La última cinta de Malaparte

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I.
El ocaso del siglo XIX es en Florencia ese “alto equilibrio de luz inmóvil” al que Curzio Malaparte se referirá años después: un mediodía en el que las primeras botellas de gaseosa brillan al lado de gramófonos pioneros. Encorvado sobre su tripié, Schemboche, el fotógrafo de los dandies florentinos, inmortaliza a otro de sus personajes: Erwin Suckert, el alemán que ha inaugurado los paseos en bicicleta por la Via Tournaboni y que sonríe junto a su velocípedo Phaenomen, una mano apoyada en el sillín y la otra en el manillar. Precursor de los ases del volante, Suckert anticipa también las películas mudas al caer de su bicicleta frente a Edda Pirelli, una distinguida mujer lombarda que al poco tiempo se convierte en su esposa. Establecido en Prato, el matrimonio engendra en 1898 a uno de sus siete hijos: Kurt Erich Suckert, que en 1921 renace como Malaparte con su primera novela, La revuelta de los santos malditos. Quizá el responsable de este segundo nacimiento sea —por partida doble— Goethe: un busto suyo, obra del escultor pratense Lorenzo Bartolini, suda en invierno al fondo de un pasillo de la temprana infancia de Malaparte; una copia del célebre retrato de Tischbein, donde el autor de Fausto aparece “sentado sobre un sarcófago en medio de la campiña romana, rodeado de un gran manto purpúreo”, preside la sala de la casa paterna. Quizá esa otra figura tutelar haya impulsado a Malaparte a seguir la impronta romántica, la poesía “llena de hojas, de frondas, de aguas, de nubes, de horizontes” que cruza como un temblor su prosa crepuscular.

II.
“Siento horror por la sangre. De muchacho me imaginaba que las estatuas eran de carne y hueso y tenían las venas llenas de sangre. Con un cortaplumas me entretenía en pinchar los brazos de los ángeles de Donatello para hacer brotar la sangre de aquella piel delicada y blanca.”
     A bordo del bombardero que sobrevuela la Grecia lívida de 1940, Malaparte intenta recordar si alguna vez pinchó el busto de Goethe. Recuerda, en cambio, haber visto cómo el manto púrpura del poeta se multiplicaba en uniformes destrozados en las trincheras de la Primera Guerra Mundial: una imagen que —aún lo ignora— será la génesis de su novela La piel, ambientada en los rescoldos napolitanos de la segunda posguerra, de entre los que surgirá un batallón vestido con los uniformes “de soldados ingleses caídos en Tobruk y El Alamein, teñidos acaso para ocultar las manchas de sangre y los agujeros de las balas de un verde oscuro, color de lagarto”. Ignora asimismo que esta compañía espectral originará otro texto suyo, “Crepúsculo sobre el lago”, que describe el reptar de los heridos hacia la última luz del sol como si fuera la última esperanza de salvación; que de ella se desprenderá el joven militar asesinado que en “La capa”, de Dino Buzzati, obtiene permiso de la muerte para visitar a su familia antes de esfumarse. No deja de sorprenderle, sin embargo, que Alexander Lernet-Holenia haya enviado su delegación de fantasmas austrohúngaros a recorrer la tierra de sombras de El barón Bagge en 1915, año en que él empezó a seguir las huellas del soldado herido que lo conducirían, a través de valles y montañas, hasta el lecho de su hermano agónico, según refiere en Sangre, uno de los dos libros escritos durante el exilio de un lustro —1933-1938: primero en las islas Lípari, antes islas Eolias, y después en Ischia y Forte dei Marmi— que lo ayudó a resucitar su infancia y adolescencia luego de comprender que “dentro de cada hombre hay un niño muerto”. Cuando comienza el bombardeo a Grecia, Malaparte aprieta los ojos y piensa en cadáveres uniformados, en las estatuas que pueblan su escritura y que ahora se desangran. El rostro de Benito Mussolini, a quien se atrevió a desafiar, se superpone a la voz del propio Curzio en 1922, año en que el Duce le preguntó por qué había elegido tan fúnebre seudónimo literario:
     —Napoleón se llamaba Bonaparte y terminó mal, yo me llamo Malaparte y terminaré bien.

III.
Absorto ante uno de los ventanales que ofrendan el interior de su casa a los caprichos del horizonte, Malaparte enciende un cigarro. Conforme el humo lo tranquiliza, le vienen a la mente unas frases de “Junio enfermo”, relato incluido en Sangre: “Sentía moverse en el pecho, dulcemente, el soplo de la respiración. En el vértice de los pulmones, inciertos en la leve sombra del omóplato, los dos ganglios hinchados y deformados parecían dos nidoscolgados entre las ramas de aquel árbol blanco.”
     Aunque todavía no es consciente de la gravedad del cáncer que lo consumirá en una clínica romana en 1957, sabe que el siroco que sacude las ramas de su tórax no puede sino ser augurio de una tempestad letal. Por eso cada tarde se planta frente a una ventana similar a las de los trasatlánticos para que lo consuele el aire del Mediterráneo extendido a sus pies; las más de las veces quisiera arrojar al mar el árbol de su pecho, verlo erguirse con un fulgor fantasmagórico en la inmensidad azul que la noche empieza a arar con sus rastrillos. El ritual es el mismo desde su regreso de Etiopía en calidad de corresponsal de guerra, cuando con ayuda del arquitecto Adalberto Liera hizo realidad su sueño en Cabo Massullo, un promontorio comprado a un pescador en la costa de Capri: “una casa como yo”, un esbelto refugio de tres pisos y muros de un rojo Pompeya, que Richard Flood describirá como “el matrimonio de paisaje y arquitectura más elocuente del siglo XX” y del que Bruce Chatwin opinará: “Pese al decorado idílico, [está manchado] por una atmósfera morbosa semejante a la de La isla de los muertos de [Arnold] Böcklin.” Dando una calada a su cigarro, Malaparte piensa que no hay mejor palabra que Capri para evocar la geografía con que fantaseaba en el exilio; a su campo de visión se filtra entonces un barco, las velas desplegadas en un reto a la penumbra en que se hunde. Malaparte ignora que años después, en Dama de Porto Pim, su coterráneo Antonio Tabucchi verá zarpar de las islas Azores una nave parecida que dará la vuelta al mundo con Mozart de polizón.

IV.
En Lípari, vigilado por carabinieri, dice Chatwin, Malaparte “leyó Homero y Platón en griego mientras las olas se estrellaban contra la volcánica playa gris frente a su casa. Hay fotos en las que aparece con pantalones de golf inmaculadamente blancos pero sin calcetines, con el ceño fruncido como un torero de mediana edad, acariciando a su terrier preferido: ‘No tenía a nadie con quien hablar sino con los perros.'”
     Una improbable fotografía muestra a este dandy italiano en una plaza enorme, rodeado por “un grupo de niños colocados aquí y allá en torno a un compañero montado en una bicicleta y a una niña que [arrastra] un perro atado a una cuerda”. La estampa proviene de “La ciudad encantada”, el cuento que podría ser piedra fundacional de esas ciudades invisibles que según Italo Calvino pertenecen a los muertos: Melania, Adelma, Eusapia, Argia y Laudomia. El hechizo que mantiene en suspensión fotográfica a la urbe de Malaparte, perfecta ya que existe “un motivo de remordimiento y de miedo”, es roto en el clímax del relato por la voz de la maga infantil que revela como otro ensalmo su nombre: Mara.
     En 1957, visitado en Roma por fantasmas de guerra disfrazados de ataques cardiacos y pulmonares, Malaparte descubre que sólo su voz puede satisfacer su último deseo:
     —Quiero que todas mis memorias surjan en torno a mí, se agrupen en torno a mi viril agonía.
     Para que el conjuro no caiga en el olvido, durante cuatro meses graba en una cinta magnetofónica sus impresiones de moribundo, que Samuel Beckett podría haber escuchado en 1958 al crear a Krapp, el anciano que a medianoche registra sus recuerdos: “Aquí termino esta cinta […] Quizá mis mejores años han pasado. Cuando existía alguna probabilidad de ser feliz.”
     Quizá es Curzio Malaparte quien “permanece inmóvil al final de la grabación, los ojos fijos en el vacío”. Quizá es él quien permite que la cinta continúe rodando en el silencio beckettiano. ~

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(Guadalajara, 1968) es narrador y ensayista.


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