La tersa utopía de Disney

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Si el mundo es una aldea global, algunos viven en residencias en las colinas y otros en chozas. Unos mandan imágenes y sonidos por toda la ciudad con sólo oprimir sus botones, a fin de que otros los reciban nada más tocar sus botones. Algunas imágenes dejan huella, otras pasan sin pena ni gloria. Pero la metáfora de Marshall McLuhan revela una
indispensable verdad a medias. Si hay una aldea, habla en inglés: viste de jeans, bebe Coca-Cola, come bajo los arcos dorados, camina sobre las suelas de Nike, toca guitarras eléctricas, reconoce a Mickey Mouse, a Bart Simpson, a E.T., a Pamela Anderson y a Steven Spielberg.
     Hollywood es la capital cultural global, capital en ambos sentidos. Los Estados Unidos presiden una especie de Banco Mundial de los estilos y los símbolos, un Fondo Cultural Internacional de imágenes, sonidos y celebridades. Puede ser que empresas multinacionales estadounidenses, canadienses, europeas o japonesas distribuyan los productos, pero su propiedad está más dispersa que los estilos, los temas e imágenes que ponen en circulación, elementos que no sufren transformaciones apreciables al cambiar de propietario. La segunda exportación más grande de los Estados Unidos es el entretenimiento, inmediatamente después de la industria espacial. Apenas nadie escapa de su fuerza tumultuosa.
     La cultura popular de los Estados Unidos es hoy lo más cercano a una lingua franca universal, que funciona a través de una zona cultural federada distribuyendo algunos sueños compartidos de libertad, riqueza, comodidad, inocencia y poder. Por doquier, los aficionados a la diversión, los cazadores de eficiencia, americafílicos y americafóbicos atraviesan los portales de Disney y los arcos de McDonald's enfundados en unos pantalones Levi's, con saco de Gap y tenis Nike. Quizá crean o desconfíen, disfruten o desprecien lo que viven ahí, pero regresan por más de estos símbolos, y es su experiencia, por diversa e informal que sea, lo que define la participación de los Estados Unidos en la unificación mundial, heredera y en ocasiones superior en alcance a la de los romanos, la Iglesia Católica y el islamismo, aunque sin ejército ni dios. Gracias a la seducción de las multinacionales, los Estados Unidos producen los escenarios y los símbolos de una curiosa especie de sensibilidad mundial, una semicultura global.
     No hay entidad capaz de orquestar mejor esta comunidad que la corporación portadora del nombre de su empresario fundador: Walt Disney. Desde películas hasta historietas, programas de televisión, parques temáticos y todos los accesorios, Disney arma la tersura. Después de pasar años de indolencia, Michael Eisner, non plus ultra del marketing de la Paramount/ABC, resucitó la compañía formada por Walt, la colocó de nuevo en el negocio arrollador del cine, produjo obras musicales, hizo proliferar nuevos y más chillantes parques temáticos. La empresa que lleva el nombre de su fundador obtiene 22 mil millones de dólares anuales por ventas. Su valor en el mercado a principios de 2001 era de cerca de 52 mil millones de dólares. Toy Story batió el récord de taquilla en Shanghai, atrayendo un público de un millón de personas de una población total de trece millones. Según el director ejecutivo de la empresa, el propio Eisner, el gasto per capita en productos de Disney en los EE.UU. es de 65 dólares. En Japón, donde los artefactos de Disney se venden en centros turísticos, es de 45 dólares. En Francia, donde los intelectuales declararon a Eurodisney un "Chernobil de la cultura" al inaugurarse en 1992, la cifra también es de 45 dólares. Dígase lo que se diga de Disney, esta empresa ha tenido éxito, lo tiene y muy probablemente lo seguirá teniendo. Su éxito estriba en su omnipresencia.
     ¿Cómo entender a la niñita japonesa que le pregunta a un turista estadounidense: "¿De veras existe Disneylandia en los Estados Unidos?" Ella cree que Disneylandia es su propio espacio de bienestar, una utopía universal, privada. Es de fiar. Sus personajes son señales de la suerte de estar vivos. No le pertenece más a los Estados Unidos que la Iglesia Católica a Roma o el islamismo a la Meca.
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     El imperialismo de los Estados Unidos es la respuesta fácil y engañosa a la pregunta de cómo Disney se hizo omnipresente, al igual que el resto de la cultura popular de los Estados Unidos. Pero así como no se imponen a una población reacia las imágenes de los medios de comunicación que chorrean por todos los Estados Unidos, tampoco el poder empresarial, político o militar impone con brutalidad ese torrente en el extranjero. Lo que fue cierto cuando la cultura comercial estadounidense se vertió por todo el país en el siglo XX, sigue siendo verdad conforme continúa derramándose hoy por todo el mundo. En general, no se impone. Tampoco se secuestran ojos ni oídos, por lo menos no por mucho tiempo. La espada, la cruz y la luna en cuarto creciente han difundido otras culturas mundiales, pero el predominio de los estilos y contenidos de los Estados Unidos no es de ese tipo. No rige desde lo alto. Verlo así es entender mal el poder. Es suave y recíproco: se siente bien.
     Parte de lo que se llama "demanda" comienza por curiosidad y se consolida en costumbre. A veces esta curiosidad ha comenzado con la ocupación americana (como sucedió con el beisbol en Tokio, La Habana y Santo Domingo, o las versiones filipinas de las baladas estadounidenses en Manila). En otras ocasiones esa curiosidad puede haberse dirigido a otra parte, pero se reconcentra en Hollywood porque el complejo local de salas de cine está lleno de películas norteamericanas, ya que los Estados Unidos han sido los primeros en producir una cultura de la comodidad y lo útil, una cultura cuya popularidad es su primera razón de ser. Se produce la resonancia y algunas exportaciones tienen una acogida vertiginosa. Pero, en general, la cultura popular estadounidense es popular porque —y en la medida en que— el empuje de sus exportaciones encaja con lo que pide el público. La forma casa con el contenido. Los estilos de diversión bruñidos, veloces, evanescentes de los Estados Unidos —así como su compromiso de promover la diversión— encajan con el desarraigo, el desplazamiento y el deseo de hoy.
     Disney levantó un imperio de ocurrencias. Llegó pronto, creó una marca y una organización. Fue despiadado, quería amansar a los sindicatos y dirigir de paso un terror anticomunista. Con todo, tenía genio. No fue el primero en hacer dibujos animados, ni el mejor, pero sí el primero que les puso música, el primero en darles voz y efectos sonoros —yelp!, squeal!, smack!— y luego fue el primero que utilizó el tecnicolor. Como ha señalado el crítico Richard Schickel, era bromista y un eficiente editor. Fue el primero en utilizar largometrajes animados. La eficiencia fue fundamental para su éxito. Como Henry Ford, se hizo productivo dividiendo el trabajo entre varios grupos de animadores. Como la General Motors, mejoró su producto con cambios periódicos de modelos.
     Disney entendía la promoción transversal y la importancia de registrar los productos: había comenzado con un dulce de malvavisco cubierto de chocolate que anunciaba a su propio personaje Oswald el Conejo de la Suerte, en 1927. En el decenio de 1950 fue el primer jefe de Hollywood que superó el prejuicio contra la pantalla chica y produjo un programa semanal de televisión. Sabía lo que es la "sinergia" antes de convertirse ésta en lugar común de las empresas. Su serie Disneylandia le hizo propaganda a su nuevo parque temático situado en Anaheim, California. Después proliferaron otros. Más adelante su empresa formó su propio canal de televisión pagada, y compró la ABC. Walt captó muy pronto el principio de saturación que más adelante formuló Michael Eisner: "Hay que llegar al público; hay que eludir a los porteros que impiden la entrada de tus productos". Él tenía sus propios parques y canales de televisión, todos los conductos necesarios. Los llenó con el estilo Disney y mantuvo fuera a la competencia.
     Como casi toda la cultura popular estadounidense, pero más todavía, Disney era y sigue siendo implacablemente optimista. En la pantalla o en el parque temático, la empresa proporciona un sentimiento acogedor, la sensación en demanda, agradable, no arrebatadora sino casera, familiar. Es profundamente hueca y trivialmente limpia. Impone pocas cargas. El parque es una pequeña utopía circunscrita. No tiene mugre, no tiene conflicto. No presenta un desafío. Este es el sello de distinción de su capacidad comercial. Hoy por hoy, los visitantes llegan incluso a consolidar vínculos familiares viajando juntos a Disney World, y hacen de Orlando, Florida, uno de los primeros destinos turísticos de los Estados Unidos. No es un logro menor.
     Las empresas de Disney, desde el decenio de 1920, son populares. En la película de Noel Coward y David Lean Brief Encounter (1946), el personaje Trevor Howard se asombra ante el mérito del Pato Donald como distracción durante la guerra. Disney, sus personajes y su estilo, no se percibían como nacionales. De modo que en 1992, mientras Francia deliberaba sobre la creación de Eurodisney en las afueras de París, mientras la directora Arianne Mnouchkin denunciaba este "Chernobil cultural" y los intelectuales franceses se sumaban a la protesta, no fue del todo ingenuo por parte de un funcionario de Disney rechazar la acusación de imperialismo cultural diciendo: "No son los Estados Unidos, es Disney […] No tratamos de vender sino diversión". Disney, después de todo, había tomado prestados personajes de la mitología británica, alemana, francesa, italiana, danesa […] Disney sigue saqueando leyendas de China, de la época colonial de los Estados Unidos, del Antiguo Testamento, de todas partes. Todos los mitos se someten al tratamiento Disney: se simplifican, se alisan, se embellecen. El mito de la calle principal de los Estados Unidos (sin tienda de Walt Disney) sólo existe en Disneylandia. En el más reciente parque temático de Disney, California Adventure, en Anaheim, se puede pasear entre sitios turísticos de California sin la incomodidad ni el costo de viajar a ellos. Hay exposiciones de países extranjeros, sitios que son reproducciones…

Las empresas de Disney, desde el decenio de 1920, son populares. En la película de Noel Coward y David Lean Brief Encounter (1946), el personaje Trevor Howard se asombra ante el mérito del Pato Donald como distracción durante la guerra. Disney, sus personajes y su estilo, no se percibían como nacionales. De modo que en 1992, mientras Francia deliberaba sobre la creación de Eurodisney en las afueras de París, mientras la directora Arianne Mnouchkin denunciaba este "Chernobil cultural" y los intelectuales franceses se sumaban a la protesta, no fue del todo ingenuo por parte de un funcionario de Disney rechazar la acusación de imperialismo cultural diciendo: "No son los Estados Unidos, es Disney […] No tratamos de vender sino diversión". Disney, después de todo, había tomado prestados personajes de la mitología británica, alemana, francesa, italiana, danesa […] Disney sigue saqueando leyendas de China, de la época colonial de los Estados Unidos, del Antiguo Testamento, de todas partes. Todos los mitos se someten al tratamiento Disney: se simplifican, se alisan, se embellecen. El mito de la calle principal de los Estados Unidos (sin tienda de Walt Disney) sólo existe en Disneylandia. En el más reciente parque temático de Disney, California Adventure, en Anaheim, se puede pasear entre sitios turísticos de California sin la incomodidad ni el costo de viajar a ellos. Hay exposiciones de países extranjeros, sitios que son reproducciones de otros sitios, Fantasía, La Canción del Sur, Pinocho, Pocahontas, Mulan, el Príncipe de Egipto; Disney saquea material de todas partes, siempre y cuando resulte Disney.
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     Disney industrializa la diversión. En historietas o montañas rusas, la maquinaria de Disney vende una inocencia envasada que casa la oferta con la demanda. Los monitos de Disney brindan un goce puro de adorabilidad. No se deja nada al azar. Las diversas disneylandias se especializan en un estilo de diversión inocente muy trabajado, hecho a la medida y aerodinámico. Puede alegarse que el estilo de diversión de Disney es la exportación más vigorosa de cultura popular de los Estados Unidos, pero para entenderlo hay que ver más allá de la omnipresencia de Disney y los enormes presupuestos que su empresa le dedica a la publicidad y la propaganda. El encanto de Disney no es fácil de fabricar.
     Durante el régimen socialista de Salvador Allende, el escritor chileno Ariel Dorfman y su colaborador belga Armand Mattellart publicaron un panfleto donde se rastreaban temas como el capitalismo y el imperialismo en las animaciones de Disney: su justificación de la avaricia, su mala lectura de la explotación, su presunción ante los atrasados salvajes. Cómo leer al Pato Donald adquirió fama, tanta que la empresa Disney intervino para que las aduanas de los Estados Unidos incautaran los ejemplares que llegaban, con la acusación de violación de los derechos de autor. Las interpretaciones de Dorfman y Mattellart a menudo eran ingeniosas, aunque estrictamente textuales. Como casi todos los análisis literarios, Dorfman y Mattellart pensaban que sus "lecturas" eran evidentes, transparentes los significados absorbidos por el lector. Cómo leer al Pato Donald protestaba contra la distracción y defendía otra forma de vida, la revolución socialista. Con todo, su acusación principal era contra el contenido y no contra la forma: Disney era un propagandista.
     Un decenio después, en exilio en los Estados Unidos, Dorfman retomó el tema. ¿Qué unía a las personas con Disney? ¿Por qué disfrutaban lo que no estaban impelidos a disfrutar? Sin duda que no por las nociones propagandísticas que Dorfman había encontrado enterradas en las caricaturas, ni sólo porque estuvieran disponibles. Recordaba su encuentro con un habitante de los barrios bajos de Chile que, enterado de que Dorfman hacía una cruzada contra los cómics, las fotonovelas, las telecomedias y el resto de la literatura industrial, le dijo: "No me arrebates mis sueños".
     En su siguiente trabajo sobre cultura popular, The Empire's Old Clothes (1983), Dorfman, asombrado, presentó uno de los pasajes más extraordinarios de toda la abultada historia de reflexiones sobre la cultura popular. ¿En qué consistía el gancho de las historias animadas, sobre todo de los productos de la industria de la cultura de los Estados Unidos, aun entre las personas perjudicadas por el poder estadounidense? Entonces llegó a una conclusión tan audaz (para un hombre de izquierda) que interrumpió su propia redacción para preguntarse: "¿Yo escribí eso?"
      
     La cultura de masas norteamericana llama al niño que el público quisiera ser, el niño que recuerda, el niño que todavía a veces siente ser […] Pese a la resistencia de las culturas nacionales y diversas subculturas que han rechazado la homogeneización, pese a la abrumadora crítica de la élite y los intelectuales contra este tipo de literatura, la infantilización, que parece un elemento tan esencial de la cultura de los medios de comunicación, puede arraigar en cierta forma de la naturaleza humana que trasciende las circunstancias históricas. La forma en que la cultura de masas estadounidense llega al público puede tocar mecanismos incrustados en lo más profundo de nuestro ser.
      
     Lo más profundo de nuestro ser. Una verdad irresistible. El llamado de lo adorable tiene raíces profundas. Los personajes de las animaciones encarnan una inocencia nunca disipada. Tienen la cabeza grande, característica de los recién nacidos; sus rostros tersos son señal de infancia perpetua. La vida no los ha desgastado ni ha encorvado sus cuerpos. Las caricaturas, que presentan actividades vagamente adultas en cuerpos de niños, invocan una experiencia universal: haber sido niños en un mundo gobernado por los adultos. Dorfman escribió que Mickey Mouse
      
     conjuga poder e infantilización, alarga su influencia y al mismo tiempo mantiene (o recupera) ingenuidad, es un prepotente con todos y con una sonrisa inocente desarma cualquier crítica. El famoso ratón, como la cultura de masas en que ha nacido, automáticamente reconcilia al adulto con el niño al apelar a un atributo biológico nuestro, que los seres humanos están condicionados por instinto a proteger a sus críos y listos por naturaleza para reaccionar bien ante cualquier cosa que se parezca a la juventud […] Puede ser que así como llevamos en la cara los rasgos de cierta juventud por siempre, así nuestra mente y corazón también, en cualquier cultura, pueden abrirse a lo que apela a nuestros sentimientos más tiernos por nuestra progenie y el futuro.
      
     Disney y sus imitadores, al haber creado la maquinaria para proporcionar aniñamiento, estuvieron bien parados para acaparar el mercado global de la tersura y lo lindo. El historiador Philippe Ariès y sus sucesores ya han dicho que la infancia no es algo fijo en la historia; las distintas sociedades la han tratado en diferentes formas. Pero lo universal es la dependencia biológica del niño, su carácter juguetón, su ingenuidad, el lento aprendizaje de ser el tipo de persona que la sociedad quiere. Los Estados Unidos, el niño de los países industriales, la civilización más joven de todas, es el único en afirmar su niñería, y por eso se le aprecia y se le desprecia al mismo tiempo. Pero el atractivo de cualquier versión de la puerilidad es innegable.
     El inofensivo regocijo de Disney habla del placer que a una era democrática le da mofarse de la autoridad. No es una sorpresa que Disney fundara su empresa en los Estados Unidos, la primera cultura democrática. A los estadounidenses les gusta ridiculizar a la autoridad, y los adultos de Disney, desde Rico McPato hasta Elmer Gruñón, son encantadoramente bobos. Las fuerzas del mal reciben su merecido, la justicia siempre es posible. No se castiga con dureza a nadie. Como la mayor parte de la cultura popular de los Estados Unidos, Disney exalta al hombrecillo que se burla del poder, a la muchachita que encuentra su zapatilla de cristal; pasa de la inocencia a la sexualidad y huye del control patriarcal. El héroe es un tipo de buen corazón que hace chistes. Él (o ella) cree en la justicia y la franqueza, pero se niega a inclinarse ante la autoridad. Los infantiles ejercicios de desobediencia son dolores del crecimiento. En las versiones animadas producidas por la maquinaria de la diversión de Disney la rebelión es inevitable, indolora e inofensiva, es decir, divertida.
     ¿Por qué, entonces, no tendrían que deleitarse las personas de cualquier parte con el inofensivo homenaje de Disney a lo infantil? La cultura estadounidense es útil. No sólo nos invita a un placer inmediato, sino a un voyeurismo de bajo costo. Ofrece, en síntesis, una utopía disponible. ¡Qué útil en una época de movilidad incesante! Disney ofrece algo fijo en una época de implacable solevantamiento ideológico, religioso, económico y geográfico. Cuando lo normal es la inquietud, y el desarraigo se ha convertido de suyo en tradición, la cultura popular —ninguna con más eficacia que la estadounidense— opera, misteriosamente, hacia la unificación del mundo. Propone una forma de vida que complace al sentimiento privado. Cultiva el deseo de una vida de consumo ilimitado. Disney fue un maestro en la producción de un banco de símbolos, puntos de referencia que atraviesan las fronteras terrestres.
     En esta época las ideologías unificadoras son francamente débiles. El socialismo está muy desacreditado gracias a los desastres y a la caída del bloque soviético. La religión monoteísta, aparentemente fuerte, choca con los límites que le imponen otras religiones que le hacen la competencia. El ecologismo, los derechos de las mujeres, de los trabajadores y los derechos humanos tienen muchos seguidores, pero no son, para la mayoría, una preocupación apremiante ni un estímulo. Son un fárrago de ideas y sentimientos, pero no le enriquecen la vida casi a nadie. Así las cosas, el estilo de vida más arrolladoramente atractivo, la cultura más globalizadora de todas hoy en día, resulta ser la que exalta al individuo, la que sujeta su libertad al consumo, le estimula los sentidos, exhibe velocidad y promete saturación. Pase Ud. a Disney & Co. Qué raro, pero ineludible, que en tanto que hoy existen símbolos unificadores, lo sean los que exigen menos: Mickey Mouse, Arnold Schwarzenegger, Bruce Willis. No la cruz ni la bandera, sino los arcos dorados, Nike y la Coca-Cola.
     Cada vez más personas del siglo XXI vivirán ese tipo de existencia complicada que los prepara para los gustos populares estadounidenses (aunque no sólo estadounidenses) como los que domina la maquinaria Disney. Las historias son nuestro analgésico, nuestro ungüento contra la fatiga cotidiana, nuestro económico alejamiento del deber y el trabajo. Al estar absorta en una historia, escribe la filósofa Catherine Wilson: "ni soy yo misma plenamente, ya que no estoy viviendo ni funcionando en mi mundo 'cotidiano', ni soy tampoco otra distinta". El "yo" que es y no es uno mismo tiene una historia particular, un cuerpo, gustos y cosas que le desagradan, pero al mismo tiempo se siente en casa con otras criaturas compatibles producto de la imaginación de otro. Los otros de Disney son los más amigables y mimables. Los posmodernos se equivocan al pensar que, por debajo de las funciones y los disfraces, no queda nadie en particular, que las posiciones, las funciones "llegan hasta abajo". Pero no hay camino de vuelta al sencillo ser cuyas intenciones no son ambiguas, cuyas necesidades son elementales y claras. Hoy somos "nosotros mismos", pero no sólo. Seguiremos viviendo gran parte de la vida en contacto con imágenes que buscamos y nos buscan con sus pequeños deleites que los padres consideran inofensivos y los hijos muy divertidos. De nueva cuenta, Disney cumple.
     No hay regreso al clan del bosque ni a la aldea, donde casi todos se conocían, había pocos extraños y símbolos, representaciones, y todavía menos relatos. No se pueden repeler las tecnologías que rocían de imágenes nuestras paredes, que pintan cuentos en nuestras pantallas, cantan canciones en nuestros audífonos. No hay vuelta de la seducción y el clamor, la embriaguez y la diversión, la utilidad y la irritación del torrente de imágenes y sonidos que impera en la vida cotidiana. Debido a que la oferta y la demanda están tan íntimamente conectadas, tampoco hay regreso de la difusión de lo popular americano, de lo cual Disney es la quintaesencia. Es más fácil que los talibanes de Afganistán vuelen los budas irreproducibles, que cualquier cruzada fundamentalista borre los personajes dramáticos de Disney de la exhibición pública.
     Los atemorizados intelectuales en un mundo de centros comerciales y tiendas temáticas evidentemente no hablan por los consumidores que devoran productos estadounidenses en todo el mundo. Es evidente que la cultura popular de los Estados Unidos no elimina todas las opciones vernáculas, todas las formas a través de las cuales los artistas y los escritores producen sus estilos y relatos. El surgimiento de una semicultura mundial coexiste con las culturas y las sensibilidades locales más que reemplazarlas. Como indica el teórico noruego de los medios Helge Rønning, es plausible suponer que la cultura popular mundial, en gran medida estadounidense, se haya convertido, o esté en proceso de convertirse, en la segunda cultura de todos. No suplanta necesariamente a la cultura autóctona, pero activa cierto bilingüismo cultural. Las personas desde Australia hasta Zimbawe adquieren una especie de segunda pertenencia cultural, y pasan con facilidad de las noticias locales a las ceremonias de entrega del Oscar de los EE.UU., de una telenovela a una caricatura de Disney, y viceversa. Eurodisney, en las afueras de París, al principio perdió dinero por falta de comprensión de los gustos europeos (al principio ¡estaba prohibido el vino!), pero pronto rectificó su estrategia comercial y comenzó a ganar dinero.
     Especialmente en el cine y los parques temáticos, donde el costo de ingreso es alto, Disney representa un triunfo del estilo más solicitado de Hollywood, sus llamados "valores muy elaborados", su preferencia por lo locuaz, lo terso, lo sentimental, lo mecánico y despreocupado, su burla de la esencia, su franca hostilidad contra lo reflexivo, su recubrimiento de la historia. Un mundo sin conflictos graves, un mundo de risitas, un mundo donde la mayor decisión es a qué jugar, a qué juego subirse… no es una sorpresa que la simpática utopía de Disney se difunda, seduzca y prospere. -— Traducción de Rosamaría Núñez

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