La segunda conspiraciĆ³n

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En 1994 tres acontecimientos, aparentemente desvinculados, rompieron el equilibrio y la estabilidad que habƭan caracterizado al sistema polƭtico mexicano durante mƔs de 60 aƱos. El primero de enero, justo el dƭa en que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de AmƩrica del Norte (TLC), un grupo
de hombres enmascarados tomĆ³ por las armas la ciudad de San CristĆ³bal de las Casas y otros municipios del estado de Chiapas y declarĆ³ la guerra al “jefe mĆ”ximo e ilegĆ­timo” del paĆ­s, el presidente Carlos Salinas de Gortari. El 23 de marzo, apenas unas semanas despuĆ©s de la apariciĆ³n del EjĆ©rcito Zapatista de LiberaciĆ³n Nacional (EZLN), durante un mitin celebrado en el barrio popular de Lomas Taurinas, en Tijuana, fue asesinado Luis Donaldo Colosio, candidato a la presidencia de la RepĆŗblica por el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Por Ćŗltimo, el 28 de septiembre, casi dos meses despuĆ©s de las elecciones federales en las cuales Ernesto Zedillo, candidato del PRI, obtuvo una amplia mayorĆ­a, tambiĆ©n fue abatido JosĆ© Francisco Ruiz Massieu, secretario general de esta organizaciĆ³n. Sobre estos tres hechos pesĆ³, desde un principio, la sombra de la conspiraciĆ³n.
Ā Ā Ā Ā Ā Desde 1929, los regĆ­menes revolucionarios habĆ­an intentado construir en MĆ©xico un sistema cuyas principales virtudes fuesen la permanencia, la estabilidad y la previsibilidad: los conflictos entre los diversos grupos de poder debĆ­an resolverse en el interior del partido oficial, bajo el estricto control del presidente de la RepĆŗblica, el cual estaba provisto de un poder cuya Ćŗnica limitaciĆ³n, como seƱalĆ³ Daniel CosĆ­o Villegas, era el tiempo de su mandato. Por primera vez en dĆ©cadas, en 1994 los presupuestos esenciales de este modelo fueron puestos en entredicho; los diversos factores reales de poder dejaron de actuar dentro del sistema y ventilaron pĆŗblicamente sus diferencias, alterando la mayor baza que el PRI habĆ­a empleado para legitimar su permanencia: la llamada “paz social”. El juego de poderes rebasĆ³ las leyes de la confrontaciĆ³n polĆ­tica y, por primera vez en mucho tiempo, las desavenencias dejaron de ser simples irregularidades ā€”Ć©sta era la explicaciĆ³n oficial de sucesos como Tlatelolco, el jueves de Corpus o la guerrilla de los setentaā€”, para convertirse en la tĆ³nica general del paĆ­s. MĆ©xico, de un momento a otro, se habĆ­a despeƱado en el caos.
Ā Ā Ā Ā Ā Para explicar lo ocurrido y paliar sus consecuencias ā€”o, en el otro extremo, acaso para acentuarlasā€”, se hizo necesario articular una teorĆ­a capaz de interpretar los hechos que habĆ­an destruido, en unos cuantos meses, la eficiencia del sistema. Resultaba imposible pensar, primo, que tanto el EZLN como los crĆ­menes hubiesen salido de la nada; secundo, que no hubiese una perversa relaciĆ³n entre un hecho y otro; y, teritio, que la clase polĆ­tica, o al menos alguno de sus sectores, no estuviese involucrada en ellos. Para asimilar la sĆŗbita desarticulaciĆ³n de mecanismos centenarios, no quedaba otro remedio que imaginar una vasta conjura, minuciosamente planeada y orquestada, contra los fundamentos del poder pĆŗblico.
Ā Ā Ā Ā Ā En principio, la existencia del EZLN demostraba la verificaciĆ³n de esta sospecha. SegĆŗn el Diccionario de la Real Academia, conspirar es “unirse algunos contra su superior o soberano”, y no cabĆ­a duda de que los integrantes del movimiento zapatista se habĆ­an levantado en armas contra el gobierno. En este sentido, se trataba de una conspiraciĆ³n cuya existencia se probaba por sĆ­ misma. Posteriormente, los asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu ya no pudieron ser explicados mĆ”s que atendiendo los postulados de este marco teĆ³rico. La conspiraciĆ³n se convirtiĆ³, pues, en la Ćŗnica explicaciĆ³n posible de cuanto habĆ­a ocurrido. Su existencia encontrĆ³ tanto eco en la opiniĆ³n pĆŗblica ā€”y en las mentes de los propios involucrados, especialmente en los altos cĆ­rculos del gobiernoā€” que negarla hubiese sido un grave error polĆ­tico. Sus efectos eran tan evidentes que, de no haber existido, hubiera sido imprescindible crearla. Y, de hecho, esto fue lo que ocurriĆ³. A esta segunda conspiraciĆ³n, es decir, a la trama creada a posteriori para ocultar la realidad de la primera, habrĆ”n de referirse las siguientes lĆ­neas.

ā€” II ā€”
De entre los sucesos que sorprendieron a MĆ©xico en 1994, ninguno tuvo el poder simbĆ³lico y amenazante del homicidio de Luis Donaldo Colosio. Su muerte fue una verdadera catĆ”strofe. Frente a ella, la revuelta zapatista parecĆ­a una consecuencia lĆ³gica de las condiciones de marginaciĆ³n de los indĆ­genas chiapanecos, mientras que la muerte de JosĆ© Francisco Ruiz Massieu se inscribiĆ³ de modo mĆ”s inmediato y previsible en una tragedia familiar: el supuesto autor intelectual del crimen no sĆ³lo era el hermano del ex presidente Salinas, sino el ex cuƱado de la vĆ­ctima. En cambio, los disparos que segaron la vida del candidato continuaron ā€”y continĆŗanā€” siendo inexplicables y, por ello mismo, aterradores.
Ā Ā Ā Ā Ā Desde la misma noche del 23 de marzo en que los medios dieron a conocer la noticia del atentado en Lomas Taurinas, el rumor de una conspiraciĆ³n contra Colosio comenzĆ³ a circular de un confĆ­n a otro del paĆ­s. Esta Ć­ntima convicciĆ³n, que ninguna de las investigaciones sucesivas ha logrado evaporar, demostraba hasta quĆ© punto, desde antes incluso de que ocurriese la tragedia, el ambiente polĆ­tico nacional estaba cargado con signos ominosos. A partir del momento en que los medios confirmaron en directo la muerte cerebral del candidato, la opiniĆ³n pĆŗblica se empeĆ±Ć³ en leer todos los actos y declaraciones relacionados con el caso como parte de la macabra obra teatral planeada por los conjurados.
Ā Ā Ā Ā Ā En aquellos momentos, dos imĆ”genes se encargaron de confirmar esta tesis: en la primera, un hombre moreno, de rasgos abyectos, con barba y bigote mal crecidos y el rostro amoratado por los golpes, supuesto “pacifista” y “escritor”, era presentado como el asesino material de Colosio. Su mirada turbia y anĆ³nima, su perfil irreconocible y el silencio que lo rodeĆ³ desde el primer momento lo hacĆ­an aparecer como una metĆ”fora de esas “fuerzas malignas y oscuras” que ā€”segĆŗn las notas de prensa del dĆ­a siguienteā€” se habĆ­an confabulado contra el paĆ­s. Desde el inicio, la permanente falta de informaciĆ³n sobre sus intenciones ā€”su carencia de motivosā€” lo convirtieron ora en un chivo expiatorio, ora en una estampa de ese Mal que hasta entonces habĆ­a desaparecido de la conciencia cĆ­vica.
Ā Ā Ā Ā Ā Como si este carĆ”cter incĆ³modo no fuese suficiente, al dĆ­a siguiente de su captura, Mario Aburto fue presentado otra vez ante la presa, pero su semblante se habĆ­a transformado: por alguna razĆ³n, la policĆ­a se habĆ­a encargado de afeitarlo y de cortarle el cabello. Lo que en otro momento hubiese sido un procedimiento de rutina se convirtiĆ³ en una nueva fuente de sospechas. La especulaciĆ³n no tardĆ³ en producirse: Āæera el mismo individuo? ĀæO alguien ā€”alguien con el poder suficiente para lograrloā€” habĆ­a sustituido al primer detenido con otro? ĀæMario Aburto no era Mario Aburto, como fabulĆ³ el escritor Guillermo Samperio en un relato? En una Ć©poca dominada por lo icĆ³nico, los encargados de la investigaciĆ³n ni siquiera eran capaces de convencer a la opiniĆ³n pĆŗblica de la identidad del homicida. Por mĆ”s fotografĆ­as que se le hubiesen hecho, por mĆ”s que su imagen fuese vista, una y otra vez, en las incansables repeticiones televisivas, el verdadero Mario Aburto siguiĆ³ siendo un misterio.
Ā Ā Ā Ā Ā La segunda imagen resultĆ³ igualmente perturbadora. La era tecnolĆ³gica se habĆ­a encargado de filmar, desde diversos Ć”ngulos, la muerte del candidato. Desde las primeras horas del 24 de marzo, los noticiarios televisivos comenzaron a retrasmitir escenas del atentado: Colosio muriĆ³ una y mil veces durante aquellos dĆ­as; una y mil veces resucitĆ³; una y mil veces su cabeza fue atravesada por las balas; una y mil veces el poder de estas escenas fue adulterado y rebajado por su anodina repeticiĆ³n en las pantallas caseras. No es de extraƱar que su destino fuese visto, desde entonces, como un serial policiaco o un caso mĆ”s de Misterios sin resolver. Si Aburto asesinĆ³ a Colosio, los medios, para utilizar la conocida expresiĆ³n de Baudrillard, coadyuvaron a asesinar la realidad. A pesar de los fotogramas, a pesar de los millones de testigos, la verdad habĆ­a sido secuestrada para siempre. Tal como ocurriĆ³ en la Guerra del Golfo, el homicidio de Colosio se convirtiĆ³ en un reality show, un espectĆ”culo macabro que impidiĆ³ que la profunda crueldad de los hechos alcanzara a los televidentes, los cuales, al final de cada proyecciĆ³n, continuaban sin saber quĆ© habĆ­a sucedido realmente.
Ā Ā Ā Ā Ā Fue entonces, durante esos dolorosos minutos, durante los instantes inmediatamente posteriores a los disparos, cuando dio inicio la segunda conspiraciĆ³n. QuizĆ”s haya habido una confabulaciĆ³n para asesinar a Colosio ā€”es algo que, a cinco aƱos de distancia, aĆŗn no logramos saber con exactitudā€”, pero lo innegable es que, en cuanto se decretĆ³ el fallecimiento del candidato, e incluso antes, los mecanismo de una nueva conjura fueron puestos en marcha. Ante la importancia de un acontecimiento semejante, ante la desazĆ³n, el rencor, el odio y el miedo que producĆ­a en la opiniĆ³n pĆŗblica, ante la crisis polĆ­tica que este hecho generaba en el paĆ­s y ante la imposibilidad de probar la soledad del homicida, todos los grupos de poder se replegaron a fin de cubrir la herida y proteger al mĆ”ximo sus intereses. Como nadie sabĆ­a con exactitud quiĆ©n era culpable del crimen ā€”Āæel gobierno, sectores resentidos del pri, la oposiciĆ³n o un simple loco?ā€” y como nadie podĆ­a adivinar tampoco sus consecuencias ā€”en especial, ĀæquiĆ©n se beneficiaba con la muerte?ā€”, todos aquellos que podĆ­an sentirse involucrados en el hecho contribuyeron, consciente o inconscientemente, a paliar o adulterar sus resultados y, por ello mismo, construyeron una nueva espiral conspiratoria cuya existencia, a diferencia de la primera, estĆ” plenamente documentada.

ā€” III ā€”
Inevitablemente, la muerte de Colosio no es sino un episodio mĆ”s en la larga tradiciĆ³n de magnicidios que se han producido a lo largo de la historia, desde la muerte de Julio CĆ©sar hasta la de Martin Luther King, por sĆ³lo nombrar dos casos paradigmĆ”ticos.

Sin embargo, por una doble cercanĆ­a temporal y afectiva, los primeros analistas del caso no dudaron en establecer un paralelismo con los asesinatos de Ɓlvaro ObregĆ³n en 1928 y de John F. Kennedy en 1963.
Ā Ā Ā Ā Ā En el primer caso, pocas dudas quedaron de que los autores del homicidio de ObregĆ³n habĆ­an sido ultramontanos descontentos por la polĆ­tica religiosa de la RevoluciĆ³n. LeĆ³n Toral y la madre Conchita sufrieron un castigo ejemplar. Sin embargo, desde el primer momento la opiniĆ³n pĆŗblica de aquel entonces barajĆ³, sottovoce, la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n. Casualmente, el mayor beneficiario de la muerte del caudillo era el presidente Calles, quien gracias a este infortunado accidente pudo conservar su poder durante varios aƱos mĆ”s, ejerciendo una influencia sobre sus sucesores que ObregĆ³n jamĆ”s habrĆ­a permitido. Pero, Āæel verse favorecido lo convertĆ­a en cĆ³mplice? Los chistes de la Ć©poca, de estructura similar a los que surgieron tras la muerte de Colosio, confirmaban esta idea. Dos ejemplos. Un despistado pregunta quiĆ©n ha sido el asesino del general. Su interlocutor contesta: “Ā”CĆ”llese usted la boca!” Y, ĀæcuĆ”les fueron las Ćŗltimas palabras pronunciadas por ObregĆ³n antes de morir, mientras era trasladado a un hospital por las pedregosas avenidas de San Ɓngel?: “Ā”Ah, quĆ© calles!”, era la respuesta. Rescatando el sentido de estas bromas, Jorge IbargĆ¼engoitia concibiĆ³ su pieza teatral El atentado como una comedia de enredos que revelaba el abyecto juego de intereses que se pone en marcha en torno a un magnicidio.
Ā Ā Ā Ā Ā Con la muerte de John F. Kennedy las sospechas fueron similares. Tal como ocurriĆ³ con los candidatos mexicanos ObregĆ³n y Colosio, la policĆ­a no tardĆ³ en detener al supuesto asesino material del presidente norteamericano: Lee Harvey Oswald, un oscuro simpatizante comunista cuyos motivos resultaban casi tan incomprensibles como los de Aburto. La opiniĆ³n pĆŗblica, de nuevo, responsabilizaba al propio sistema ā€”incluido el vicepresidente Johnsonā€” de lo ocurrido. Tal como han mostrado obras como JFK, la pelĆ­cula de Oliver Stone, u Oswald: un misterio americano, la novela de Norman Mailer, en este caso, como en el de Colosio, resulta casi imposible seguir los hilos de la conjura que condujo al atentado debido a la existencia de una segunda conspiraciĆ³n encargada de enturbiar las pistas, de manipular los testimonios, de silenciar a los inconformes: en unas palabras, de destruir la verdad.

ā€” IV ā€”
En el MĆ©xico de 1994, Federico Campbell rescatĆ³ una frase de Leonardo Sciascia ā€”otro experto en conspiracionesā€” que habrĆ­a de convertirse en la divisa de las investigaciones sobre la muerte de Colosio; segĆŗn el novelista siciliano, un crimen relacionado con el poder nunca podrĆ” ser resuelto del todo. El politĆ³logo Jorge G. CastaƱeda lo dijo de otra manera en su libro Sorpresas te da la vida:
Ā Ā Ā Ā Ā Ā 
“Cabe que nunca sepamos con precisiĆ³n y claridad lo que sucediĆ³ aquella sofocante tarde en Lomas Taurinas; los sucesivos gobiernos de la RepĆŗblica que traten el caso, posiblemente quedarĆ”n presos en la pĆ©rfida trampa que les tendiĆ³ el sistema polĆ­tico que los condujo al poder. Para el sistema sĆ³lo es aceptable una explicaciĆ³n individual, mientras que la opiniĆ³n pĆŗblica sĆ³lo cree en una conspiraciĆ³n ā€”con una motivaciĆ³n inverosĆ­milā€” y en una autorĆ­a intelectual a la altura del magnicidio. De este dilema no hay salida: nunca se podrĆ” construir la hipĆ³tesis que satisfaga ambos requisitos.”
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Estableciendo un paralelismo inconsciente con la muerte de ObregĆ³n, en la mente de la mayorĆ­a ā€”como prueba la incontable cantidad de bromas macabras que circularon entoncesā€”, el responsable de la maniobra no podĆ­a ser otro que el maquiavĆ©lico presidente de
la RepĆŗblica.
Ā Ā Ā Ā Ā Luis Donaldo Colosio habĆ­a hecho una meteĆ³rica carrera en la administraciĆ³n pĆŗblica, siempre a la sombra de su jefe y amigo Carlos Salinas de Gortari, la cual lo llevĆ³ en muy escaso tiempo a fungir como diputado federal, senador, presidente del PRI, secretario de Desarrollo Social ā€”desde donde controlaba Pronasol, la estrella de la polĆ­tica social de Salinasā€” y, por fin, candidato a la presidencia de la RepĆŗblica. En muy pocas ocasiones la carrera de un polĆ­tico habĆ­a sido tan clara como la de Colosio y en muy pocos casos, asimismo, habĆ­a resultado tan evidente la proximidad de su ascenso. Si bien es cierto que Salinas nunca declarĆ³ abiertamente su preferencia por Ć©l, cuidĆ”ndose de no desalentar a otros posibles contendientes, lo cierto es que Colosio era una creaciĆ³n suya y, ya en la mitad de su sexenio, pocos dudaban de que el delfĆ­n serĆ­a el beneficiario de la
sucesiĆ³n presidencial.
Ā Ā Ā Ā Ā SĆ³lo con la muerte de Colosio los analistas comenzaron a atar cabos y a descubrir las pistas que parecĆ­an haber enturbiado sus relaciones con Salinas. En primer lugar, la guerrilla zapatista. Colosio, se decĆ­a entonces, habĆ­a sido nominado por su carĆ”cter afable y conciliador, pero mĆ”s que como un polĆ­tico era visto como el encargado de prolongar la polĆ­tica econĆ³mica y social del salinismo. Al estallar la revuelta, el papel del candidato fue minimizado. Frente a Ć©l, Manuel Camacho SolĆ­s ā€”el viejo compaƱero de armas de Salinas que habĆ­a renunciado a la jefatura del Distrito Federal al hacer pĆŗblica su inconformidad por la nominaciĆ³n de Colosioā€” aparecĆ­a como un relevo capaz de negociar con los alzados y de restablecer la paz pĆŗblica. Acaso sin prever las tensiones que provocarĆ­a su decisiĆ³n, o apostando en un peligroso juego de pesos y equilibrios, Salinas aceptĆ³ nombrarlo como su mediador personal con la guerrilla.
Ā Ā Ā Ā Ā Desde las primeras semanas de 1994, la estrella de Colosio pareciĆ³ eclipsarse, al igual que la confianza y el aprecio que le habĆ­a depositado el presidente. Quienes suscriben la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n para explicar su muerte no tardaron en encontrar una prueba definitiva de la ruptura entre el presidente y su sucesor. El 6 de marzo, durante las celebraciĆ³n del LXV aniversario del PRI, Colosio pronunciĆ³ un discurso que muchos seƱalaron como el paso que cambiĆ³ su destino. Si bien Colosio hacĆ­a uso de la tradicional retĆ³rica priista, en algunos puntos se mostraba crĆ­tico con la polĆ­tica oficial:
Ā Ā Ā Ā Ā Ā 
“AquĆ­ estĆ” el PRI que reconoce los logros, pero tambiĆ©n el que sabe de las insuficiencias, el que sabe de los problemas pendientes. […] En esta hora, la fuerza del PRI surge de nuestra capacidad para el cambio, de nuestra capacidad para el cambio con responsabilidad. […] Cuando el gobierno ha pretendido concentrar la iniciativa polĆ­tica ha debilitado al PRI. Por eso hoy, ante la contienda electoral, el PRI del gobierno sĆ³lo demanda imparcialidad y firmeza en la aplicaciĆ³n de la ley. Ā”No queremos ni concesiones al margen de los votos ni votos al margen de la ley! […] No entendemos el cambio como un rechazo indiscriminado a lo que otros hicieron. Lo entendemos como capacidad para aprender, para innovar, para superar las deficiencias y los obstĆ”culos. […] Hoy, ante el priismo de MĆ©xico, ante los mexicanos, expreso mi compromiso de reformar al poder para democratizarlo y para acabar con cualquier vestigio de autoritarismo.”
Ā Ā Ā Ā Ā Ā 
El discurso del 6 de marzo era, desde luego, una toma de posiciĆ³n. Sorprendido por el zapatismo, dolido por la falta de apoyo de Salinas, amenazado por Camacho, Colosio intentĆ³ establecer un puente entre su compromiso institucional y su nueva visiĆ³n de la sociedad mexicana. Sin embargo, en el tenso ambiente de aquellos meses, sus palabras no parecĆ­an contener un mensaje de ruptura radical, sino mĆ”s bien un ajuste de cuentas y una valoraciĆ³n de sus posibilidades efectivas como candidato. A posteriori, los pĆ”rrafos citados suenan como virulentas crĆ­ticas al poder presidencial, pero en su momento pocos fueron quienes las interpretaron asĆ­. Entonces la retĆ³rica de Colosio no parecĆ­a mĆ”s que un intento de rescatar su campaƱa del impasse en que habĆ­a caĆ­do desde el primero de enero.
Ā Ā Ā Ā Ā Hasta antes de su muerte, nadie dudaba de que Colosio era un hombre decente, con las mejores intenciones. Sin embargo, se trataba de uno de los candidatos a la presidencia por el PRI con el perfil polĆ­tico mĆ”s bajo: su nominaciĆ³n era una garantĆ­a de la continuidad del salinismo. En los propios cĆ­rculos del partido se le consideraba demasiado ingenuo y demasiado bueno y se invocaba, irresponsablemente, el recuerdo del maximato. SĆ³lo el estallido de Chiapas, su repentino descubrimiento de las condiciones de injusticia que persistĆ­an en el paĆ­s ā€”revelaciĆ³n insĆ³lita en quien durante dos aƱos fungiĆ³ como secretario de Desarrollo Socialā€” y la aparente desconfianza de Salinas le otorgaron una personalidad propia, esbozada apenas en su discurso del 6 de marzo.

Tras el magnicidio, obsesionado con lavar su imagen, el PRI emprendiĆ³ una de las mĆ”s escandalosas maniobras de manipulaciĆ³n al convertir a Colosio en un mĆ”rtir del cambio, en el reformador que, en gran medida por culpa de quienes lo glorificaban, nunca llegĆ³ a ser.

ā€” V ā€”
En La presidencia imperial, Enrique Krauze baraja diversas hipĆ³tesis sobre la muerte del candidato:
Ā Ā Ā Ā Ā Ā 
“ĀæAsesinado o ejecutado? QuizĆ”s nunca se sabrĆ”. ĀæOrdenĆ³ su muerte Salinas? Es improbable. Nada ganaba Salinas con instigar el crimen. Luego del estallido de Chiapas, era obvio que un magnicidio hundirĆ­a a su gobierno en el desprestigio, ahuyentarĆ­a a los inversionistas, destruirĆ­a su obra. ĀæFue Aburto un asesino solitario? No es imposible. ĀæLo mataron los miembros del TUCAN bajacaliforniano? ĀæO fueron los jefes de la “familia revolucionaria”, los agraviados del salinismo, para cobrarle el pecado capital de bloquear la circulaciĆ³n de las Ć©lites polĆ­ticas, querer apoderarse del sistema y convertirse en rey? Es probable. ĀæO tal vez fue una alianza entre el narco y el poder, que desconfiaban de Colosio? Es aĆŗn mĆ”s probable.”
Ā Ā Ā Ā Ā Ā 
En efecto, si nos atenemos a las consecuencias de su muerte, el asesinato de Colosio no parece haber beneficiado a Salinas. Todo lo contrario. En primer lugar, provocĆ³ una quiebra de su prestigio institucional y arrojĆ³ una sombra de sospecha sobre su mandato; en segundo, lo enfrentĆ³ a diversos grupos del propio sistema; en tercero, lo obligĆ³ a escoger un candidato sustituto, cuyas decisiones no estaban aseguradas; por Ćŗltimo, lo precipitĆ³ en los actos de desesperaciĆ³n posteriores a la captura de su hermano como asesino intelectual de JosĆ© Francisco Ruiz Massieu, enfrentĆ”ndolo de modo directo con su sucesor. Con tales circunstancias de por medio, resulta cuando menos difĆ­cil suscribir la idea de que un hombre con la astucia de Salinas haya podido equivocarse tanto.
Ā Ā Ā Ā Ā Por el contrario, si algĆŗn mĆ©rito tuvieron los sacudimientos de 1994, fue terminar de una vez por todas con uno de los mitos fundadores del sistema polĆ­tico mexicano: la ominipotencia y omnisciencia del presidente en turno. A pesar de todas las especulaciones, los hechos muestran que la sorpresa fue compartida por todos los niveles de la clase gobernante. Aun si las redes del poder polĆ­tico participaron de algĆŗn modo en la muerte de Colosio, a partir de cierto momento el paĆ­s viviĆ³ en una incertidumbre absoluta. Las consecuencias de las decisiones en turno eran tan imprevisibles que el propio gobierno navegaba a oscuras. La postrera imagen del ex presidente Salinas, sentado en el interior de una miserable vivienda en Monterrey para consumar una huelga de hambre, fue la patĆ©tica culminaciĆ³n de mĆ”s de medio siglo de impunidad presidencial. Con su caĆ­da en desgracia, Salinas le prestĆ³ un involuntario servicio a la naciĆ³n, demostrando que el poder debe estar sujeto al permanente escrutinio de una sociedad democrĆ”tica.
Ā Ā Ā Ā Ā Pero, si en realidad Salinas no participĆ³ en el atentado, la pregunta inicial queda en el aire: ĀæquiĆ©n se beneficiĆ³ con la muerte de Colosio? ĀæLos priistas bajacalifornianos? ĀæLos dinosaurios enquistados ā€”segĆŗn una arbitraria clasificaciĆ³n de corte salinistaā€” en el seno del partido oficial? ĀæLos narcotraficantes o el narcogobierno? Siguiendo la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n, la respuesta positiva a alguna de estas preguntas provocarĆ­a resultados incĆ³modos y peligrosos. Si se tratĆ³ de una forma de castigar a Salinas por su orientaciĆ³n tecnocrĆ”tica, la maniobra tuvo Ć©xito: no sĆ³lo se logrĆ³ limitar su influencia, sino que muchos de los priistas tradicionales han recobrado la estatura polĆ­tica que les fue negada durante su mandato. Pero si, por el contrario, el objetivo de la conjura era todavĆ­a mĆ”s espurio, como en el caso del narco, la cuestiĆ³n se vuelve espeluznante: ĀæcuĆ”l ha sido el beneficio obtenido?

ā€” VI ā€”
A cinco aƱos de distancia, la investigaciĆ³n del homicidio de Luis Donaldo Colosio sigue tan empantanada como al principio. A lo largo de este tiempo, cuatro fiscales especiales se han encargado de las pesquisas, cada uno de ellos provisto con puntos de vista distintos ā€”a veces, incluso, con intereses polĆ­ticos encontradosā€”, de modo que en cada ocasiĆ³n se ha tenido que comenzar desde el principio. Una y otra vez la hipĆ³tesis oficial de los fiscales ha variado de la “tesis del asesino solitario” a la “tesis de la conspiraciĆ³n”, de acuerdo con los vientos polĆ­ticos en curso o, simplemente, a la forma de interpretar los mismos hechos. La primera versiĆ³n oficial, ofrecida pocas horas despuĆ©s del atentado, apuntalaba la idea del asesino solitario; a cinco aƱos de distancia, y a pesar de la desconfianza que suscita esta idea, los jueces han confirmado esa prospecciĆ³n inicial. No obstante, la hipĆ³tesis conspiratoria se ha filtrado, incansablemente, en los legajos del expediente. ĀæCuĆ”l es el motivo de estas incongruencias?
Ā Ā Ā Ā Ā MĆ”s que comprobar la conjura para asesinar al candidato, el Expediente Colosio demuestra la existencia de la segunda conspiraciĆ³n, articulada a lo largo de estos cinco aƱos, cuyo objetivo ā€”aparentemente cumplidoā€” ha sido confundir la realidad al grado de hacer imposible cualquier certeza en torno al homicidio. La segunda conspiraciĆ³n fue puesta en marcha, quiĆ©n sabe si por los propios autores de la anterior o por agentes ajenos a ella, para ocultar y borrar los rastros de la primera. Y lo peor es que, al parecer, ambas han tenido Ć©xito.
Ā Ā Ā Ā Ā A partir de cierto momento, mĆ”s que rastrear las pistas que pudiesen conducir al supuesto asesino intelectual de Colosio, los investigadores han debido concentrarse en descubrir las alteraciones que, intencionadamente o no, han sufrido las propias pesquisas. El Expediente Colosio ha devenido, pues, en palimpsesto: un alud de palabras, imĆ”genes y sonidos sobre los cuales se ha reescrito, a lo largo de estos cinco aƱos, la imposibilidad de su resoluciĆ³n. Veamos.
Ā Ā Ā Ā Ā El 2 de abril de 1994, apenas unas semanas despuĆ©s del magnicidio, el fiscal Miguel Montes ā€”nombrado ex profeso por el presidente Salinasā€” presenta sus primeras conclusiones: el homicidio de Colosio, declara, fue una “acciĆ³n concertada”. Tres meses mĆ”s tarde, el 14 de julio, y prĆ”cticamente valorando los mismos elementos que en la ocasiĆ³n anterior, Montes cambia de opiniĆ³n y confirma, categĆ³ricamente, que el asesino material e intelectual de Colosio es Mario Aburto. Ese mismo dĆ­a, aduciendo que su trabajo ha terminado, renuncia a su encomienda.
Ā Ā Ā Ā Ā El 18 de julio la prestigiada criminĆ³loga Olga Islas acepta hacerse cargo de las investigaciones. A ella le corresponde iniciar un trabajo que podrĆ­a llamarse metapoliciaco: en vez de centrarse en los hechos que rodearon al homicidio, a la doctora Islas no le queda otro remedio que dedicarse a desbrozar la propia validez de las investigaciones. En su informe final, asĆ­ lo declara:
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“A raĆ­z del homicidio hubo diferencias importantes y notorias en la investigaciĆ³n. […] En todo caso, esas deficiencias han gravitado sobre la marcha de la investigaciĆ³n y, en concepto del grupo de trabajo, dejan algunas incĆ³gnitas que no ha sido posible aclarar cabalmente.”
Ā Ā Ā Ā Ā Ā 
Tras la elecciĆ³n de Ernesto Zedillo como presidente, el panista Antonio Lozano es nombrado procurador general y Pablo Chapa Bezanilla se encarga de la investigaciĆ³n del caso Colosio (al igual que de los homicidios del cardenal JosĆ© Posadas Ocampo y de Ruiz Massieu, lo cual darĆ­a oportunidad a otras tantas especulaciones conspiratorias). Poco despuĆ©s de su nombramiento, Chapa desecha todas las conclusiones de los fiscales anteriores. Se propone empezar de cero. Para ello, refuta todos los puntos de la InvestigaciĆ³n Montes y declara que prĆ”cticamente todas las ac tuaciones policiacas han sido manipuladas. SegĆŗn Chapa, los testimonios de testigos fueron alterados o forzados, la escena del crimen fue “arreglada” y muchas de las pruebas ā€”entre ellas, la segunda balaā€” fueron “sembradas” con posterioridad al crimen. A continuaciĆ³n, Chapa presenta su hipĆ³tesis sobre el “segundo tirador”, OthĆ³n CortĆ©s VĆ”zquez, el cual meses despuĆ©s serĆ­a liberado por falta de pruebas. Por fin, la espectacular carrera de Chapa termina, junto con la de su jefe Antonio Lozano, tras ser acusado de “sembrar” pruebas ā€”de hecho, un cadĆ”verā€” en la investigaciĆ³n paralela sobre el homicido de Ruiz Massieu.
Ā Ā Ā Ā Ā Por Ćŗltimo, el discreto trabajo del nuevo procurador, Jorge Madrazo CuĆ©llar, y del subprocurador JosĆ© Luis Ramos Rivera, si bien ha evitado caer en las contradicciones anteriores, tampoco ha logrado obtener ningĆŗn resultado importante. A estos hechos habrĆ­a que aƱadir, ademĆ”s, el ya preocupante nĆŗmero de homicidios relacionados con el caso Colosio, entre los que destacan los de los primeros encargados de las investigaciones: el subdelegado de la PGR en Tijuana y el director de la policĆ­a de esta misma ciudad. A cinco aƱos de distancia, no se ha cerrado una sola de las interrogantes abiertas en Lomas Taurinas.

ā€” VII ā€”
El magnicidio y la conspiraciĆ³n parecen ser siempre los dos polos de una misma trama. Es como si a nadie le cupiese la idea de que un “asesino solitario”, un loco anarquista o un perturbado fuese capaz de provocar una conmociĆ³n social de semejante magnitud. Un resabio de la rebeliĆ³n de las masas consiste en negar la posibilidad de que una voluntad individual altere, de forma tan drĆ”stica, el destino de millones de personas. La sola menciĆ³n de esta alternativa deja a la sociedad ā€”y en especial al gobiernoā€” con tal sensaciĆ³n de desamparo y desprotecciĆ³n que resulta horroroso tener que reconocerla.

De ahĆ­, quizĆ”s, la necesidad oficial de mantener viva la tesis de la conspiraciĆ³n: es como una reserva polĆ­tica que puede ser utilizada en momentos de crisis y que permite, al menos idealmente, solidarizar a la sociedad con sus gobernantes para combatir a quienes, desde la oscuridad, alientan el desorden.
Ā Ā Ā Ā Ā Al ser ubicua y anĆ³nima, la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n ofrece numerosas ventajas para quien la invoca. A diferencia de lo que ocurre con cualquier otra explicaciĆ³n de la realidad, una conjura no necesita ser probada: de antemano se sabe que sus motivos son misteriosos y sus autores decididamente perversos, por lo cual nadie estĆ” autorizado a ponerla en duda. Y, por encima de todo, una conspiraciĆ³n permite enrarecer al mĆ”ximo el ambiente social, de modo que resulta fĆ”cil vincularla a cualquier manifestaciĆ³n de inconformidad; una conspiraciĆ³n siempre instaura, de hecho, un estado de excepciĆ³n. Una vez que se la acepta, el Mal se vuelve ubicuo, amenazas desconocidas se precipitan sobre todos y, en un estado de zozobra, no queda mĆ”s remedio que plegarse a las soluciones de quien ejerce el gobierno. Como sabe cualquier revolucionario, el ambiente conspiratorio es el terreno de cultivo perfecto para una dictadura; en el imaginario social, sĆ³lo una mano fuerte es capaz de frenar sus efectos.
Ā Ā Ā Ā Ā Por ello, si bien en su origen las conjuras se entendĆ­an como reuniones de sujetos anĆ³nimos que planeaban asaltar el poder ā€”Ć©sta era la idea que se tenĆ­a desde Catilina hasta NapoleĆ³nā€”, nuestro siglo XX ha revertido sus efectos. A diferencia de lo que ocurrĆ­a en la antigĆ¼edad, ahora no se entiende el sentido de una conspiraciĆ³n si no se la hace nacer directamente en los entresijos de las Ć©lites econĆ³micas o polĆ­ticas. Surgida durante el zarismo en la forma de los Protocolos de los Sabios de SiĆ³n, perfeccionada por Stalin y llevada a su culminaciĆ³n por Hitler tras el incendio del Reichstag, el uso de la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n como raison d'Ɖtat ha excedido desde entonces el Ć”mbito de los regĆ­menes autoritarios. En una sintomĆ”tica inversiĆ³n de su esencia, la conjura no es tanto un arma contra el poder como un arma del poder contra sus enemigos.
Ā Ā Ā Ā Ā Acaso a esta ambigĆ¼edad se deba a la falta de lĆ³gica en las versiones oficiales sobre la muerte de Colosio: confirmar la “tesis del asesino solitario” equivaldrĆ­a a mostrar la vulnerabilidad del sistema y, al mismo tiempo, a incomodar a una opiniĆ³n pĆŗblica convencida de la opciĆ³n contraria; signar la “tesis de la acciĆ³n concertada”, por su parte, significarĆ­a aceptar tĆ”citamente la participaciĆ³n del gobierno, o al menos de algunos sectores de la clase polĆ­tica, en el homicidio de Colosio. En el fondo, ninguna de las dos opciones resulta conveniente.
Ā Ā Ā Ā Ā Si lo anterior es cierto, el sentido de la segunda conspiraciĆ³n se muestra mucho mĆ”s claro: al minar la credibilidad de las investigaciones y al derruir cualquier posibilidad de recomponerlas, se garantiza el mejor de los mundos posibles: la incertidumbre. Esquivando el tetius non datur, la segunda conspiraciĆ³n apostĆ³ por cancelar definitivamente la verdad y, por tanto, la construcciĆ³n de una visiĆ³n fiable de los hechos. Poco importa ya que Aburto haya sido un asesino solitario: si lo fue, nadie estĆ” dispuesto a creerlo; en sentido contrario, tampoco es relevante la existencia efectiva de una conjura: los tribunales y los propios investigadores se han obstinado en sostener la versiĆ³n opuesta. En cualquier caso, el poder
sale triunfante.
Ā Ā Ā Ā Ā Esta lĆ³gica, adecuadamente maquiavĆ©lica, contribuyĆ³, en buena medida, a producir el gran triunfo del PRI en las elecciones federales de 1994. En su momento, numerosos analistas aseveraron que se habĆ­a tratado de un voto a favor de la paz y de la estabilidad. Nueva inversiĆ³n de la realidad, puesto que justamente el PRI era el responsable del desorden y el caos que se abatiĆ³ sobre el paĆ­s en aquel aƱo. Pero, al mantener su ambigĆ¼edad en torno a la viabilidad de una conjura ā€”es decir, al sugerir la existencia de un gran enemigo oculto que sĆ³lo la experiencia de gobierno serĆ­a capaz de combatirā€”, el PRI logrĆ³ preservar su hegemonĆ­a. SĆ³lo invocando un argumento semejante puede entenderse que el rĆ©gimen haya conservado el poder luego de haber soportado, en un mismo aƱo, una revuelta armada, el asesinato de algunos de sus principales dirigentes y la brutal caĆ­da de las expectativas econĆ³micas de la poblaciĆ³n.
Ā Ā Ā Ā Ā Lo anterior no quiere decir, sin embargo, que el PRI haya sido el Ćŗnico beneficiario de la segunda conspiraciĆ³n ni, tampoco, que haya sido su creador intencional. La condiciĆ³n polisĆ©mica de la conjura ha permitido que Ć©sta fuese utilizada, asimismo, por otros sectores. La oposiciĆ³n, en un espectro que va del subcomandante Marcos al PRD, e incluso algunos miembros del PAN, no dudĆ³ en invocarla para atacar al gobierno. Pero aquĆ­, de nuevo, la ambigĆ¼edad fue la nota dominante: ni siquiera a los grupos mĆ”s recalcitrantemente antipriistas parecĆ­a convenirles que se conociese la verdad. Aun a ellos les resultaba mejor una posiciĆ³n mĆ”s cĆ³moda: sugerĆ­an la existencia de una conspiraciĆ³n cuyo origen estaba en el interior del propio gobierno, pero carecĆ­an de pruebas para comprobar
sus aserciones.
Ā Ā Ā Ā Ā Al convertirse en el leitmotiv de MĆ©xico durante 1994, la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n ā€”y la incertidumbre derivada de ellaā€” contaminĆ³ todos los aspectos de la vida pĆŗblica del paĆ­s. Las elecciones de 1994, el diĆ”logo con la guerrilla e incluso los descalabros gubernamentales que condujeron a una de las peores crisis econĆ³micas de nuestra historia ā€”el llamado “error de diciembre”ā€” fueron modelados, en gran medida, pensando en las “fuerzas oscuras” que habĆ­an logrado desestabilizar al paĆ­s. Acorralado por el miedo y la desconfianza, el paĆ­s se precipitĆ³ en el peor de los escenarios posibles: el triunfo indiscutible del PRI que, mĆ”s que garantizar la estabilidad, retardaba la transiciĆ³n democrĆ”tica; la interrupciĆ³n de las negociaciones con el EZLN y el posible resurgimiento del conflicto armado, y, last but not least, la quiebra financiera que provocĆ³ la mĆ”s drĆ”stica reducciĆ³n del nivel de vida ā€”y el mayor porcentaje de endeudamiento privado de la poblaciĆ³nā€” en la historia reciente del paĆ­s.
Ā Ā Ā Ā Ā Si el asesinato de Colosio fue la parte medular de una “conjura contra MĆ©xico” destinada a propiciar su ruina, hay que reconocer que no estuvo lejos de alcanzar un Ć©xito absoluto. Sin embargo, afirmar lo anterior equivale a dejarse engaƱar por este seƱuelo y permite que, mĆ”s que la primera conspiraciĆ³n, sea la segunda la que alcance sus objetivos. El poder omnicomprensivo de la teorĆ­a de la conspiraciĆ³n cancela todas las posibilidades de crĆ­tica y autocrĆ­tica; devora cualquier problema y, a la postre, lo justifica. Ante las artimaƱas de los “perversos autores” de una conjura nada puede hacerse: atacan sin motivo ā€”o con motivos difusos e incognoscibles, que es lo mismoā€”, en el momento menos pensado y con la Ćŗnica intenciĆ³n de destruir la armonĆ­a nacional. El conspirador, como he dicho en otra parte, no es un delincuente comĆŗn porque no busca su propio beneficio, sino la ruina nacional: se encuentra al servicio de una fuerza que sĆ³lo persigue la confusiĆ³n y el caos.
Ā Ā Ā Ā Ā Lamentablemente, esta imagen del conjurado ā€”que parece sacada de los Expedientes Xā€” no hace sino ocultar la realidad y, sobre todo, eludir la responsabilidad del gobierno. Es muy fĆ”cil achacar la ruina nacional a enemigos ocultos, pero hacerlo equivale a soterrar los errores, los vicios y la corrupciĆ³n de un rĆ©gimen que ha sido el verdadero causante de la crisis. Si bien es cierto que hechos como el asesinato de Colosio y Ruiz Massieu no pueden ser previstos por ningĆŗn Estado, y que pueden ocurrir en cualquier parte, la gravedad del problema se descubre al constatar que esta imprevisiĆ³n se extiende a todos los aspectos de la administraciĆ³n pĆŗblica. Una vez ocurrido un desastre, el gobierno suele verse repentinamente imposibilitado para enfrentarlo y, mĆ”s tarde, no hace otra cosa que justificar ā€”o esconderā€” sus propias equivocaciones.
Ā Ā Ā Ā Ā A cinco aƱos de distancia, todo indica que la admonitoria sentencia de Leonardo Sciascia se comprobarĆ” una vez mĆ”s y el crimen de Luis Donaldo Colosio no terminarĆ” por resolverse nunca. Si, contrariamente a la opiniĆ³n de los jueces, en realidad hubo una conjura y el homicidio no fue obra de un asesino solitario, al menos hasta ahora su objetivo se ha cumplido cabalmente. Sin embargo, quizĆ”s todavĆ­a pueda hacerse algo para evitar que la segunda conspiraciĆ³n triunfe como triunfĆ³ la primera. Y no se trata sĆ³lo de recomponer la investigaciĆ³n sobre el caso, limpiĆ”ndola de sus defectos y ataduras ā€”tarea casi imposible hoy en dĆ­aā€”, sino de construir los mecanismos necesarios para que el poder estĆ© permanentemente vigilado aun en situaciones de emergencia. Para lograrlo, se impone una tarea de imaginaciĆ³n pĆŗblica: la sociedad en su conjunto debe crear los controles necesarios que aseguren en todo momento el correcto ejercicio de la funciĆ³n polĆ­tica, de la funciĆ³n pĆŗblica. SĆ³lo asĆ­ serĆ” posible desmantelar cualquier conjura ā€”provenga Ć©sta del interior del gobierno o de instancias ajenas a Ć©lā€”, revertir oportunamente sus efectos, asegurar la transparencia de las actuaciones policiacas y, en Ćŗltima instancia, preservar esa actitud que toda sociedad democrĆ”tica debe exigir de quien la gobierna: su apuesta por la verdad. –

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