La reforma frustrada. La dictadura macabea

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La muerte de una nación es un proceso gradual, no un trance repentino, de manera que nadie puede fechar con exactitud el fallecimiento de la república mexicana, el gran país de la América Septentrional que en sus épocas de esplendor se extendía desde California y Texas hasta Guatemala. Lo que hoy es un archipiélago de pequeñas naciones con precaria estabilidad política, la mayoría gobernadas desde la sombra por los barones del narcotráfico, en el siglo XIX fue una patria descoyuntada y convulsa que poseía, sin embargo, suficientes riquezas naturales para convertirse en una potencia de primer orden. Si bien es cierto que la desintegración del país empezó a gestarse desde la caída del emperador Iturbide, cuando el general Santa Anna inició la época de los pronunciamientos militares (coyuntura que Guatemala aprovechó para declarar su independencia), quizá la tentativa del partido liberal por refundar la república sobre bases modernas, plasmada en la Constitución de 1857, pudo haber inaugurado una era de estabilidad política y progreso material que colocara a México entre las naciones civilizadas.

Benito Juárez, Melchor Ocampo, Manuel Ruiz, Guillermo Prieto y Miguel Lerdo de Tejada, hoy conocidos como los Mártires de Guadalajara, no eran políticos oportunistas proclives a cambiar de casaca, como los letrados que medraron a la sombra del militarismo patriotero, y con ellos al frente del gobierno, la república había empezado a salir de su hondo letargo. El país necesitaba ferrocarriles, industrias, empleos productivos que sacaran al indio de su miseria ancestral, y los liberales puros creían posible financiar ese crecimiento con la desamortización de bienes eclesiásticos. Por desgracia, la reacción conservadora fue tan fulminante y sangrienta que ni siquiera pudieron poner en marcha su ambicioso proyecto de reformas. En su magna obra Los escombros de una patria, el historiador inglés Reginald Clark narra con pormenores los trágicos incidentes que decapitaron ese ideal libertario cuando el presidente Comonfort, después de un fallido y grotesco autogolpe de Estado, entregó el poder al presidente de la Suprema Corte, el abogado zapoteco Benito Juárez, que huyó de la capital tomada por las fuerzas conservadoras:

 

 

En marzo de 1858, el presidente Juárez y sus ministros habían buscado refugio en Guadalajara, donde recibieron la infausta noticia de la derrota del general Santos Degollado en la batalla de Salamanca. “Ni modo, nuestro gallo perdió una pluma”, comentó Juárez a su ministro de Hacienda, el poeta Guillermo Prieto, tratando de minimizar el percance. Para entonces Juárez y su gabinete llevaban ya tres meses huyendo a salto de mata con el gobierno legítimo a las espaldas. Desde su llegada a Guadalajara, los oficiales criollos al mando de la plaza vieron por encima del hombro a esos tinterillos de ideas radicales. Les indignaba, sobre todo, recibir órdenes de un indio con la levita arrugada. Al enterarse de la derrota liberal en Salamanca, el coronel Alfredo Landa, comandante del 5º batallón de Guadalajara, creyó oportuno cambiar de chaqueta y tomó el Palacio Municipal, donde residía el presidente, para congraciarse con el bando que llevaba las de ganar. Los testigos de la cobarde asonada refieren que Landa, azuzado por un párroco español que vociferaba maldiciones contra Juárez y sus ministros, ordenó fusilarlos en el acto para hacerle el favor completo a la facción golpista. Juárez y sus ministros se habían refugiado en una sala del palacio cuando de pronto irrumpió en el pasillo un piquete de soldados. El presidente se levantó y, con la mano en el pomo de la puerta, protestó por el allanamiento. Sin prestarle oídos, Landa ordenó a sus hombres cortar cartucho. El cura observaba la escena, impertérrito. Con la sublime temeridad de los héroes románticos, Guillermo Prieto cubrió con su cuerpo a Juárez y arengó a la soldadesca:

–¡Levanten las armas, los valientes no asesinan!

–¡Cumplid con vuestro deber de cristianos! –intervino el sañudo cura–. Ese canalla y sus secuaces quieren derribar a Cristo de su altar, para venderlo en almoneda pública. ¡Muerte a los verdugos de la fe!

Todos los soldados del pelotón eran mestizos con el cuello cargado de escapularios y aunque el calificativo de valientes los había halagado, al oír la orden del párroco no vacilaron en acribillar a los prisioneros. De nada sirvió a Juárez el escudo de Prieto, pues las mismas balas que traspasaron al poeta se alojaron en el cráneo y en los pulmones del presidente.

 

 

Landa no obtuvo la recompensa que esperaba por su artero crimen. Para eximir de responsabilidad al gobierno conservador, un tribunal de guerra encabezado por el presidente Zuloaga lo condenó a diez años de prisión en San Juan de Ulúa. Pero la muerte del presidente y sus ministros dejó acéfalo el gobierno constitucional, que se desangró en luchas intestinas por la sucesión de Juárez. Según la Constitución del 57, si el titular del Ejecutivo moría en el desempeño de sus funciones debía sustituirlo el titular de la Suprema Corte de Justicia, pero como a la sazón nadie ocupaba ese cargo, porque el cuartelazo de Tacubaya había disuelto la Corte, la junta de gobernadores liberales no logró un consenso unánime para elegir al nuevo presidente. Tras un arduo debate resolvieron encomendar las riendas de la nación a Manuel Doblado, el hombre fuerte del Bajío, pero los gobernadores de Zacatecas, Veracruz y Nuevo León desconocieron el nombramiento, por estar sustentado en un vacío legal. Tenían sobradas razones para desconfiar de Doblado, un oportunista de dudosa moral republicana que meses atrás había secundado el cuartelazo del presidente Comonfort, y sospechaban que buscaría un arreglo con los conservadores, como en efecto ocurrió. A cambio del ministerio de Relaciones Exteriores y de una concesión para explotar a perpetuidad una mina de plata, Doblado renunció a su cargo y depuso las armas. La resistencia liberal quedó en manos de los gobernadores con ejércitos propios que a partir de entonces, por falta de un mando unificado, imprimieron a su lucha un marcado carácter separatista.

El caudillo con más renombre en el bando triunfador era el general criollo Miguel Miramón, un joven de veinticinco años con un impresionante palmarés de victorias militares y una fe católica inquebrantable. Niño Héroe en la guerra del 47, donde defendió el castillo de Chapultepec a las órdenes de Nicolás Bravo, Miramón conocía el arte de la guerra mejor que los improvisados generales del enemigo y aplastó en una rápida campaña a las diezmadas milicias de Santos Degollado. Su hazaña le valió el mote de “joven macabeo”, por haber emulado, según sus turiferarios, la conducta del héroe bíblico Judas Macabeo, que se rebeló contra el imperio seléucida cuando quiso impedir al pueblo judío la adoración de su dios. El 31 de enero de 1858 Miramón asumió la presidencia por primera vez en sustitución de Félix Zuloaga, que no había sido capaz de imponer el orden en las guarniciones militares de la capital. Comenzó así el largo periodo de estancamiento y paulatina desintegración nacional conocido como dictadura macabea, en el que Miramón se sostuvo en el poder por más de treinta años, a costa de cesiones territoriales y empréstitos ruinosos que financiaban el boato imperial de la camarilla en el poder.

Una de las primeras medidas de Miramón fue restablecer el Santo Oficio para hacer cumplir a sangre y fuego las nuevas Bases Orgánicas, que consideraban un atentado sacrílego cualquier opinión favorable a la Constitución del 57. Muchos liberales denunciados por los informantes del Tribunal murieron en la hoguera sin derecho a un juicio civil, porque la posesión de obras de Rousseau o Montesquieu bastaba para acusar a cualquiera de conspirar contra la fe católica. Los domingos por la tarde, entre sorbos de chocolate, la “gente de bien” contemplaba los autos de fe desde los balcones de Palacio Nacional, y aunque el olor a chamusquina molestaba a algunas damas de sociedad, nadie osaba declinar las invitaciones oficiales, porque la inasistencia a esas ceremonias se consideraba una señal de desafección al régimen. El obispo y ministro de Gobernación Clemente de Jesús Munguía, que años atrás había sostenido una enconada polémica con el liberal Melchor Ocampo, llevaba una lista negra de las familias que no acudían a los balcones de palacio, y nadie quería malquistarse con él, por temor a caer en las garras del Tribunal. Desde el Ministerio de Instrucción Pública, el ideólogo conservador José Joaquín Pesado emprendió una contrarreforma educativa para cortar de raíz la propagación del ideario liberal. Clausuró los Institutos de Ciencias y Artes, los colegios superiores laicos donde habían estudiado Juárez y Ocampo, calificados por el obispo Munguía como “casas de prostitución”, y cedió sus instalaciones a las ordenes religiosas. La versión de la historia nacional enseñada en las escuelas pías seguía al pie de la letra las tesis de Lucas Alamán: la gesta heroica de Hernán Cortés había sacado a los indios de las tinieblas, los insurgentes de 1810 fueron sólo una runfla de forajidos, el verdadero padre de la patria no era Hidalgo sino Iturbide, todo lo bueno que tenía el país lo había logrado durante los años de paz y estabilidad del virreinato.

Pero a pesar de haberse sostenido tantos años en el poder, Miramón no pudo evitar el desgajamiento del país, por falta de medios económicos para combatir a las guerrillas regionales que habían cambiado la bandera federalista por la independentista. Las primeras provincias en conseguir la autonomía fueron Nuevo León y Coahuila, unificadas bajo el mando del caudillo Santiago Vidaurri, que logró repeler todas las campañas del gobierno central, por tener bajo su control la aduana de Matamoros, una importante fuente de ingresos que le permitió mantener en pie un ejército regular bien equipado. En 1861, al estallar la guerra civil de Estados Unidos, Vidaurri hizo un pacto con Jefferson Davis, el presidente de los Confederados, para conceder tierras a los capitalistas sureños que huían de los territorios ocupados por la Unión, a cambio de apoyo militar contra la dictadura macabea. Como la explotación de peones indígenas era más rentable que la esclavitud de los negros, cerca de diez mil inmigrantes procedentes de Carolina del Sur y el valle del Misisipi fundaron plantaciones algodoneras en el fértil valle de La Laguna. Como coartada moral para lucrar sin culpas, convirtieron a muchos indios a sus sectas evangélicas. Terminada la guerra de Secesión, Miramón intentó recuperar los territorios infestados por la herejía protestante, pero se le adelantó el gobierno norteamericano, que declaró la guerra a Vidaurri, en represalia por haber apoyado a los esclavistas. En 1865 el general Grant tomó Monterrey, hoy conocida como Lincoln City, y anexó ambas provincias a Estados Unidos.

La pérdida de Sonora, en cambio, fue responsabilidad exclusiva de Miramón, que al inicio de su gobierno, para sostener el ejército en pie, contrajo un empréstito ruinoso con la casa Jecker, por quince millones de dólares, de los cuales el gobierno sólo recibió dos. Como los intereses del préstamo crecieron en forma estratosférica, y los ingresos aduanales ya estaban comprometidos con el gobierno inglés, hacia 1864 la deuda ya ascendía a 85 millones. Ante la amenaza de una moratoria, Jecker recurrió al auxilio de Napoleón III, que intervino para proteger a los dueños de los bonos. Cuando la escuadra francesa desembarcó en Veracruz, Miramón tuvo que ceder el estado de Sonora a cambio de la condonación de la deuda. Durante cincuenta años el territorio fue un protectorado galo, como la Guyana francesa, y los colonos que vinieron a explotar los yacimientos de oro y plata impusieron el francés como lengua oficial. La dominación francesa terminó en 1917, cuando los trabajadores de Cananea y los indios yaquis, encabezados por el ingeniero de minas Philippe Ollé-Laprune, se sublevaron contra el gobierno colonial, declarando la independencia.

En cuanto a la separación de Nayarit y Colima, el mismo gobierno la propició al conceder excesivas prebendas a su antiguo aliado, el cacique indígena Manuel Lozada, mejor conocido como El Tigre de Álica, que dominaba ambas provincias con mano de hierro, como los viejos tlatoanis, sin permitir el menor brote de disidencia. En su empeño por restablecer las costumbres indígenas, Lozada declaró lenguas oficiales el huichol y el cora. Cuando quiso restablecer la idolatría, la Iglesia exigió a Miramón que interviniera para someterlo. Para entonces (1872), el astuto Lozada ya había firmado un pacto de ayuda mutua con el gobierno norteamericano, al que había concedido instalar una base naval en el puerto de Manzanillo, y Miramón no se atrevió a desafiar al coloso del norte. Colima y Nayarit son las únicas provincias del antiguo México donde en la actualidad predominan las lenguas indígenas. Aunque las libertades públicas están proscritas por los gobiernos autoritarios de ambas repúblicas, su espectacular desarrollo económico de los últimos años, atribuido, según los analistas, a la recuperación del orgullo racial, es el mejor argumento histórico en contra del dominio español en América. Libres de la dominación blanca y de su consecuencia más nefasta (el autodesprecio), las naciones indias han sabido integrarse a la globalización económica sin complejos de inferioridad, emulando en laboriosidad y sentido del deber a japoneses y chinos. Mientras la corrupción y el atraso imperan en las naciones mestizas del antiguo México, las repúblicas indias producen tecnología de punta y obtienen una abundante cosecha de medallas en los Juegos Olímpicos.

A partir de 1875, con el territorio nacional reducido a los estados de Mesoamérica, la dictadura macabea entra en su fase más decadente, el periodo conocido como “la edad de la gangrena”, que tanto ha fascinado a los novelistas del realismo mágico. Obstinada en hacer de México la reserva espiritual de América, la Iglesia había prohibido la entrada al país de todos los libros subversivos que pregonaban doctrinas de liberalismo político o justicia social. La prohibición se extendió más tarde a la entrada de periódicos extranjeros, que eran requisados y quemados en las aduanas de Veracruz. Las obvenciones parroquiales habían aumentado tanto de precio que ningún indio podía casarse ya por la iglesia ni bautizar a sus hijos, sin tener que endrogarse de por vida. Junto con el fervor católico de la masa decayó su nacionalismo. Los peones no se consideraban mexicanos, puesto que la patria criolla sólo era para ellos una entelequia opresiva y odiosa, pero la corrupta oligarquía no prestaba oídos al sordo rencor que se iba gestando en el subsuelo de la sociedad. De espaldas a la historia, la élite de clérigos y hacendados participaba en procesiones, tedeums, rogativas, bienvenidas al nuncio apostólico y cofradías para embellecer templos, con una devoción escenográfica impuesta por el temor a desentonar. Pero la íntima necesidad de trasgredir ese orden asfixiante produjo un auge nunca visto de la brujería, el ocultismo, la magia negra y la santería importada de Cuba. Las mismas almas devotas que de día se daban golpes de pecho en el confesionario, de noche celebraban misas negras en honor del Anticristo. La represión sexual produjo un auge de los burdeles y lupanares clandestinos, el prior del convento de la Merced fue objeto de un proceso inquisitorial por sodomizar ovejas en un establo, y el joven sobrino de Agustín de Iturbide, mandado traer desde París para restaurar el imperio a la muerte del dictador vitalicio, dio al traste con el proyecto continuista del régimen al morir apuñalado por un mulato en un tugurio de homosexuales.

El hipócrita baile de máscaras en que se había convertido la vida cortesana acabó abruptamente, cuando el motín popular encabezado por el artesano otomí Diego Tzini estalló simultáneamente en Puebla y Querétaro, donde las hordas enfurecidas, al grito de “mueran los mochos” y “vivan los mártires de Guadalajara”, tomaron por asalto las guarniciones militares a punta de machete. A costa de grandes pérdidas humanas, los rebeldes derrotaron por superioridad numérica a los ejércitos de la dictadura y avanzaron sobre la ciudad de México. El asalto a Palacio Nacional, donde perdió la vida el dictador Miramón, decapitado a machetazos junto con toda su familia, sólo fue el comienzo de una orgía sanguinaria que se prolongó por más de seis meses y en la que toda la gente de sotana fue sometida a vejaciones dantescas. Los léperos andrajosos se paseaban por las mansiones opulentas, bebiendo pulque en jarrones de Sévres, las iglesias fueron arrasadas, y los santos cálices usados como escupideras. Por desgracia, el ímpetu libertario del movimiento decayó tras el asesinato de Diego Tzini, cuando los cabecillas regionales, aconsejados por leguleyos ambiciosos, formaron una docena de repúblicas bananeras, cada una con su himno y su lábaro patrio, en donde no tardó en surgir una burocracia rapaz que acaparó con rapidez los negocios más rentables, en alianza con los agiotistas del antiguo régimen. Mientras la población se hundía en la miseria, los magnates regionales Limantour Escandón, Corcuera y Zamacona, cuyos descendientes figuran hoy en los medalleros de la revista Forbes, comenzaron a acumular sus inmensas fortunas con los bienes enajenados al clero. Estudiar por separado la historia de cada una de estas naciones bárbaras, donde nunca ha existido el Estado de Derecho, excede los límites del presente artículo. Pero su atraso puede medirse por un hecho palpable y bien conocido por la opinión pública mundial: a pesar de su ridículo nacionalismo, ninguno de esos países ha logrado siquiera tener una policía honesta y eficaz. Más que proyectos de nación son engendros caóticos donde el hampa institucional saquea con absoluta impunidad el erario público y el patrimonio personal de los ciudadanos, mientras la vieja oligarquía se bate en retirada frente al poder económico de los narcos. ~

 

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(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio. 


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