Monsiváis 68

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Notas a partir de una brillante campaña militar

Mientras se arriaba la bandera a media asta cantaron el Himno Nacional. Con la V que emergía de todas las manos como signo inequívoco de fe en el Movimiento, con la actitud segura, exacta, demoledora de quien sabe el valor y la trascendencia de la razón histórica y la certidumbre moral por sobre las contingencias castrenses, los estudiantes, los padres de familia, los maestros, los intelectuales arrestados durante la invasión de la Ciudad Universitaria, siguieron insistiendo, aun entonces, aun en el momento de sojuzgamiento y humillación, en la absoluta justicia de la causa. Sabían que no se había perdido una batalla, porque, a diferencia de sus adversarios, no buscaban en los acontecimientos las pérdidas y ganancias de las campañas militares sino la creación, la definición, la vigorización de una conciencia social. Por primera vez en muchísimo tiempo, el país volvía a disponer de ciudadanos, volvía a contar con un espíritu nacional auténtico, no las proclamas y discursitos conque la vileza ha venido alimentando su megalomanía, sino el ánimo, el estilo renovadores de la solidaridad, de la creencia en el cambio, del afán nacional entendido como amor a la comunidad, no como amor al respeto ciego que una comunidad debe a sus gobernantes. Muchas palabras –muertas, desvencijadas, demolidas– habían surgido y habían vuelto a vivir en esos días últimos y en ningún momento como ese, la noche del 18 de septiembre en la C.U., adquirían el relieve, la altura que varios sexenios de efusiones demagógicas habían erosionado hasta el punto de extinción. Pero advertir esa resurrección de una semántica cívica en el instante en que se trasformaba definitivamente el perfil estatal, podía ser una deformación de oficio. Había que dejar de sentir con nítida y corrosiva agudeza el sentido de los términos “solidaridad”, “generosidad”, “lucidez histórica”, para entender y fijar el contexto: un ejército empeñado en aumentar su poder a cambio de eliminar su prestigio, un estilo de gobierno que seguía confundiendo la ostentación de fuerza con el diálogo y la mudez gesticulante con el silencio de la autoridad, unos medios de comunicación que insistían en hacer equivalentes la transmisión parcial y deformada de noticias con la información crítica. Las imágenes se acumulaban, en el desorden que genera una primera sensación de impotencia o de rabia inútil o de reflexión atropellada, y en esas imágenes lo mismo participaban los jóvenes victimados el 26 de julio pasado, que los empleados de la Universidad de Puebla linchados “porque iban a colocar la bandera rojinegra”, de igual modo intervenía el recuerdo espléndido de haber marchado en las manifestaciones hacia el Zócalo que la ominosa seguridad de que dado el caso, requerido el poder público de una elección perentoria, valía más un granadero que trescientos mil manifestantes.

Y no eran simplemente frases las acuñadas en esa revisión de los hechos que lleva de un pleito escolar a una rabieta municipal disfrazada de medidas de seguridad del Estado. Eran las sensaciones depositadas, difícilmente discernidas, incluso apenas entrevistas en ocasiones, que lo iban llevando a uno al reconocimiento magnífico de que por fin, después de muchos años de vaguedad, vida a medias, raquitismo vital, desesperanza profesional (esos años interrumpidos brevemente por estímulos formidables), de que por fin ese elemento tan extraño, tan desconocido por la burocracia que había hipotecado los residuos de la retórica de 1910, ese elemento mítico para las nuevas generaciones de mexicanos, la Historia, dejaba de ser concepto ajeno y abstracto para convertirse en una manera de ordenar, vivir, padecer, amar la realidad. Palabras sí, pero palabras que se erigían en el sentido profundo, en el desarrollo y la madurez potenciales del simple y banal “uno y mismo”; palabras que se divulgaron hermosamente al manifestar el 13 de agosto, el 27 de agosto, el 13 de septiembre, al evocar esa calle de Cinco de Mayo poblada de manos con la V, ese Paseo de la Reforma poseído por un silencio significativo que no había entendido de presiones y amenazas, y estaba allí para mostrar que también la ignominia del enemigo define la grandeza de una causa; palabras que iban estructurando en la memoria las brigadas políticas recorriendo y reviviendo la ciudad, los domingos en la C.U., oyendo la canción de protesta, de empecinamiento indomeñable de una generación que no salía a la calle para agradecer ni mendigar, que rechazaba una visión estulta y mohosa de la Historia para optar por otra, quizás borrosa, todavía entre neblinas, más ya orgánica, vital y radical.

El Movimiento Estudiantil había cumplido el mayor objetivo: esencializar el país, despojarlo de esas mendaces capas superfluas de pretensión y vanidad. El Movimiento nos había entregado el primer contacto, sórdido y deslumbrante, con una realidad política y social que desde el general Cárdenas había carecido de rostro y se había cubierto con una obsequiosa bruma sexenal. De algún modo imprecisable, pero no por ellos menos tajante, la corrupción y la inutilidad, la ineficacia y la momificación de la estructura del poder en todos los órdenes, se veían ahora más grotescas, más imposibles de justificación, más descaradamente anacrónicas. El Movimiento lo había descubierto: un gobierno no se construye jamás por acumulación de órdenes, por suma indiscriminada de poses fulmíneas. Y esa sabiduría política –mínima si se quiere, más ya esencial e inafectable– se acrecía y multiplicaba ante la vista de esas bayonetas que personalizaban una anonimia implacable, ante esos gritos lujuriosos de quienes veían en los estudiantes únicamente a los vencidos, para ser consecuentes con la idea de política como doma, amansamiento, puerilización colectiva.

La Invasión de C.U. ¿Podría interpretarse con un cínico y obvio sarcasmo, como la respuesta oficial a los Seis Puntos? 1. Más presos políticos. 2. Glorificación de las tácticas de Cueto, Mendiolea y Frías. 3. Desplazamiento del Cuerpo de Granaderos por convenir más al ejército. 4. Avivamiento del artículo 145 y 145 bis. 5. Creación de nuevas víctimas y 6. Exhibicionismo envanecido por la responsabilidad de los hechos. El general José Hernández Toledo, portador de la respuesta, se encargaría de crear en C.U. –y posiblemente en Zacatenco y los otros centros de enseñanza superior– el clima necesario para el feliz retorno a la normalidad académica. Los chistes comunes, el humorismo darwiniano a propósito de la represión, morían nonatos ante esa pesadilla que se repetía, se desdoblaba, insistía en su corporeidad, volvía a dar órdenes, iba llevando a los estudiantes hacia los camiones, les ordenaba alzar las manos, les exigía tirarse en el suelo, se vanagloriaba de la influencia que las armas tienen siempre sobre las víctimas. Y luego al día siguiente, y esto puede ser anécdotas pero de miles de anécdotas similares se integra la historia nacional de la infamia, el día en que estas líneas se redactan, ver entrar a un restaurante cualquiera, el Vips de Insurgentes digamos, a un batallón del ejército con bayoneta calada, y mirar cómo detienen a los adolescentes desarmados y oír cómo alguien grita: “Pueblo de México: esa es la justicia que se te entrega” y repetir también, mecánicamente, con la última confianza en la ley y la Constitución y el destino de un país, repetir también el signo de la V, y captar entonces las profundas razones de la solidaridad, y de nuevo reiterar una noción: el Movimiento le ha devuelto a México la Historia, ha cambiado nuestra situación de seres marginales y ofendidos por otra condición, también terrible pero ya no marginal, definitivamente ya no extraña o ajena a los procesos que modifican de raíz la conducta privada y la social.

Y nada disminuye o amengua la decisión final y primigenia: “el predominio de la razón sobre la fuerza”. El cliché adquiere una vida poderosa si uno observa que se quiere ofrecer el terrorismo soez o el romanticismo a lo Sachka Yegulev como único recurso para el Movimiento. Pero en las trampas del poder sólo caen la ctm y la cnc. El Movimiento seguirá insistiendo en su derecho legal a protestar y a exigir el cambio de estructuras y, aunque lo vulneren y deterioren quienes debían supuestamente encarnarla, la Constitución de la República sigue siendo el máximo apoyo y la garantía de los estudiantes y el pueblo. El Movimiento Estudiantil (por ser justo) sigue siendo legal, nunca ha dejado de serlo: en ello radica su fuerza moral y su decisión política. Lo que no se quiere comprender en una larga secuela de pequeñeces políticas que ha incluido campañas de soborno, invención industrial de grupos esquiroles, atentados contra las escuelas y contra los automóviles de los manifestantes, y que ahora culmina con la intromisión militar en C.U., es una verdad evidente: el vigor del Movimiento no deriva de esos “seres oscuros” inventados por una mentalidad ramplona nutrida en James Bond y López Méndez; el vigor del Movimiento se engendró en la vasta, compleja, multánime situación del país y en la urgencia de transmutar estructuras válidas en la era de Plutarco Elías Calles, para otorgarnos el sistema contemporáneo de gobierno que necesitamos. Si mucho le debemos ya al Movimiento, hay otra lección más: una Universidad invadida jamás será señal de fortaleza sino de anemia política, será siempre una dolorosa confesión de ineptitud.

El camino es evidente: defender a la Universidad, revivir su asesinada Autonomía, defender la cultura de México, el clima vital que toda cultura requiere, es la mayor, la más alta tarea de una generación.

18 de septiembre de 1968 ~

La Cultura en México, Siempre, 2 de octubre de 1968

 

 

Lo real, lo parcial y nuestra historia oficial

 

Uno de los temas que el Movimiento Estudiantil (o la remoción, el ajuste de cuentas nacional que el Movimiento ha traído consigo) vino a poner en acoso, ha sido la idea histórica de la permanencia voluntaria de la Revolución Mexicana. En junio de 1968 había llegado el momento en que incluso la atmósfera de un sindicato, el paisaje de un cine alquilado para una toma de protesta, la concentración en los zócalos pueblerinos, parecían escenografías demasiado anómalas, demasiado folklóricas o típicas para filtrar o depositar allí el concepto de Revolución Social Mexicana. Las oficinas de un junior executive, los boletines de prensa, las reuniones de la Academia de la Historia, las memorias de generales retirados, el estudio de la obra de Fernando de Fuentes y Emilio Fernández: he aquí el clima idóneo para que ese tópico, la rsm (las siglas prestigian) se manifestase en plena acción. Y uno sabía de la enorme transformación cualitativa durante la década del diez y estaba enterado de que los héroes epónimos de Querétaro nos entregaron la Constitución, y de que todavía en forma espléndida el general Cárdenas nos afirmó nacionalmente al descubrir, entre otras cosas, que el subsuelo no es un inconsciente freudiano de la tierra, etc., etc. ¿Pero hasta qué punto una noción, un concepto histórico podía alimentarse para siempre de su importancia inicial, podía seguir siendo en lo fundamental su importancia inicial? Hasta el punto en que ese concepto abandonase su pretensión de historia viva y asumiese su cualidad de cosa dada, de pasado en el trance de sobrevivirse.

El Movimiento (o ya es mejor precisarlo: las revelaciones que el Movimiento ha entregado con afán tajante) lo ha establecido: la Revolución Social Mexicana está atrás o en el porvenir, es pasado o futuro. Ha abandonado el presente, ha abdicado de esa condición formidable de los grandes movimientos, capaces de vivir simultáneamente todas las posibilidades del tiempo: el pasado (la raíz), el presente (la esencia), el futuro (la substancia). Una Revolución que no se ejerce y extiende a lo largo y a lo ancho del tiempo se condena a ser Revolución de índole espacial, que abarca nada más el territorio donde ejerce su poder, se alimenta de geografía y urbanismo, y dispone de argumentos visuales como las tomas sexenales de protesta, un edificio con mural horrísimo en Insurgentes Norte, una profusión de jóvenes verbosos en todo el país, una capacidad multánime para la adhesión a plana entera, el mobiliario humano de un edificio en la calle de Donceles, el precario triunfo que obtiene siempre la fuerza armada sobre la razón desarmada, el contenido acústicamente obligatorio de una sesión semanal de radio (una sola hora). Situaciones, desde luego, más espaciales que temporales, dicho esto en el más elevado sentido metafórico a que yo tenga acceso. Porque aquí se le confiere al tiempo el sentido de tiempo vital histórico, el lugar que escogen los hombres para luchar, padecer, crear y madurar. Por eso el tiempo de que habíamos venido disponiendo en México, hecho por un lado sólo de pasado, es decir de glorificación de lo consumado y de incapacidad de lucidez, y por otro sólo de porvenir, es decir de amnesia y anhelos, al ser dual o monista, al no moverse nunca en los terrenos de esta triple existencia, resultaba un tiempo ahistórico marginal. No se había madurado en México de modo natural porque oficialmente se ha concebido al país para que la madurez nada más sea posible como la suma de inmovilidades, de limitaciones.

¿Que ocurría antes del inicio del Movimiento Estudiantil? Algo muy simple: no estábamos dispuestos a respetar al disidente, porque aún no le conocíamos, porque sólo teníamos nociones difusas, vagarosas, francamente pop y comerciales de lo que es la rebeldía y el anticonformismo. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Habíamos vivido siempre la historia oficial, siempre habíamos dependido de una organización liberal de clase media que dicta nuestro sentido y nuestra vivencia del desarrollo social, es decir, que norma nuestra actitud frente a un desenvolvimiento crítico y cronológico de la realidad. Esa historia oficial, más hecha de consignas que de ideas, más habituada al gesto declamatorio y a la solemnidad pétrea que a la actualización y vigorización de las ideas, define nuestra realidad actual como la suma infinita de conquistas que provienen de una interminable sesión de box. Derrotados inmediatos, vencedores a posteriori. Surgen las interpretaciones límite: Calleja vence a Hidalgo que gana después, por fallo de la Comisión de la Historia. Maximiliano es derrotado por Juárez, que es indio, que es de bronce y que utiliza frases lapídeas para no contradecir ni su raza ni su metal. Porfirio Díaz es vencido por Madero quien es vencido por Huerta quien es vencido por una coalición donde participan Zapata y Villa quienes son vencidos por Carranza a quien asegura no haber vencido Obregón quien no es reelegido por Calles a quien Cárdenas le da la oportunidad de ser un buen mexicano en el extranjero. Con Cárdenas se termina la historia como box y se inicia la Historia como la estabilidad de los relevos. Pero en cualquier circunstancia se impone como historia una visión de clase media liberalizada: decoro, sentido oportunista de los hechos, medios tonos, reverencia ante los declamadores, afluencia de respeto, congelación ideológica.

Ante esa situación, una nueva generación podía entender intelectualmente que los hombres de la Reforma eran nuestra paideia, Flores Magón nuestro radicalismo y Zapata nuestra catarsis, pero (por así decirlo) espiritualmente, como entidades que de modo profundo les correspondiesen y los modificasen, pocos héroes del pasado han significado algo para ellos e incluso la idea misma del heroísmo les resulta sospechosa. La mayoría les resultaban criaturas o señores de otra visión histórica, que correspondían por apropiación o confiscación a los de enfrente, a quienes los volvían meros precursores del Sistema, a quienes los acreditaban como defensores de las instituciones. La “Historia” liberal de clase media había querido convertir –por el uso, el abuso y la retórica– a un panteón de héroes en un ejército de ujieres de la Cámara de Diputados y la noción del heroísmo en una variante de la tesis cristiana del martirologio.

Ahora, esa misma generación víctima de una tenebrosa represión ha descubierto que en México hace falta, aparte de historia de la sociedad en su conjunto, una historia de los heterodoxos, de los radicales a quienes un acumulamiento biográfico construido sólo a base de situaciones ecuestres había desplazado o desvanecido. Y allí, en lo estatuario, han encontrado esos sobrevivientes de Tlatelolco la explicación básica de la incapacidad oficial para captar la rebeldía: se han visto glorificados los caudillos, no los inconformistas; los mártires, no los disidentes. La historia oficial actúa con criterio melodramático: el énfasis sobre el sacrificio personal, Hidalgo que se despide del carcelero Ortega, las aguas del río que incorporan a su cauce la sangre de Morelos, la traición de Acatita de Baján, la mendacidad de Picaluga, el fusilamiento de Melchor Ocampo, la trampa de Chinameca. Como en telecomedia, lo destacable son los instantes climáticos que propician el sollozo o el arrepentimiento o la compasión trocada en actitud venerante. No quedan héroes: quedan rostros impasibles y víctimas serenas. Desde el punto de vista radical, a Juárez por ejemplo, lo han eliminado. Permanece, según esa nuestra historia, como ejemplo humano de fortaleza, constancia y probidad. Del mismo modo, Cárdenas es el fundador de Pemex, Zapata el nombre a invocar en la cnc y Cuauhtémoc no es el primer gran luchador antiimperialista, sino una estatua o un réclame líquido, lo que quiere decir definirlo no como guerrillero sino como publicista. ¿Y los otros radicales? ¿Quién auspicia, sin criterio hagiográfico, sin ánimo de hiperdulia, su actualización? ¿Qué significan para la historia oficial Ponciano Arriaga, Heraclio Bernal, Ricardo Flores Magón y su grupo, Herón Proal, Rubén Jaramillo? Nada: oprobio, olvido o, en el mejor de los casos, letras de oro en la Cámara de Diputados con discurso al calce. No se les observa como destructores de un orden, sino –también, en la más favorable de las circunstancias– como coadyuvantes
a la dulce tarea de fundar la gran familia nacional. El resultado es invariable: para la historia oficial las acciones disolventes no han existido. A posteriori, se han sacralizado las conductas de los héroes para darles, en todos los casos, la bendición de la legalidad. Así, tal parece que Aquiles Serdán al enfrentarse a Díaz lo hacía a nombre de la Constitución de 1917. Juárez no resistió vietnamitamente a un invasor según el criterio del Sistema, se limitó a aplicar el 33 constitucional, con todo el rigor de la ley, eso sí. Y ni siquiera se llega al imperio del mito, al dudoso esplendor del mito. Todo se queda dentro de los límites de la alegoría y el emblema: el zagal que llegó a presidente o el otro oaxaqueño que se desposó con el poder. No se ha establecido una tradición radical, porque ni siquiera hay aquí –como sucede en otros países– el mito del rebelde, del desafiliado. Sublevarse, negar a la sociedad no alcanza ni la condición de lo romántico, porque esta sociedad en trámite, en gestación, no piensa que se le niega por principios, sino que se le ataca por codicia o conjura del exterior. Es una élite del poder que se ha concebido a sí misma no como fortaleza, sino como botín. Y advierte en el posible rebelde al bárbaro, al invasor que busca no modificar y humanizar el Sistema, sino adjudicarse el trono.

También y por su lado, los rebeldes oficialmente bien vistos, aceptados y casi puede decirse que promulgados, contribuyeron en forma generosa a la teoría de la imposibilidad del anticonformismo, de la desafiliación. Apenas se les incorporó al Establishment, apenas se aceptaron como “la izquierda razonable” o “los heterodoxos distinguidos”, en cuanto recibieron su canonización suprasexenal, cedieron el filo, se mellaron en plena plaza pública. El Establishment insistía: nunca hay que fijarse en las ideas, sino en la certidumbre de que no hay móviles justos fuera de nuestro seno. Disentir sin concesiones es el equivalente cívico del pecado, la terminación, el fin de la Gracia (la Historia). Así, se produjo la sorpresa de una historia donde los protagonistas positivos jamás habían estado ni por un décimo de segundo fuera de la ley, ya no digamos de acuerdo con la perspectiva de la posteridad, sino incluso dentro de la más estricta concepción legal de la época; de una historia que de antemano se ve a sí misma no como un proceso sino como un hecho consumado, la fatalidad que no admite discrepancias ni alteraciones. Entre los mayores descubrimientos que se han venido produciendo a partir del 26 de julio de 1968, al lado de la seguridad drástica del enmohecimiento y anacronismo de la mayoría de los instrumentos políticos en uso, al lado de la preeminencia de la actitud moral sobre la victoria politiquera, debe contarse esta ruina progresiva de la Historia oficial, que, al rechazar a los heterodoxos, rechazó de paso toda idea de vida y de acción dialéctica, para quedarse tan sólo con la felicidad de lo inmutable. ~

La Cultura en México,

Siempre, 20 de noviembre de 1968

 

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