Tengo la mala costumbre de no viajar, al menos "oficialmente", a los países con regímenes dictatoriales o de dudosa democracia. Al decir "oficialmente" no me refiero a excursiones pagadas por ninguna instancia u organismo estatal o gubernamental, pues ésas no las acepto nunca, así sean al sitio más apetecible del mundo. Sino a viajes en los que no vaya a ser un mero particular anónimo y sí un escritor con actividades públicas. Por ese motivo no he ido nunca a Cuba ni a Chile (donde el caso Pinochet dejó claro que aún no se vive en una democracia plena). No iría hoy a Venezuela, y cuando el partido neonazi de Haider entró en el Gobierno de Austria, y desde allí se me preguntó si estaría dispuesto a visitarla mientras durase esa coalición vergonzosa, contesté que probablemente no. Si a eso añadimos que la actual gobernación del País Vasco es de lo más turbia; que en la de Italia figuran antiguos misinos (neofascistas) y miembros de la Liga Norte (racistas); y que hace ya tiempo que, por razones políticas o de simples sensatez y cordura, no es muy conveniente poner el pie en numerosos países árabes ni en numerosos africanos, lo de viajar, ya ven, se me está quedando de lo más reducido. Lo he dicho: es una mala costumbre, y ojalá fuera tan desahogado como la mayoría de mis colegas escritores, que se suelen llenar la boca condenando esto y aquello y lo otro, pero luego se plantan sin problemas en los lugares condenados en cuanto se los invita.
Aunque mucho de allí no me guste, con los Estados Unidos no tenía problemas, o sólo los que sus funcionarios de Inmigración —a menudo histéricos— decidieran tener conmigo. Me había comprometido a ir a Nueva York en abril próximo, a unas lecturas y charlas públicas. Ya no voy, y en verdad lo lamento por el profesor que amablemente me había invitado, Joe Cuomo. No diré que el único motivo de mi cancelación haya sido aquel del que ahora pasaré a ocuparme. Los ha habido de tipo personal y laboral y burocrático, además. Porque en mi decisión ha contado que, por democrático que sea ese país en conjunto, las medidas tomadas por el presidente Bush Jr. para luchar contra el terrorismo parezcan, a mi juicio, del todo ilegítimas (aunque legales, esos adjetivos no son sinónimos) y propias de sistemas dictatoriales. Porque verán: a un sospechoso extranjero —y yo sería allí lo segundo en todo caso— se lo puede detener según el criterio de un policía o un juez, y mantener incomunicado y sin cargos durante bastante tiempo, y sin embargo interrogado; se le puede impedir avisar a nadie, ni de su familia ni de su Embajada; y se lo puede conducir secretamente ante un tribunal militar o consejo de guerra en un barco de la Armada, y allí juzgarlo y condenarlo, a muerte incluso, sin más requisito que notificar, a posteriori (!) (es decir, tal vez cuando el reo haya sido ejecutado), el nombre de quien, así, fue acusado y sentenciado. Si esto no equivale a una especie de legalización de los desaparecidos (sí, como los millares habidos en las dictaduras argentinas y chilenas de los años setenta y ochenta), que venga Henry Adams y lo vea.
Sumen a esto el incremento enorme de los poderes policiales, de las escuchas y control de los ciudadanos, la prohibición del secreto en las comunicaciones entre un reo y su abogado y no sé cuántas medidas más. Cuando salen anunciándolas Bush Jr. o el brutal Fiscal General, Ashcroft, agregan que ningún inocente debe preocuparse. Pero no son estos señores de las alturas quienes en la práctica deciden quién es sospechoso de algo, sino los policías, sheriffs, marshals y soldados de a pie, nada difíciles de imaginar. Y uno queda, en suma, a expensas de la arbitrariedad de cualquier mando, por inferior que sea. Mis objeciones no son sólo teóricas o hipotéticas, sino de mi propia experiencia. Pues es así como vivimos todos en España hasta 1976. Se nos podía detener por nuestra pinta (la llamada Ley de Vagos y Maleantes era muy amplia), o porque a un poli se le cruzaran los cables, o por joder, o por si acaso. Después, apenas si existían garantías. Y eso se llama indefensión de la ciudadanía, y es lo que están implantando las autoridades americanas y en menor grado las británicas. Aquí sabemos que saltarse las leyes y los derechos para combatir el terrorismo es un crimen, pero además un boomerang. Pese a ello, muchos políticos y periodistas se han lanzado como fieras… contra el director de la Guardia Civil (imagínense qué izquierdista) por haber alertado contra esta clase de medidas, según él peligrosas porque se presentan como provisionales y a menudo se quedan para siempre. Comparen lo dicho por Ashcroft —"No me importa detener a cien inocentes si encuentro a un culpable"— con lo que escribió Henry Adams, una gloria norteamericana, en 1907: "Quienes quitan libertad en aras de la seguridad, no se merecen tener ni lo uno ni lo otro, ni libertad ni seguridad." Quizá deban ponerse ustedes en contacto con Amnistía Internacional, que ya está manos a la obra, porque así ha solido ocurrir en la historia: que quienes dejaron de merecerlas, al final perdieron ambas. ~
(Madrid, 1951-2022) fue escritor, traductor y editor. Autor, entre otras, de las novelas Mañana en la batalla piensa en mí (1994), Tu rostro mañana (tres volúmenes publicados en 2002, 2004 y 2007) y Tomás Nevinson (2021). Recibió premios como el Rómulo Gallegos en 1995, el José Donoso en 2008 y el Formentor en 2013. Fue miembro de la Real Academia de la Lengua.