Recuérdese algo de lo acontecido en Ciudad Universitaria la madrugada del 6 de febrero de 2001. Adoctrinados por los palos y las varillas a su disposición, cerca de cien integrantes del CGH rodean a un grupo de profesores y trabajadores de Ciencias Políticas. Éstos, según declaran, están allí para disuadir a los del CGH del paro
conmemorativo, a un año de la entrada de la Policía Judicial Federal en las instalaciones universitarias. A los apresados se les obliga a despojarse de su ropa quedándose en calzoncillos. A un profesor le cortan las valencianas para quitarle el pantalón con rapidez. No hay duda: el poder persuasivo del CGH se concentra en la fuerza física y la capacidad de insulto e intimidación. Gritan: "Esto es para que ustedes sientan lo que nosotros sentimos hace un año". Y al cabo de sus atropellos se ufanan: "Ora sí, a correr, se acabó la lección" (La Jornada, 7 de febrero de 2001).
Recuérdese también que desde hace más de un año el CGH se ha confinado a las siglas. Ya no hay Consejo General ni hay Huelga; existe confusa y esporádicamente el CGH, y éste quiere decir la suma de sus acciones y el fracaso sucesivo de sus pretensiones.
De las justificaciones jactanciosas
En los días siguientes los agresores, al explicarse, reafirman los métodos usados. Argel Pineda, "megaultra" (designación de asamblea), argumenta:
No fue un exceso el desnudar y amarrar a los profesores de la Facultad de Ciencias Políticas de ninguna manera, es sólo un método producto de que mucha gente ha llegado al hartazgo de las injusticias en el país en cualquier ámbito en el que se encuentre; creo que a muchos no les faltan ganas de aplicar… Se ganó la pérdida del temor a la autoridad, hace un siglo se fusilaba a las personas y hace poco no se hacía, pero no por falta de ganas, sino por temor, en este momento no es que se regrese a la barbarie, lo que se está provocando es perder el temor a la autoridad y a los que nos están reprimiendo. Este método no se había instrumentado por parte del movimiento, pero le demuestra a estos señores que somos capaces de responder ante las agresiones y provocaciones. Estamos sentando un precedente para la forma de actuar entre otros compañeros (La Crónica, 8 de febrero).
El recuento de otro de los líderes, Alejandro Echevarría El Mosh, quiere ser desenfadado. Primero niega todo y luego se precave: "No se les desnudó. Hay que ser muy cautos. Al descubrirlos escondidos en la Facultad de Ciencias Políticas, decidimos bajarles los pantalones" (El Universal Gráfico, 12 de febrero). Y el activista Jorge Martínez Valero condesciende: "Fue un exceso pero no nos responsabilizamos de algo que fue un acto de provocación". Si la culpa no es por entero de las víctimas, ¿para qué se hace la revolución?
Martínez Valero es irreductible. El 13 de febrero, en una discusión en Ciencias Políticas, se engalla: "No nos deslindamos de la agresión contra los profesores, no caemos en ese cinismo… Y no consideramos que fue un error [la vejación]. Nosotros sí sostenemos nuestras acciones porque [los agraviados] no estaban en calidad de académicos". Otro dirigente (más bien, otro declarante), Alberto Pacheco, El Diablo, es aforístico: "Cuando tú dices 'sí, cometí un error', eso quiere decir 'sí, discúlpenme, soy culpable'" (La Jornada, 14 de febrero). Y el momento "del surrealismo bretoniano", como dirían los antiguos defensores del CGH, ocurre en el desagravio a los maltratados por los ex huelguistas, cuando en un vano intento de boicot cerca de cuatrocientos simpatizantes del CGH entonan su letanía de resurrección castrista-guevarista: "Vestido de verde olivo, políticamente vivo./ No has muerto, no has muerto camarada./ Tu muerte, tu muerte será vengada" (Reforma, 14 de febrero). Que se sepa, la única defunción a la vista es la del propio CGH.
"¡Moción de orden, compañero! Que la Mesa le explique a la asamblea porqué sigue vivo el neoliberalismo"
Antes del 6 de febrero el deterioro es notable. Verbigracia: los siete o nueve activistas que exigen la renuncia del presidente electo Vicente Fox ante la sede del PAN, las asambleas colmadas de sitios vacíos, las fórmulas que se extravían en la repetición, la destrucción de propaganda de la marcha zapatista, la exigencia de agregar a las demandas del EZLN los seis puntos del pliego petitorio del CGH. Lo que fue un movimiento social se deshilvana entre las consignas que dan vueltas alrededor de sí mismas ("Educación primero/ para el hijo del obrero./ Educación después/ para el hijo del burgués"), y en la ansiedad de impresionar a los medios informativos. Sin embargo, no obstante la secuencia de irracionalidad, nada anticipa la furia dogmática del 6 de febrero, la gana de humillar a otros universitarios simplemente porque están en desventaja numérica.
¿Qué lecciones se aprenden? Las hoy visibles son todas amargas y, para la izquierda y, lo más importante, para la UNAM, muy devastadoras. Ante el CGH la izquierda partidista prescinde por demasiado tiempo de la crítica, cede al chantaje y en algún momento quiere muy fallidamente adueñarse del movimiento. Algunos de sus teóricos confunden a las consignas (elementales) con las personas y elogian al CGH, "vanguardia de la humanidad en la lucha contra el neoliberalismo". La sombra del 68, el deseo de que jamás se repita el 2 de octubre, cubren las enormes fallas de una tendencia marcada desde el principio por el desprecio a los demás, muy adecuadamente descrita y satirizada por Guillermo Sheridan en Allá en el Campus Grande; luego la obviedad se impone: los símbolos manejados por la ultra y la megaultra banalizan o difaman las realidades que dicen defender. No niego los hechos que anteceden a la huelga y la precipitan: el deterioro de la burocracia universitaria; el desprecio del presidente Ernesto Zedillo por las universidades públicas, tan poco sensibles a su parroquialismo financiero; las vacilaciones y errores de la rectoría de Francisco Barnés; el más que incierto horizonte laboral de los egresados. Pero a la justicia de la causa la pospone o la cancela la injusticia del sectarismo, las consignas peleoneras desplazan a la argumentación y una parte de la izquierda atiende con seriedad el discurso que no se produce y durante largos meses le concede a la ferocidad del resentimiento el apoyo y el beneficio de la duda (la derecha no duda: condena en bloque y desahucia a la UNAM).
No afirmo con lo anterior que a la primera etapa del movimiento sólo la caracterice la ultra. Hubo y hay en muchos estudiantes generosidad, defensa genuina de las universidades públicas y repudio del neoliberalismo (que no por mal definido deja de ser desdichadamente real). Pero al no producirse la discusión académica y al elevar a categoría de dogma en los altares a los seis puntos del pliego petitorio, el altruismo naufraga en las reuniones que se eternizan (el ideal: una asamblea que sólo termine al dar comienzo la asamblea siguiente), en las divisiones internas, en el machismo de las asambleas y las guardias, en el desprecio a todo lo que no son ellos (y ellos es el concepto que pronto se estaciona en unos cuantos). Los alambres de púas que, en el auditorio Che Sierra, protegen la mesa de debates en una sesión particularmente rijosa, notifican el cese o el arrinconamiento del impulso noble del movimiento. A partir de allí el maoísmo del volanteo se responsabiliza del discurso y los comportamientos del CGH.
La entrada de la Policía Judicial Federal el 6 de febrero de 2000 indigna a muchísimos, y muy justamente según creo. Sé que la huelga no podía prolongarse indefinidamente, pero no acepté las soluciones de fuerza, ni el encarcelamiento de esos mil jóvenes, ni la resurrección de fantasmagonías derechistas como "la peligrosidad social". Como sea, es un alivio inmenso (nacional) el regreso a clases.
La experiencia de la represión nada le enseña al CGH. Al contrario, exacerba el tono ultrajante. Desde la cárcel, los líderes del CGH se burlan de quienes les muestran solidaridad, programan la revancha, se declaran los únicos "radicales legítimos" y perfeccionan su marca de origen: el antiintelectualismo, algo que sus disculpadores no registran, la paradoja de la defensa antiintelectual de las universidades públicas, del desdén por lo académico que se presenta como la salvación de la UNAM. Y lo que sigue es el fin de un credo: marchas pobres y en última instancia lánguidas (¿cuántas mentadas de madre se necesitan para que caigan los muros de la burguesía?), qué mal que el pueblo no pudo venir hoy, avísenle con tiempo para que no falte. El Subcomandante Marcos es muy preciso en su diagnóstico de este proceso: "El CGH se quedó sin interlocutor. Se encierra en sí mismo más y más. Si hubiéramos hecho eso, ni el movimiento indígena ni las comunidades zapatistas tendríamos nada que decir, nada que darle a nadie, nada que recibir" (La Jornada, 8 de enero de 2001). Y con tal de salir del encierro, el CGH extrema los métodos autoritarios.
¿Qué tanto hay de provocación en lo ocurrido el 6 de febrero? Hacen falta las precisiones, pero los alegatos del CGH son inaceptables: los maestros y trabajadores tenían todo el derecho de estar en Ciencias Políticas, y el paro anunciado era la decisión de un grupito y no de la comunidad universitaria. Al agredir a los maestros y trabajadores, el CGH, y esto es lo más lamentable, cree que ejerce el poder a su alcance para vengarse de los enemigos inalcanzables (¿quién despoja de sus pantalones al neoliberalismo y quién obliga al FMI a marchar guardando las distancias?). Lo notorio en esa madrugada, "la sorpresita" que El Mosh le anuncia a los periodistas, es la fantasía de la toma del poder como happening, el rencor social que se imagina por unas horas al mando de un orbe cuartelario. Y el acto vandálico, al convertirse en el epitafio de una tendencia, ha de estimular, es de preverse, la reconstrucción universitaria haciendo ya irretornable la impunidad de la ultra y la dejadez generalizada que en buena medida la hizo posible. –