Decía Jules Renard que la justicia existe, pero la imparte un bromista. Viene esto a cuento al observar el tratamiento cicatero que se da a la obra de José Bergamín en España. Como escribe González Troyano, "el paso de los años no ha estabilizado la figura literaria de Bergamín, sus obras continúan desprendiendo un cierto aire de escritor incómodo y evasivo ante los intentos mejor intencionados de catalogarlo". Mientras sus compañeros de generación han sido ya sometidos y diseccionados e incorporados al panteón nacional de los ilustres, Bergamín o, mejor dicho, su inclasificable obra presencia día tras día cómo las autoridades culturales españolas, autoridades bien bromistas, siguen sin hacerle justicia.
Tal vez sea mejor para él y para la "risa de su esqueleto". Pero en cualquier caso no deja de ser revelador y asombroso que no se le haga ninguna justicia en lo que se refiere, por ejemplo, a su poesía, que se diría que nunca existió y, sin embargo, en cualquier país con un cierto sentido común ocuparía el lugar que merece y, es más, andaría por los cuernos de la luna. Para reparar esta injusticia que representa el trato que se da a su poesía y a su inclasificable obra en general —fue ensayista, autor teatral, articulista, crítico taurino, guionista de cine, entre otras muchas actividades, como la de entablar amistad con los ladrones que entraban a robar en su casa del Madrid de los años setenta—, y también por su condición de eterno exiliado, de repetidor de exilios, de "hombre sin mundo", la revista Archipiélago, que se edita en Barcelona, le ha dedicado su último número.
Al destino de la obra de Bergamín en España se le podría aplicar uno de los aforismos de este escritor —"maestro del aforismo/ que gota a gota derramas", le escribió Alfonso Reyes—, de este hombre que navegó siempre contracorriente, que nunca se asentó y fue eterno exiliado, esqueleto él mismo de todas las paradojas del mundo, siempre buscando las raíces "en una forma subterránea del aéreo irse por las ramas" o por las ventanas: "De casi todos los sitios en que se entra fácilmente por la puerta, se suele salir por la ventana". Yo veo ecos, en este aforismo del fundador en 1939 en México de la editorial Séneca, de otro aforismo más antiguo, escrito por el mismísimo Séneca: "La cosa mejor que ha hecho la ley eterna es que, habiéndonos dado una sola entrada a la vida, nos ha procurado miles de salidas".
Oportuno —o mejor dicho, magníficamente inoportuno— este número de la revista Archipiélago, uno de los escasos focos culturalmente independientes de la España de hoy, revista de pensamiento y de crítica de la actualidad cultural que lleva ya 46 números publicados, en admirable resistencia contra la cultura oficial que inventaron los socialistas y ahora perfeccionan los políticos populares. "La cultura, ese invento del gobierno", que dijera Sánchez Ferlosio en una de sus lúcidas salidas por la ventana nacional.
Parafraseando a Lope de Vega puede decirse que el gran y frágil Bergamín las artes hizo mágicas volando. Las artes mágicas del vuelo por la ventana: el cante, el baile, las corridas de toros españolas, como el toque de improvisación que acompaña al que canta hondo, las artes mágicas del vuelo. Esas artes, decía Bergamín, "sin huella o trazo literal que señalen su ruta para repetirse". Sólo cuando volvía a exiliarse, Bergamín se repetía. Pero su arte no participaba de la repetición, quedan de él las huellas o los trazos literales, y eso dificulta a los que intentan atraparlo. De Bergamín son estos versos inéditos que publica ahora Archipiélago: "Somos los herederos de un lenguaje,/ tan lejano en el tiempo,/ que se pierde en oscura lejanía/ como una voz sin cuerpo".
Como una voz sin cuerpo le ve Giorgio Agamben en el artículo que le dedica en este número de la revista barcelonesa y donde se pregunta cuál fue en realidad el estatuto del yo poético en el autor de La música callada del toreo. Y dice Agamben que Bergamín supo plantear alguna de las preguntas fundamentales sobre la cuestión del quién. Y que las figuras del fantasma y del esqueleto fueron las únicas respuestas que encontró aceptables. "Sólo soy una sombra", solía decir Bergamín, que convirtió su nombre propio en un seudónimo, inventando, en palabras de Agamben, la "seudonimia al cubo, o mejor dicho, a la enésima potencia", pues siempre quiso "sucederse a sí mismo" a lo largo de su obra aérea. Es de desear que el homenaje de Archipiélago contribuya a mover algo en las cosas en torno a la obra de Bergamín, aunque —no nos hagamos ilusiones— la justicia literaria española van a seguir impartiéndola los bromistas. Claro que para bromistas se basta y sobra el propio Bergamín, que les decía a sus amigos: "Cuando yo me muera, no me recordéis". –