyecto al estrechísimo carril de la política. Necesita ser un centro irradiador de adhesiones en vez de un puercoespín generador de rechazos. Ahora bien, sé que esto se dice muy fácil y que es de muy difícil traducción.
Ugo, ¿cuál sería tu idea, de dónde tiene que abrevar la izquierda en el exterior?
Pipitone. El PRD se ha construido una identidad que es una mala máscara de sí mismo, una identidad cerrada al mundo, de ira permanente, de simplificación ideológica de las complejidades mexicanas. Y las simplificaciones son siempre peligrosas y a veces cuestan muertos. Los místicos voluntariosos, con su carga de viejas certezas y su visión del mundo como una inmensa conspiración, son siempre una amenaza. Después de escuchar pacientemente a Bakunin despotricar contra los intelectuales y a favor de la acción revolucionaria, Marx, golpeando la mesa, gritó, “la ignorancia nunca le ha hecho bien a nadie”. La política debería ser una forma de canalizar la ira y dar salidas, caminos que aceleren el desarrollo y la equidad en un país gravemente segmentado, caminos que no pueden dar la espalda al mundo. La brújula debería ser la necesidad de corregir esa promesa incumplida que es México. El PRI heredó un país segmentado y dejó un país cuyo rasgo dominante es la segmentación: aquí algo no funcionó. El nacionalismo revolucionario no funcionó, pero ni asomo de autocrítica. ¿Qué ocurriría si renacieran milagrosamente en este país Rosa Luxemburgo o Mariátegui? La izquierda no sabría qué hacer con ellos, a lo sumo les abriría una fundación cultural para que se entretuvieran. Por desgracia tenemos una izquierda que no respeta las ideas, que vive de renta de verdades envejecidas y que cree que la política es un estricto ejercicio de fuerza. Una izquierda que no cree en la inteligencia me parece de una gravedad inaudita.
Silva-Herzog Márquez. La imaginación puede despertar si se cuestionan las certezas simbólicas, certezas que no provienen de un cuerpo articulado de ideas, sino que integran una galería de orgullos históricos, glorias dudosas que no nos ayudan en lo más mínimo a afrontar los retos de hoy. Seguridades nostálgicas que muestran a un partido que llora por el México que se nos fue, aunque nunca haya existido. Así se ha inventado un pasado preneoliberal que habría que restaurar; un país que se desvió cuando llegaron los bárbaros de la derecha. Las oportunidades del presente son enormes. Hay que aprender del mundo, de lo que funciona. Pero para ello tendría que eliminarse la visión aduanera de la izquierda mexicana, esa perspectiva que sólo acepta lo que está de acuerdo con los certificados de nuestra identidad. Los costos de esa aduana han sido y siguen siendo inmensos. No necesitamos encontrar una cita de Juárez o de Cárdenas para fincar la validez de cada decisión política o económica. No necesita ser nuestro para sernos útil.
Woldenberg. Ese es un resorte que va más allá de la izquierda o la derecha y que traspasa las fronteras de México. Es un “sistema de pensamiento cerrado” que le da certeza y sentido de pertenencia a la gente. El problema es que, si uno se queda en ese código cerrado, es incapaz de ver las novedades que la vida y el mundo van presentando. En el caso de la izquierda, esta debería estar obligada a tener un circuito integrado para la discusión, para el diagnóstico, para el debate. El PRD lo que busca, igual que el liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, son adhesiones; no estoy seguro de que en el partido o en el frente se busquen debates. Para no hablar de la Convención Nacional Democrática: ahí es simplemente imposible cualquier debate; un lugar donde se encuentran un líder carismático y cien mil personas es un espacio donde evidentemente no se va a debatir. Se trata de un ritual: el líder reconoce a su masa y esta asume una actitud reverencial.
Para mí se da la paradoja de que la izquierda domina el discurso público; por ejemplo, la palabra privatización está satanizada, y aún así la izquierda no es capaz de apropiarse ese triunfo.
Pipitone. Hace décadas la izquierda domina el escenario cultural pero es igualmente evidente que no domina en el terreno político, donde insiste en un discurso viejo. Evidentemente los mexicanos lo entendieron y la transición se fue por otro lado. Nuestra transición nos ha liberado de la mentira colectiva de una revolución que, en realidad, se limitaba a administrar sus propias corporaciones. Este es un país conservador que se disfrazaba de revolucionario, antes con el PRI y ahora con el PRD.
Bartra. La defensa de la “virginidad” de Pemex es un elemento de ese discurso de izquierda. El presidente Lula se burló de los mexicanos diciendo que pensábamos que Pemex era una diosa. Efectivamente hay un especie de culto en torno a Pemex, con apoyos de la poesía, del cine, del ensayo, de intelectuales que están dispuestos a impedir que “pasen los enemigos a apropiarse de nuestra diosa”. Es un absurdo que señala el profundo atraso de nuestra intelectualidad y nuestros políticos. El petróleo, y el tema de Pemex, se han venido discutiendo durante decenios. Hay mucha información técnica, intelectual; hay debates de toda clase. La izquierda debatió muchísimo este tema. Yo todavía recuerdo un debate bastante fuerte con Heberto Castillo, quien clamaba que ya no usáramos tanto petróleo porque se iba a acabar, y cuando gente de izquierda como Jorge Castañeda y yo lo criticamos nos llamó “marxistas-guadalupanos”, porque creíamos en milagros. Estoy seguro de que esta situación ridícula tiene que terminar y que Pemex debe modernizarse aun a riesgo de perder su virginidad.
Woldenberg. Pemex tiene una centralidad inescapable. De la renta petrolera el país capta cuatro de cada diez pesos que gasta en su presupuesto. Me parece que la discusión sobre Pemex, su destino, su reforma y demás no puede sino ser central y estratégica. El problema es que se obstruya la posibilidad de que el Congreso debata y llegue a una conclusión.
El problema de nuestra izquierda también es la derecha que tiene enfrente, que es muy conservadora. Muchos de los temas de la modernidad han avanzado contra los prejuicios y los obstáculos que en los congresos pone la derecha. Pongo algunos ejemplos: las sociedades de convivencia salieron a pesar de la derecha; la despenalización del aborto durante las primeras doce semanas de la gestación en el Distrito Federal salió contra la derecha, que incluso llevó a la Suprema Corte de Justicia de la Nación ese tema, pues fue el gobierno federal, a través de la Procuraduría General de la República, el que interpuso el recurso de anticonstitucionalidad. Y tenemos al gobernador de Jalisco destinando recursos públicos sin ningún rubor a la construcción de un mausoleo que no se justifica ni en términos éticos, ni políticos, ni culturales, ni constitucionales, ni de ningún tipo, además de que se erosiona la idea de la separación entre el Estado y la Iglesia. Esta pulsión existe en esa derecha, que, por supuesto, no es toda la derecha; también hay una derecha ilustrada.
Bartra. El principal problema que tiene la derecha mexicana, me refiero al PAN concretamente, es la tentación integrista de buscar una legitimidad metademocrática. La derecha integrista pone en primer plano los temas de la moral católica, en la que ven las fuentes de su acción política. Desconfía de las instituciones y las confronta porque no cree que el sistema democrático por sí mismo sea capaz de legitimarse. Pretende ir más allá, y buscar estos elementos en la religión. De ahí dan el salto entre la religión y la identidad nacional, que para ellos es profundamente católica. Y eso justifica en la derecha todas sus conclusiones antiliberales. Hay otro sector en la derecha acusado por los integristas de caer en el pragmatismo, de estar sumergido en la crisis de la cultura de la Ilustración, en la decadencia del mundo moderno. Esa división, entre pragmáticos e integristas, marca profundamente al PAN y, mientras no salga de ella, estamos en peligro de que la tradición liberal tampoco encarne en la derecha, y entonces sí nos enfrentaremos con el panorama tétrico que pintaba al comienzo.
Quizá valdría hacer una última ronda de conclusiones o al menos una participación final que sirva para redondear un argumento, lanzar una idea final.
Silva-Herzog Márquez. Me parece revelador que esta conversación sobre la izquierda termine como un lamento por la fragilidad del liberalismo en México. Ahí está la gran contrariedad de nuestra democracia. El problema, por supuesto, cubre a todas las fuerzas políticas. El país necesita tanto una derecha liberal como una izquierda liberal.
Agregaría otra cosa: nos hemos concentrado exclusivamente en lo político pero tal vez la crisis de estos años es resultado de una fatiga cultural. El pensamiento crítico decayó. Sin mayor debate, sin mucha reflexión, la izquierda partidista se tragó de pronto las ideas del comunitarismo conservador y las banderas del nacionalismo priista. La casa de la izquierda fue saqueada intelectualmente –y muy pocos hicieron la denuncia. Si hubiéramos hablado de la izquierda hace veinte años habríamos hablado, sobre todo, de centros de cultura y universidades, del mundo sindical y seguramente también de distintas búsquedas artísticas. Es un signo alentador que hoy hablemos de las desventuras y posibilidades de un partido que gobierna. Pero también resulta preocupante que se desvanezcan ciertas expresiones culturales que eran chispa de una alternativa. En algún sentido, el escenario mexicano se ha achatado en los últimos años. Diría con Castoriadis que avivar la izquierda es recuperar el inconformismo.
Pipitone. México es un país profundamente cansado y después de la transición no ha habido un momento de reflexión colectiva sobre el pasado y sus herencias; ningún intento desde la política para repensar el presente, reconfigurar el futuro y liberarnos de viejos fantasmas. Es un país políticamente envejecido, atrapado en reflejos antiguos que ni percibe. El segundo elemento que quiero mencionar telegráficamente es que sin izquierda este país no tiene futuro, a juzgar por la derecha que nos rodea y por la cultura empresarial que se ha desarrollado a lo largo de décadas en contacto estrecho y enfermizo con el Estado. Y tercero, necesitamos una izquierda capaz de construir consensos reformadores en la sociedad. La tarea de la izquierda debería ser construir instituciones responsables, porosas frente a la sociedad, pero al mismo tiempo dignas. Hay un vacío cultural de responsabilidad social. Y lo último, con una disculpa por la metáfora: se me ocurre pensar en la izquierda como una reencarnación del dios hindú Rama con su arco poderosísimo. Un Rama que sólo a veces se despierta en los siglos, tiende su arco, falla y se vuelve a dormir. Una historia desesperante de ocasiones fallidas y, sin embargo, la izquierda no tiene sustitutos como agente de maduración civil y democrática del país.
Bartra. Podemos observar que la izquierda está en ebullición. Algunos lo toman como una señal de que está avanzando; yo me temo que no ven lo más obvio: la ebullición indica un proceso de evaporación. Existe una profunda crisis en la línea política populista del PRD. En las elecciones internas esta corriente populista, encarnada por López Obrador, no ha logrado ganar claramente las elecciones, eso además del lamentable espectáculo que han dado. Una gran parte del PRD quiere cambiar de rumbo, quiere alejarse de esa corriente de resentidos populistas que encabeza López Obrador. Yo creo que un partido de gente dominada por este resentimiento populista no tiene realmente ningún futuro. Da la impresión de que quieren generar, metáfora leninista, la chispa que encienda la seca pradera política. Pero yo tengo la impresión de que estos populistas son capaces solamente de chisporroteos y de berrinches, y el resultado podría acabar siendo un partido fragmentado y débil, acaso cavando su propia fosa. La segunda fuerza política del país está actuando como un grupo minoritario, agresivo, resentido y marginal que, insisto, está cavando su propia tumba.
Woldenberg. El país tiene un grado de modernidad tal que es difícil no cumplir con buena parte del ideario liberal. El campo de las libertades individuales se ha fortalecido en los últimos años y, a pesar de las pulsiones conservadoras en todo el espectro político, no pueden ser echadas para atrás. Estoy pensando en que el ciudadano común ejerce su libertad de organizarse, de votar, de vivir más o menos como quiere, de expresarse, y todo esto está suficientemente aclimatado en el país. Por contraste, el avance en términos de democratización y cultura política, al igual que en otros países de América Latina, sí tiene muchos focos rojos. Y esto ha sido puesto sobre la mesa por organizaciones como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo o la CEPAL. Tenemos problemas serios como la falta de cohesión social, el déficit de ciudadanía, las enormes desigualdades sociales y un rezago terrible en el Estado de derecho. Esa debería ser la agenda de la izquierda. Yo quiero terminar con un toque de optimismo. A pesar de todo, el futuro de la izquierda está en la vía democrática y dado que ese espacio está abierto, y que ellos lo han explotado y son sus usufructuarios, quiero pensar que al final de cuentas no serán suicidas. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.