Ilustración: Raúl Arias

La revolución sí será televisada

A caballo entre el análisis y la ficción, este texto especula cómo podría ser la televisión de los próximos años: confusión de contenidos, imágenes cotidianas sin interés narrativo, la nostalgia reinventada una y otra vez. En el centro, permanece una plataforma que siempre ha buscado eludir la profundidad.
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1.

Jorge Luis Borges imaginó la televisión del futuro pero nunca escribió de ella. Y aunque Borges era ciego, a mí se me ocurre que podríamos leer “Kafka y sus precursores” como un modo de pensar la tele que aún no existe. En ese pequeño ensayo publicado en Otras inquisiciones, Borges describe cómo imagina una tradición posible a partir de la obra de Kafka, una línea que solo puede ser trazada desde el presente hacia el pasado, una línea que avanza de modo sinuoso y cubre “textos de diversas literaturas y de diversas épocas”, de Kierkegaard a Browning, de Bloy a Zenón. El ensayo, que es breve, registra esa tradición de modo cronológico, pero bien podría no ser así. Borges se comporta en la tradición como si fuese un televidente y su modo de leer predice el zapping, registra las variaciones de sus lecturas, su aburrimiento, su modo de cambiar de un libro a otro tal y como se cambia de canal. Por más que el horizonte de todos los que cita sea Kafka, lo que importa es la arbitrariedad de ese recorrido que Borges quiere leer como conjunto. “Si no me equivoco, las heterogéneas piezas que he enumerado se parecen a Kafka; si no me equivoco, no todas se parecen entre sí”, dice, sobre el final, convencido de la eficacia del ejercicio, feliz de haber cerrado su zapping. Borges no habla de televisión pero piensa en el futuro o el presente. Leer la tradición implica pasarse de un libro a otro como si de canales se tratase. Borges, como los espectadores del presente, lee atomizando, suspendiendo la contemplación y privilegiando la asociación, siguiendo una lógica azarosa, inverosímil, tan personal como arbitraria, como si él mismo fuese un espectador náufrago en una madrugada insomne, con el control remoto como única balsa.

2.

Soñar la televisión del futuro es una pesadilla.

3.

En 1983, David Cronenberg estrenó Videodrome, una de sus películas más radicales. La pregunta sobre qué era un cuerpo aparecía en aquella cinta respondida desde el lugar que ocupaba la televisión en la sociedad. Videodrome está ambientada en un presente incierto de los ochenta, pero en realidad se trata de una distopía feroz acerca de cómo iban a funcionar las imágenes de la televisión en el futuro. En la cinta, James Woods era el dueño de un canal de cable que transmitía porno y ultraviolencia, y buscaba, de modo des- esperado, el lugar donde se originaban unas snuff movies desconocidas. Por supuesto, aquel no era el centro del relato, sino una excusa que le permitía a Cronenberg realizar una trastornada futurología. En la película aparecían refugios de indigentes a los que se les daba comida en cubículos con televisores encendidos y cintas vhs de carne que brotaban del estómago del protagonista, quien además fornicaba con pantallas que cobraban vida. Cronenberg usaba esas perturbaciones para relatar su presente y, como en el resto de sus obras, su mirada estaba llena de asco y fascinación, de repulsión y felicidad, algo que Woods encarnó con cierta aspereza heroica (aunque él mismo fuese un sujeto corrupto) al enfermarse de imágenes y perderse en ellas como en un laberinto.

4.

Una tesis: el pasado ha pedicho a la televisión del futuro. La televisión siempre ha sido un oráculo de sí misma. Para pensarla no tenemos que imaginar, solo ir hacia atrás: mirar qué ha sido, cómo se ha visto a sí misma. Hay poco cine sobre el cine del futuro. La televisión está tan llena de sus propias predicciones que eso constituye una especie de género completo.

5.

Al final de Entre la espada y la TV, la autobiografía de Mario Kreutzberger publicada en 2002, el animador chileno mejor conocido como Don Francisco proyectaba para sí mismo un futuro en el que vivía hasta el año 2040, en un mundo donde el cáncer tenía cura y el Apocalipsis aún no llegaba. Se trata de una predicción interesante. Don Francisco siempre ha señalado que vislumbró el futuro durante un viaje a Nueva York, en la década de los cincuenta, cuando se puso a ver televisión en la habitación de un hotel. Esa anécdota es el origen de su vocación y su éxito: hace un par de años, Sábado gigante –el programa de Kreutzberger– cumplió cincuenta años en pantalla. En Chile, la celebración fue más bien triste: shows especiales a modo de gala con artistas de segunda fila y homenajes nostálgicos. Hasta ese momento, Kreutzberger había recorrido, en medio siglo, un camino que lo había sacado de Chile y lo había llevado a las cadenas norteamericanas, convirtiendo su show en una franquicia continental y a él mismo en una figura referencial de la cultura latina en Estados Unidos. Los chilenos, que habíamos crecido con él, observamos perplejos cómo el tono desagradable y gritón del animador se convertía en una especie de lingua franca, en un código que sobrevivía más allá de las fronteras locales y amenazaba con comerse al mundo. No era raro; en Chile era tal la concentración de poder que ostentaba Don Francisco que varias veces sonó como candidato presidencial. Ese poder era proporcional a todos sus tics y lugares comunes, a su negativa a envejecer, a su intención de leerse a sí mismo como una suerte de figura más allá de cualquier color o franja política; algo que se simbolizaba en el hecho de que todas las elecciones presidenciales chilenas tienen su punto más trash en el momento en que Kreutzberger entrevista a los candidatos. Aquello es imperdible pero doloroso: Don Francisco carece de pudor o buen gusto, y siempre los hacía cantar, bailar o confesar secretos del corazón. Casi siempre los dejaba en ridículo. Como entrevistador suele ser amable pero severo, les dice a sus entrevistados lo que piensa, aunque en realidad no piense nada y sus opiniones estén llenas del más resbaloso sentido común. Por eso, no es raro que Don Francisco se viera viviendo hasta 2040, como si aspirase a la monumentalidad de un padre de la patria, como si quisiese representar la voz de un pueblo que imagina como suyo, que espera que lo proyecte en la memoria. Ya no pasó. 2002 no avanzó hasta 2040. Ni siquiera hasta 2012: ese año Canal 13, el canal chileno que emitía Sábado gigante desde hacía cincuenta años, lo sacó de su programación.

6.

La película es de 1987, se llama The running man y está basada en un viejo libro de Stephen King. Fue dirigida por Paul Michael Glaser y protagonizada por Arnold Schwarzenegger, en el momento en que era una estrella total. Aunque la cinta no es buena está llena de sabrosos detalles. Schwarzenegger sabía elegir sus proyectos en esa época y acá se decidió por uno demencial: interpretar a un policía caído en desgracia que debe participar en una especie de concurso de gladiadores en un set de televisión. Schwarzenegger lucha por su vida y la de María Conchita Alonso, en medio de motosierras, tipos armados y trampas mortales. En un momento escapa y se une a los revolucionarios (¡que son dirigidos por Mick Fleetwood de Fleetwood Mac!) para liberar América. Todo termina con la guerrilla irrumpiendo en el set y con Schwarzenegger matando al animador del show, que ejerce el papel de un dictador mediático. El público contempla la revolución como una nueva forma de entretenimiento. Todo lo anterior, mal filmado. The running man es violenta y divertida, pero nada sofisticada. El placer del público, propio del cine de acción de la década de los ochenta, consiste en ver cómo Schwarzenegger mata de modo brutal a todo el que se le cruza. Aun así, la cinta trata algunas ideas interesantes: la manipulación fraudulenta de las imágenes por parte del Estado; la premisa de que el entretenimiento del futuro se sostiene en el delicado equilibrio de una narración documental que debe ser filmada como ficción; la sugerencia de que el consumo de violencia pura funciona como el único paliativo para el aburrimiento. Esa idea, la del aburrimiento (que obsesionaba a David Foster Wallace), en The running man aparece retratada como una suerte de grado cero, como algo que existe en el universo de la cinta pero que apenas alcanzamos a ver. La televisión coloniza y construye a partir de aquello, se convierte en una forma de estructura social que tiene preeminencia sobre el resto de los poderes del Estado. George Orwell y Philip K. Dick aparecen en esta cinta licuados y convertidos en un set gigantesco. El Gran Hermano no es Stalin, ni el extraterrestre cambiaformas de “La fe de nuestros padres”, sino un animador de televisión, una voz omnipresente que canaliza en su show las fantasías de violencia de los telespectadores. El final de la película, cuando la guerrilla irrumpe en el estudio, no puede ser más evidente: la insurrección es un show más que reemplaza al original. La revolución, de la mano de Schwarzenegger, sí será televisada.

7.

¿Qué va a ser un canal? ¿Van a tener sentido los canales de televisión en el futuro? ¿Y los rostros? ¿Y las divas? ¿Y los programas de farándula? ¿Y los comentaristas deportivos? ¿Y los analistas internacionales? ¿Y los vj? ¿Nos van a interesar? ¿Volveremos sobre ellos tal y como los buscamos ahora, tratando de darle alguna clase de sentido, tratando de encontrarnos en ellos?

8.

Hay múltiples puntos de partida para el futuro de la televisión latinoamericana. A mí me gusta uno, que sucede a fines de la década de Menem en Argentina: la llegada del comandante Clomro, un sujeto vestido con pasamontañas (al modo del subcomandante Marcos) que dice ser un extraterrestre. Clomro, en vez de dirigirse al gobierno, comienza a asistir a talk shows y programas matinales para dar la buena nueva de su llegada. El comandante Clomro está a la izquierda de la invasión alienígena, odia a Ashtar Sheran (otra entidad extraterrestre que es un avatar del arcángel Gabriel y cuyo culto organiza a diversas sectas por el continente), a quien desafía a un debate teológico. Líder alienígena rebelde, el comandante Clomro puede leerse como un símbolo finisecular, un alien poscomunista que acumula la iconografía de la guerrilla y la retórica del misticismo new age para declararlos obsoletos mediante una especie de testimonio de normalidad, que vuelve lo insólito y lo imposible parte de la tele de todos los días; como si todo diera lo mismo, como si el futuro de la televisión fuesen esas imágenes desquiciadas lanzadas al modo de un mapa de lo cotidiano.

9.

Antes, la televisión del futuro era glamorosa: en Max Headroom –una serie olvidable sobre periodismo cyberpunk, estrenada en 1987 y protagonizada por Matt Frewer– no había nada más hipster que el canal de TV pirata que emitía noticias clandestinas. Max Headroom no era una buena serie y duró apenas dos temporadas. Apelando a una ciencia ficción más o menos chabacana, sus decorados lucían, la verdad, bastante precarios, como el decorado de “El fantasma de Canterville”, ese cover de Sui Generis que interpretó León Gieco en un videoclip que era una versión povera de RoboCop/Terminator.

10.

Televisores muertos como naturalezas muertas.

11.

En 1993, se estrenó Wild Palms, una miniserie inspirada en un cómic de culto escrito por Bruce Wagner y Julian Allen, que circuló en la revista Details. Si el cómic presentaba un diario paródico de la vida de las celebridades de Los Ángeles en la década de los ochenta, el programa era un relato sobre la tensión entre el culto a la personalidad y la participación de los medios en su construcción. Había sido diseñado para tantear las posibilidades de esa televisión “artística” o adulta, cuya puerta había abierto David Lynch con Twin Peaks (aunque Wild Palms no fuera Twin Peaks). Producida por Oliver Stone y ambientada en un paisaje soleado pero apocalíptico del hipotético año 2007, la serie contaba la historia de James Belushi, quien trataba de detener al senador Tony Kreutzer (interpretado por un feroz Robert Loggia) en el proceso de convertirse en una suerte de dios. La divinidad –para el universo de Wild Palms– consistía en abandonar la carne y volverse una mera imagen televisiva, un holograma inmortal que se proyectaría en los hogares. La serie jugaba a pensar un elegante futuro de piscinas vacías, sectas e imágenes de violencia o éxtasis proyectadas en los espacios íntimos de los espectadores. La sugerencia era radical: la televisión sería algo que reemplazaría a la carne, interactuaría con el público, se volvería nítida al extremo de ser dolorosa e insoportable. Kreutzer, el senador, representaba a un monstruo enajenado, que proyectaba para sí mismo el horror mesiánico. La omnipotencia consistía en habitar todos los hogares y todas las pantallas del mundo.

12.

He pensado en esto: el futuro de la televisión es volverse un diario de vida. Segmentada en una infinidad de canales producidos por los usuarios, ofrecerá espacio para el registro íntimo de las imágenes de los espectadores. Me interesa la idea de esos diarios tal y como me interesa la idea de que la próxima revolución cultural tendrá que ver con la posibilidad de democratizar el uso de las herramientas de edición y circulación de dichas imágenes. Hay algo ahí que no imaginamos y que tiene que ver con la narración de la intimidad, con el registro documental y su puesta en escena falsa como relato. Una vida puede ser un canal, puede ser un show hecho a partir de detalles mínimos. Nada nuevo hay ahí, pues los reality shows se empeñan en construir, muchas veces, una narración anormal de lo cotidiano. Pero lo que yo me imagino va a tener que ver, por el contrario, con aquella cotidianidad puesta en escena sin estridencia, sin la idea de un relato: conversaciones mínimas susurradas en un desayuno, discusiones de pareja que se vuelven ininteligibles, detalles de cuadros en la pared, canciones cortadas como banda de sonido, tomas de la ciudad o de las carreteras como apuntes al natural, imágenes de hombres y mujeres desnudos con una cámara en mano, enfocando un espejo para poder captar su silueta en el encuadre.

13.

He pensado en esto también: va a existir, tiene que existir, un canal que solo transmita pilotos de series que nunca se hicieron.

14.

Los filtros de los programas de edición de video que van a ocupar los usuarios para disimular un hd, cada vez más inútilmente preciso, van a ser los tonos de las grabaciones de los programas de la década de los ochenta o los setenta; como si desearan pensar en las imágenes de su presente con la textura de lo que recuerdan de su infancia o, mejor aún, de un mundo que ni siquiera vivieron.

15.

La televisión del futuro, la pesadilla: infinitos canales de YouTube de gastronomía; pornografía barata producida en los departamentos de un ambiente que rodean la Plaza de Armas de Santiago, señales piratas emitidas en el éter y captadas por la piel o la ropa; breaking news llegando como pulsos eléctricos; lectores de noticias que no existen; imágenes de protestas en la calle transmitidas en directo por drones con lomo pintado de alguna marca de cerveza o pisco; imágenes de cantantes de rock durmiendo en la oscuridad, grabados con cámaras nocturnas; viejos animadores de televisión rejuvenecidos por toxinas sin nombre; telepredicadores que muestran en un fondo de croma los últimos días de las aventuras de Jesucristo y sus apóstoles, todos montados sobre dinosaurios; canales completos dedicados a retransmitir los discursos de Hugo Chávez o Fidel Castro; señales que no se apagan nunca, que carecen de operadores, que programan en random viejas grabaciones de La Habana o Caracas o el Zócalo de la ciudad de México, secuenciando todo con algoritmos que parecen poemas visuales de otro siglo; videoclips de bandas que duran tres minutos y son capaces de citar demasiados paisajes sonoros a la vez; reality shows donde no sucede nada; reality shows donde la gente fornica en vivo; reality shows donde solo esperan la llegada de una catástrofe; reality shows sobre reinas de belleza infantiles envejecidas, convertidas en monstruos que repiten de mayores los tics de la infancia (en un intento de recrear así su propia vida perdida); reality shows sobre gente que habla con sus prótesis; reality shows sobre los nietos de Yuri, sobre los hijos de Shakira, sobre los bebés adoptados de Ricky Martin; canales musicales que transmiten viejas canciones de Sumo como si fueran boleros; un canal sobre los cementerios de los políticos latinoamericanos; canales que transmiten noticias del pasado como si fueran videos musicales, como si la información fuese otra forma de arte; cientos, no: miles de canales de culebrones, que transmiten de modo perpetuo telenovelas que no terminan nunca, que se enlazan unas con otras a la manera de un gran relato unitario; programas de concurso animados por los hologramas de Ryan Seacrest, Gerardo Sofovich y Don Francisco; programas de concursos con premios inverosímiles, como comida o derecho a voto; canales donde transmiten una y otra vez los shows de Laura Bozzo y que funcionan como una penitencia, como una parodia del purgatorio, como un recuerdo del horror vacui de nuestras propias imágenes, de lo que fuimos capaces de hacer, de lo que somos capaces de hacer, de lo que seremos capaces de hacer.

16.

Habría que pensar en la televisión del futuro como en una colección de estantes, un archivo gigantesco. Esa idea es completamente opuesta a la actual. La televisión sucede en el tiempo, cree ser el tiempo, en la medida en que aspira a volverse un pulso diario. Vemos televisión como un modo de sintetizar lo que sucede ahora mismo, de secuenciarlo en relación a nuestras vidas. Consumimos televisión porque se trata de símbolos desarrollados en tiempo presente, casi siempre improvisados e inexactos, profundamente degradados, inexplicablemente mutantes. Por eso la televisión no es arte sino televisión. Hay una condición frágil en ella que evita que permanezca, que elude la profundidad, aunque ahora mismo, de hecho, estamos en el momento donde ciertos formatos han alcanzado el punto de cristalización que la novela alcanzó en el siglo XIX. Decir que hbo o amc están haciendo algo a ese nivel, por medio de David Simon, Vince Gilligan o Matthew Weiner, es algo ya manido pero no por eso menos cierto. Esto no se debe, sin embargo, a una supuesta altura estética, sino a que se trata de un formato que ha terminado cristalizado, mirándose a sí mismo, consciente de su tradición al ser capaz de citarla. Decir que el siglo XXI es a la televisión lo que el siglo XIX a la novela funciona como una analogía perfecta, pero también es una comparación efímera porque es en este mismo instante cuando los shows de streaming y los videos de YouTube se convierten en las plataformas predilectas de los usuarios. Ahí está puesta la vocación popular: en imágenes que carecen de todo arte pero que se viralizan hasta el infinito. Boardwalk empire existe en las mismas pantallas que el bebé oriental que fuma, junto al clip del “Gangnam style”, las versiones inverosímiles del “Harlem shake” y las miles de grabaciones caseras de gatos o perros. Todas ellas son el contrapunto al final de Breaking bad o los silencios perturbados de Don Draper en Mad men. Son entretención pero también ficción, viven fuera de los canales de televisión, están grabados de modo precario, pero aun así sobreviven en el régimen de asociatividad de los usuarios, que están reemplazando sus viejos televisores conectados al cable por Smart TV (en donde pueden enlazar YouTube, Vimeo y sus archivos de Flickr o iTunes, convencidos de que no existe distancia entre todos esos contenidos). Esa cercanía, esa confusión, va a ser el centro de la televisión del futuro, que va a funcionar como una especie de biblioteca, como repositorio gigantesco de historias en imágenes. Es imposible predecir los modos y los cambios exactos, pero es interesante pensar en esa convivencia sincrónica del pasado y del presente, de lo privado y de lo público, de lo secreto y lo colectivo, como si todo existiera a la vez, como si todo se estuviera inventando siempre. ~

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