La popa en el iceberg (y tan contentos)

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Cada época tiene su propia visión del Apocalipsis, pero el miedo al fin del mundo es tan intenso y común en todos los tiempos y en todas las culturas que resulta difícil no llegar a la conclusión de que lo apocalíptico está tan arraigado en los seres humanos como lo erótico. No cabe duda de que en ocasiones estos miedos están enteramente justificados y en ocasiones son exagerados. La peste bubónica no marcó el fin de la Europa medieval. En contraste, los aztecas tenían mucha razón al sentir que la llegada de los españoles señalaba el fin de su civilización tal como la habían conocido. Para los pueblos del califato el ataque de los mongoles, sin importar cuán virulento, fue una tempestad pasajera. Pero para los judíos de Europa, los nazis no representaron el fin del mundo, los nazis fueron el fin del mundo.

Es demasiado pronto para saber a qué versión del Apocalipsis obedece realmente el calentamiento global. Si las predicciones expuestas por la Panel Internacional sobre el Cambio Climático de la XXI y por el Informe Stern del gobierno británico, así como la película La verdad incómoda de Al Gore, y escritores como George Monbiot y James Lovelock están en lo correcto (y yo creo que lo están), entonces estamos verdaderamente ante el Apocalipsis en todo su horror: desde las olas que devorarán las ciudades costeras hasta la desertificación que hará que la actual migración en masa de los pobres parezca una nimiedad demográfica; desde las guerras por los recursos hasta los brotes de nuevas formas de enfermedad. Si, en cambio, aunque parezca menos probable, el consenso científico se equivoca y los escépticos del clima llevan una parte de razón, entonces el calentamiento global terminará por verse como la “suma de todos los miedos” de los habitantes del mundo a principios del siglo XXI.

Hay dos elementos que agudizan estos miedos, dos elementos que no son propios del calentamiento global (en cierto sentido, son atributos modélicos del temple apocalíptico), y que son esenciales para comprender por qué todo esto resulta tan aterrador: la sensación de que somos los seres humanos los que hemos cernido la catástrofe sobre nosotros mismos y, al mismo tiempo, la conciencia de que ningún esfuerzo humano emprendido ahora será suficiente para dominar estas fuerzas impersonales que se han desencadenado.

De ahí el predominio de dos emociones: culpa y resentimiento. En el mundo desarrollado existe culpa por lo que parece ser –de nuevo, si los pronósticos llenos de fatalidad de los científicos están en lo cierto– un estropicio nihilista de los recursos del planeta en pos de lo que, en términos históricos, puede resultar no más que un efímero instante de bienestar material cuyo costo se medirá en una infelicidad inimaginable para nuestra posteridad. El mundo empobrecido comparte este miedo, pero allí el temor se mezcla con un profundo resentimiento, pues al parecer los europeos y los estadounidenses la pasaron muy bien y, ahora que es su turno, les dicen que ellos no podrán consumir del mismo modo.

Y esto es perfectamente cierto. Pueden cuestionarse los efectos del calentamiento global, pero, a menos que se descubra una fuente de energía infinitamente renovable, si los chinos y los indonesios, los mexicanos y los nigerianos empiezan a consumir como los estadounidenses, los alemanes y los japoneses, el planeta se ahogará en su propio desperdicio y contaminación. Y la injusticia también es cierta, de ahí que el Protocolo de Kioto, tan caricaturizado en Estados Unidos, haya puesto acertadamente la responsabilidad de limpiar el desastre en primer lugar sobre los países ricos.

Desde el punto de vista político, los regímenes como el de Pekín saben que la estabilidad depende de la prosperidad, y que la prosperidad se funda en el consumo. Incluso en el mundo desarrollado, hoy día es un artículo de fe creer que en el futuro la riqueza se generará por grandes incrementos en el comercio global y por enormes mercados de bienes que hasta ahora sólo habían sido accesibles a los habitantes de los países ricos.

En algún lugar, Nietzsche escribe sobre la “naturaleza, cínica en sus amaneceres”. En esta vena cáustica, se podría decir que la globalización habrá acabado por producir, no el albor de un nuevo mundo de verdadera prosperidad global, sino el fin de la prosperidad –el regreso a una edad oscura global.

La ironía, cuando menos, sí abunda. ¿Quién habría imaginado que la globalización terminaría justo allí?

En algunos sentidos, las respuestas al calentamiento global se han expresado y, muy probablemente, se seguirán expresando en los mismos registros que conocemos ya en las respuestas históricas de la peste negra, la llegada de los españoles o la invasión mongola. Quienes sostienen creencias religiosas sin duda verán el calentamiento global como un castigo divino; los laicos lo verán como el resultado de la locura humana. La diferencia radica en que, si el mundo en verdad se ve transformado por el calentamiento global, no habrá dónde esconderse. Nadie será capaz de huir de la tierra como los personajes del Decamerón de Boccaccio huían al campo para escapar de la peste.

Tampoco habrá nadie a quién culpar sino a nosotros mismos, y, en un sentido psicológico serio, este tipo de autoflagelación es imposible de sostener. El ego es sencillamente demasiado fuerte. No es de sorprenderse entonces que, en un momento en que algunos expertos del calentamiento global creen que aún hay tiempo para frenar el daño, todavía resulte tan difícil para los políticos hallar la voluntad (o para los votantes, presionarlos para hacerlo) para emprender los cambios radicales que se necesitan, ya sea que esto signifique, como cree James Lovelock, una enorme expansión de la energía nuclear, o, como creen otros, el cese radical del consumo.

El planeta como el Titanic. Tal vez, después de todo, no sea tan extraño que el baile continúe incluso mientras el barco está a punto de chocar contra el iceberg. ~

Tradución de Marianela Santoveña

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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