El chef de origen vasco, español pero nacido en Francia y radicado en México desde hace casi 15 años, conversa en su restaurante Biko con Antonio Calera-Grobet: no sólo sobre su peculiar infancia, su adolescencia pasada entre dudas o su edad adulta en el mundo de la gastronomía de clase mundial, sino también sobre sus deseos más claros de cara al futuro, la posteridad y el legado.
A.C.G. Vamos de atrás para adelante, de lo especulativo a lo práctico como debe ser. Cómo fue tu primer encontronazo con la comida. Seguramente en el seno familiar.
Esa es una pregunta muy difícil cuando no encuentras en tu vida un motivo evidente. Examinando el pasado, todo para mí fue siempre normal. Es decir, no puedo sacar fácilmente algo exclusivo de esa normalidad. Sólo cuando quito de verdad ese velo de normalidad es que me doy cuenta que en mi familia tanto hombres como mujeres cocinaban de forma natural, espontánea, sin machismo. Gracias a Dios yo tuve una gran familia por parte de padre y madre. Los paternos murieron jóvenes y los maternos viven en un pueblo muy pequeño de 350 habitantes: Ferreras de Abajo, en la zona de Castilla y León, a una hora de Valladolid, el centro del país. Mi familia viene de ahí aunque yo nací en País Vasco. Mi abuelo era policía y se fue a vivir a ese pueblito. Puso su casita, su pozo, su huerta, su granjilla de animales. También hacía su propio vino y es más: el mismo quitaba la corteza a los alcornoques con la que fabricaba sus corchos para las botellas y las casas de las abejas para que pudieran producir miel. Ahí todo era un proceso que siempre cerraba su círculo. Nunca se compraba algo para alimentarnos aisladamente, siempre se criaba para producir nuestro abasto. Mis padres me mandaban dos meses al año con mis abuelos. El primero iba yo solo y por supuesto me sentía como Tarzán. Todo era para mí. En el segundo mes, que era casi siempre el mes de agosto, me alcanzaban mis padres. A las cinco de la mañana nos levantábamos, agarrábamos una hoz y nos poníamos a trillar. Se regaba, se plantaba, se cosechaba todo el tiempo. Recogíamos garbanzos, lentejas, frutas en su punto. Recuerdo que como yo no quería hacer siestas mi abuelo me mandaba a recoger la mierda de las vacas. “No quieres hacer siestas, ah bueno, pues a recoger mierda”, me decía. Y yo me salía a recoger la mierda que iban cagando las vacas por los caminos para utilizarlas como abono. Esa fue mi normalidad. Vivir de citadino en la frontera de España, pasar todos los días a Francia a estudiar. Para mí lo normal fue entonces tener esa bi cultura, ese sincretismo como hábitat natural.
Ya luego me metí a un año de jardinería, para pasar luego a la adolescencia, donde la cocina también estuvo presente. Yo nací en 1971. Todavía vivía Franco y había mucha pobreza en España. Sobre todo en el campo. Ahí los hombres salían a buscarse la vida, las mujeres se quedaban en las cocinas y los niños no tenían otra que compartir el matriarcado culinario. “¿Oye mamá que haces? Pues esto y aquello, tal y cual, mira”. En ocasiones salía con mi padre al mercado a comprar: pescadito, jamón, queso, vinito. No hay que olvidar que en San Sebastián se dio siempre muy bien lo del mundo de la comida. Ahí uno fue siempre un cocinero freelance, amateur. Ya ni hablar de las comunidades gastronómicas.
Vivir ahí y pertenecer a ellas fue vital. Porque he de decir que a los 17 años pertenecíamos no a un club de golf sino a un club gastronómico. Eso lo contabas en España y la gente se quedaba flipada, pero lo contabas fuera de España y no te creían. Decían que estábamos locos. Cuando yo no ni siquiera tenía edad para merecer una sociedad le pedía a mi padre su tarjeta de socio y nos íbamos todo el día. Abríamos una casa, encendíamos la cocina, el aire acondicionado y no echábamos a la piscina. Éramos diez amigos que bien podrían haber representado a la sociedad de aquella época. Dos o tres odiaban la cocina y no hacían nada salvo jugar a las cartas y comer garbanzos. Otros decían que no les gustaba la cocina pero les gustaba estar viendo y sirviendo sidra. Ahí nos acomodábamos. Yo cocinaba. No quería ser cocinero, no me imaginaba como tal, pensaba que iba a ser otra cosa en la vida. Todo menos cocinero. Pero claro, la cocina era ya algo implícito en mí, se iba integrando cada vez de forma más precisa a mi mente. Yo la entendía, la intuía mejor. Ya no era esta cosa de que mi madre comprara todo y yo le ayudara sólo a pelar guisantes mientras me interrogaba como me había ido en el cole. Ya me detenía a pensar qué era lo que necesitábamos comprar. Era ya un cocinero.
Lo fui también gracias a dios porque me fue mal en ingeniería química y me echaron. Recuerdo que fui a quejarme con la subdirectora. Le rogué que me dejará terminar, que le mundo se me acababa y me dijo que no. Justo en ese momento, cuando realmente el mundo se me acababa, me fui a un bar con los amigos a tomar unas cervezas y uno de ellos dijo de la nada. “¿Oye Mikel, y por qué no te hacéis cocinero?”. Y entonces ahí se me ilumino la cabeza. Una cosa que existía en mi vida desde siempre, que era como una cosa natural en el País Vasco, aparecía en mi vida para marcarme un camino. Entonces corrí y le dije a mis padres: “¿Sabéis? Por primera vez en la vida sé qué es lo que quiero hacer. ¡Quiero irme por este camino: quiero dedicarme a la cocina, a la comida!”. Y bueno, mis padres, que a estaban hasta los huevos de mí, me vieron con tanta seriedad que me apoyaron. Además para mí era algo ideal. Porque a pesar de que ahora soy un gran estudioso de la cocina, siempre he sido más trabajador que estudioso. Yo era más manual, más técnico. Y así fue. Me metí a la cocina y al terminar los estudios vine a México.
A.C.G. Hablemos de las cocinas como espacio físico. Porque comprobamos día día la cocina es el lugar más caro para nosotros, el espacio ideal para la fragua del relato. Si los ingleses tienen el pub para su terapia incluso familiar, nosotros tenemos la cocina.
En la España profunda la arquitectura de las casas era particular. Se hacían de adobe que es térmico, se ponían los animales abajo y los residentes dormían en la planta de arriba. Eso hacía que funcionara como una especie de radiador que subía el calor de los animales a los dormitorios. En el País Vasco incluso se inventaron calefacciones intermedias entre los pisos, como ahora está de moda en las altas esferas. Las casas se conformaban por una sala principal, de forma rectangular, que llevaba el nombre de hogar, y alrededor de este había habitaciones individuales o de apilado según la economía. El fogón se situaba al fondo. A un costado del fogón se colgaban trébedes, una palabra muy bonita que viene del latín y significa de tres patas y, sostenido por cadenas, un puchero de hierro para los guisos. La gente se sentaba a los costados de la mesa. A veces en un escaño, esas bancas corridas con respaldo, a veces dos flanqueando la mesa, y si se tenía un poquito más de dinero se hacía una cocina a un lado como para cocinar cosas más puntuales y de temporada. Y bueno, los que no tenían campana tenían las paredes y techos de sus casas untadas de hollín. Toda la familia se reunía en el hogar, no había de otra sobre todo en el frío. No había bares o restaurantes a dónde ir. Todos debían reunirse ahí porque no había otras actividades, otras habitaciones. Por eso esa palabra es muy profunda para mí: el hogar.
Ahora, en vez de tener un lugar preponderante dentro de las casas, las cocinas se han vuelto barras americanas en donde no se puede dar la integridad familiar. Si uno las analiza las cocinas mexicanas, están hechas a la manera de las viejas cocinas españolas pero con muchísimo más avance. En España están hechas para ser manejadas lo mismo por hombres que por mujeres, y en México exclusivamente por hombres.
A.C.G. Quisiera ahondar en esto de los géneros, que viene a colación por lo que mencionabas hace rato sobre tu familia, que en tu casa hombres y mujeres cocinaron sin machismo. ¿Has resuelto el porqué hay más hombres que mujeres en el ramo gastronómico pero en la vida real son más las mujeres que llevan el asunto de la alimentación en casa?
Eso nos viene por herencia francesa. La cocina española le debe mucho, por un lado, a la permeabilidad de la cocina mexicana por el país Vasco, que es la primera comunidad autónoma que se desarrolla en España culinariamente hablando, y por otro lado a la cultura árabe, que así como nos dio de hostias nos regaló cosas de lo más maravillosas. La cocina en España crece con ellos de manera brutal y da un puntazo tremendo.
Hay que recordar que la cocina española en la edad media es una cocina de teporochos, de acabados, de parias que no aportaban nada. Ahora bien, si nos vamos un pelín más para atrás, cocineros como tal no había. Los cocineros propiamente dichos eran propiedad de los reyes. Los cocineros surgen como los conocemos cuando se acaba la realeza y surge la república. Todos esos cocineros que estaban acostumbrados a tener todo en bandejas de plata, que nunca llamaron a sus clientes porque no existían, se encontraron de pronto en situación de calle. Al no tener más el apoyo de la economía nobiliaria todos tuvieron que reinventarse: ver cómo jalar socios, clientes, competir en un universo por lo menos bizarro: todo es una casa de putas, un desorden. Por supuesto que en ese mundo en donde se aplican las leyes de la selva, de ollas hirviendo y asesinos de mierda, las mujeres no tenían cabida. Tuvo que llegar, años después, el primer cocinero empresario que existió: Georges Auguste Escoffier, quien aplicó a ese mundo una fuerte dosis de disciplina, dignificando a la comida francesa, al cocinero francés. Y por cierto que de ahí vienen las medallas, los lauros, las estrellitas. Por eso los franceses visten de gorro largo, de medallas por todo el pecho. Porque tuvieron que hacer todo eso para cambiar el orden de las cosas a favor de la cocina civil.
En Biko el tema de las mujeres es muy importante. Biko es un espacio abierto a las mujeres. En administración, los dos puestos que hay son cubiertos por mujeres. En la cocina, la mayoría son mujeres. Yo creo que la mujer que llega lejos vale diez veces más por haberse abierto camino. Adquiere un carácter mucho más natural. Porque en el símil de que somos animales, que tenemos uñas y dientes, la mujer adquiere una responsabilidad mucho mayor que la del hombre porque debe defender a las crías, el futuro de la especie.Hoy creo que la mujer se acerca más a su papel original, con carácter, valentía, mujeres con varias potencialidades, multifacéticas, inteligentes, artísticas. Si la mujer llega de nuevo como debería ser, de manera natural, espontánea y no calculada por otras culturas o personas, la mujer en la cocina va a arrasar.
A.C.G. Me da la impresión, así a lo lejos, que hay dos tipos de chefs en el mundo contemporáneo. Alcanzo a ver, por un lado, a chefs más tirados a las humanidades, a lo social, al sentimiento, que van por el mundo en busca de nuevos sabores para tocar al otro de alguna manera y cimbrarlo a partir de su creación. Por otro lado, me sofoca la existencia de un chef más corporativo, empresarial, televisivo en exceso, que lejos de buscar algo decretan un estilo de cocina a sus cadenas de establecimientos y están de alguna manera embebidos por el dinero y el poder. ¿Existe esta separación o es una miopía personal?
Existe. Más si uno analiza cómo están de corrompidos los restaurantes o los puntos de venta de alimentos y bebidas en la actualidad. Si los destripas, son totalmente una magnitud matemática. En Biko analizamos cómo va el restaurante cada semana porque no podemos dejar de ver eso. Pero lo hacemos de otra manera. Porque pongamos los pies en la tierra: no puede haber en la vida un anárquico pobre. Necesitas capitalizarte para ser anárquico. Todo anárquico que quiera el poder necesita mucho dinero. Y eso va muchas veces, políticamente, en contra de lo que uno busca. Al menos por un tiempo.
En Biko hacemos cálculos perfectos, milimétricos; todo debe de estar ordenado por una exactitud inexistente, un caos ordenado. Porque sabemos que vivimos a partir de la inexactitud, porque uno crea a partir del error y aprende a partir del error.
Claro que la pasión no se adquiere, la pasión no se compra. Yo tuve la fortuna de aprender del maestro Juan María Arzak, quien una vez me dijo: “Cuando descubres tu pasión, te jubilas.” Ese pensamiento me abrió las puertas del entendimiento como nada lo había hecho. Yo desde hace años no vengo a trabajar, vengo a divertirme. Esa es la diferencia entre una y otra sensaciones. Vivir el trabajo pensando que lo estamos haciendo no es más que una suerte de fórmula matemática o vivirlo como una diversión. Porque nuestra meta no es ver cuántas botellas se vendieron, qué diferencia hay entre el cardex y la bodega, cuánto sale de esto en contra de tal o cual cosa. Nuestra única meta, la única de verdad, es la felicidad del cliente. No existe otra. Cincuenta empleados trabajamos para ello. Porque Biko no es un centro donde yo contraté a una bola de pendejos para que me hagan caso por mi pura y dura egolatría. De ninguna manera: es un círculo culinario que hace todo por sacarle una sonrisa al cliente.
Escritor, editor y promotor cultural. Ha publicado 8 libros, entre ellos Zopencos (2013), Yendo (2014) y Sayonara (2015). Es propietario de Hostería La Bota.