El rap ha muerto y, en su lugar, la Happy White Boy Music se ha convertido en el género norteamericano por antonomasia. Con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, la minoría afroamericana se ha empoderado y el hip hop, que en la administración de Bush se convirtió en el género más exitoso de la industria discográfica, ha dejado de representar a los “hermanos” para devenir en simulacro de supuesta marginalidad. Léase Flavor Flav. Léase Kanye West. Léase, sobre todo, Nas, quien anticipó el deceso al estrenar Hip Hop Is Dead, su tercer disco, con el que ha logrado trepar en las listas Billboard. La aseveración, sin embargo, no es suya: André 3000, de OutKast, la hizo en 2001 en los versos del sencillo “Funkin’ around”. Pero aseverarlo en el contexto de una crisis económica y tras la victoria del primer presidente afroamericano radicaliza sus consecuencias: evidencia la flacidez de buena parte de los estrenos discográficos recientes.
Un ejemplo: Theater of the Mind, de Ludacris, es una producción peripatética que satisface los requisitos para convertirse en un elepé comercial inmediato. Sin embargo, no se sostiene si se le escucha sencillo por sencillo; es decir, sin el montón de colaboraciones anodinas, sobreproducciones esponjosas y éxitos dulzones. El rapero polemizó durante la reciente campaña electoral al componer “Politics (Obama is here)”, pieza en la que critica lo mismo a Bush que al ex candidato republicano a la presidencia. La crítica, empero, es escandalosamente cursi (“McCain don’t belong in any chair unless he’s paralyzed”) y melindrosamente predecible (“Bush is mentally handicapped”). Más importante, esta canción no está incluida en Theater of the Mind, que, por el contrario, se regodea en ese aparatoso aliento épico que lo hace un ejemplo característico de la muerte moral del género. En el disco colaboran muchos de los protagonistas del mainstream de la cultura afroamericana: Lil’ Wayne, Chris Rock, Nas, Jay-Z y hasta el actor Jamie Foxx y el cineasta Spike Lee. Al igual que el sobrevalorado The Carter III, de Lil’ Wayne, Theater of the Mind ejemplifica los modos en que el hip hop se ha convertido en un mero espectáculo lucrativo que favorece la lógica cultural del Estado-mercado.
La Happy White Boy Music, por otra parte, es la rebelión de la música alternativa ante el desmoronamiento de las clases medias estadounidenses. Rebelión que, sin embargo, resulta inofensiva porque pretende recrear un efecto de marginalidad individualista y pasional, y por ende acorde al espíritu laissez faire de la modernidad. MGMT y Vampire Weekend son ejemplos de esta corriente, sucesora del denominado post punk revival de The Killers o The Strokes, e incluso del eclecticismo pop de una horda variopinta que va de Modest Mouse a The Shins. Se trata de ejemplos apoteósicos de la lógica cultural de la turbocapitalización: música en la que se articula una sedición “sofisticada” y jamás radical, una sedición de lo alternativo “fresa”.
Esta estética ha sido parida entre el fracaso de las contraculturas. Sus consumidores son su propia descendencia: los hijos de los hippies, los hijos de los beats, los hijos de los hijos de la flor que reculan ante su libertad heredada. Cualquier atisbo de emancipación aterra en cuanto implica consecuencias reales. De ahí el éxito de estos grupos, así como de buena parte del pop alternativo, ahora devenido, inevitablemente, gimoteo. “No quiero ser un hombre malo/ Sólo soy un hombre solitario”, advierte Scissor Sisters en su sencillo “I can’t decide”, que celebra, como el título lo indica, su parálisis.
La Happy White Boy Music acapara, si no los primeros lugares de las listas Billboard, los escaparates de una generación que exige un paradigma acorde a su flacidez: MTV, Urban Outfitters, el iPod, dispositivos que estimulan la disidencia legitimable, es decir, lo que se revela alternativo pero lo suficientemente hype, cool o dope (¿chido?) para no alterar el orden de mercado.
Un último ejemplo: Cold War Kids, en su disco Loyalty to Loyalty (2008), se resigna ante esta orfandad política. En el sencillo homónimo el vocalista asegura “algo no está bien en mí/ pero ¿cómo se supone que sabría?”. Y es que la Happy White Boy Music encarna el deseo de rebelarse ante el mercado, o ante el Simulacro de Poder, pero se inmoviliza sin poder reconocer ante qué objeto rebelarse. Esta inmovilidad es censura blanda, represión convenida en los terrenos aparentemente ingenuos de la estética pop. La lucha por la hegemonía concluye cuando su música se apropia de una actitud (lo hype, lo dope) “espontáneamente” apolítica. ~