La visión del señor Gibson

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La Pasión de Cristo no es una película más. No hay nadie en Estados Unidos que esté diciendo: “¿Qué te gustaría ver este fin de semana, La Pasión de Cristo o Cincuenta citas para salir con alguien por primera vez?” Nadie de nosotros puede verla de manera inocente. Si hubiera que elegir entre el público a los jueces de un tribunal, no habría un espectador de esta cinta al que no pudiera impugnar ya sea la defensa o la parte acusadora.
     Nos guste o no, el siglo XXI es nuestro siglo, y la única forma que tenemos de ver esta película es como hijos de nuestro tiempo y nuestro entorno. Y entre ellos me incluyo. Sólo puedo ver La Pasión de Cristo como una mujer que se declara católica, como una mujer para quien la creación literaria ha sido un vehículo clave para el entendimiento de sí misma y para quien los Evangelios han sido textos decisivos. Así que respondo como una persona formada por su historia, igual que Mel Gibson ha sido formado por la suya propia.
     Soy mayor que Mel, aunque no tanto, y ambos fuimos criados por católicos que se considerarían a sí mismos conservadores, no obstante lo cual nuestras visiones, tanto de la naturaleza de la historia como de la función de los relatos y de la experiencia de Jesús, se hallan a millas de distancia.
     Así que no, no me gustó la película. Pero tampoco me gustó Corazón valiente del señor Gibson. La violencia gráfica no me entusiasma. Y el hecho de que no me gustara Corazón valiente no me quitó el sueño. Simplemente no me interesó ni me importó a quién le hubiera gustado, porque no había nada importante que se pusiera en riesgo. No me parecía que Corazón valiente le pudiera hacer al mundo ningún daño. Su anécdota no tocaba algo que yo tuviera en muy alta estima. La Pasión, en cambio, sí ha sido para mí motivo de profunda desazón.
     Son dos los motivos de mi desazón: en primer lugar, mi temor a que pueda obrar el efecto de atizar el creciente antisemitismo en todo el mundo. Acepto que el señor Gibson haya declarado que no era su intención hacer una película antisemita, pero debe ser consciente de la función que desempeña el relato de la Pasión en la historia de la persecución de los judíos, un relato cuyo poder para conmover el alma humana ha inspirado lo mismo actos de innegable virtud como de índole homicida. Ser cristiano supone asumir la responsabilidad de que nuestros textos más sagrados se usen para justificar la muerte de gente inocente.
     ¿Qué podemos hacer, entonces, con ese conocimiento? A mi modo de ver, dar testimonio de él tanto en nuestra vida como en nuestro trabajo. Y desde luego que no vamos a arriesgarnos a que nuestra propia vida o nuestro trabajo puedan contribuir a la perpetuación del horror.
     ¿Puede interpretarse esto como corrección política con sesgo teológico? Como escritora, sin duda soy sensible al fantasma de la censura, pero como alguien que ha consagrado su vida al estudio de la narrativa, me pregunto por qué la visión que Mel Gibson tiene de la Pasión —su importancia para él, según dice, es que nos muestra exactamente lo que Jesús hizo por nosotros— ha de depender de que se represente a los judíos como una multitud sedienta de sangre y dirigida por un caudillo sádico y políticamente manipulador.
     El señor Gibson se defiende diciendo que cuenta las cosas como son. O como fueron. Pero las cosas no son exactamente así. Benedict Fitzgerald, el guionista, agregó detalles ajenos a las Escrituras: el personaje de Claudia, esposa de Pilatos, se amplificó respecto de lo que el Evangelio tan sólo insinúa; a Pilatos se le confiere una complejidad psicológica compasiva que no vemos en los Evangelios; se inventaron pormenores de la infancia de Jesús con fines dramáticos. En las Escrituras, Caifás, el sumo sacerdote, se antoja un verdadero enigma; en la película, comparado con Pilatos, resulta un monstruo por donde se lo vea, un agitador despiadado que se regocija viendo correr la sangre de su enemigo.
     Si bien es cierto que se pinta a los flageladores romanos como sádicos feroces, dos de ellos, Pilatos y Claudia, son buenos y sirven de contrapeso a nuestra comprensión del pueblo imperial. Para la imagen que se nos da de los judíos no hay tal contrapeso. Sin duda un escritor consciente del revuelo que puede causar una obra de tales alcances se preocuparía, más que de los romanos, por no dar una imagen negativa de los judíos. Después de todo, nadie ha intentado incendiar el Panteón; nadie ha saqueado la Villa de Adriano.
     El segundo motivo de mi desazón es que el retrato que el señor Gibson hace de la Pasión deforma el significado de los hechos y de su contexto. Cuando hablé con el señor Fitzgerald, me dijo que, tanto para él como para Gibson, la Pasión era la parte más importante de los Evangelios, razón por la cual se habían enfocado en las últimas horas de la vida de Jesús, dejando poco espacio para desahogar lo relativo a su ministerio y a sus ideas. Sólo que, tal como lo han hecho, nos dejan con una Pasión fuera de contexto, con un Jesús mucho más de carne que de espíritu; se nos presenta no al autor de las Bienaventuranzas ni al taumaturgo, sino a la víctima que se va a desollar.
     Mucho es el tiempo de proyección invertido en la flagelación de Cristo. ¿En qué ayuda esto a comprender el sentido de la vida y la muerte de Jesús? ¿En qué difiere Jesús de cualquier otra víctima de la tortura? ¿Cómo distinguir, pues, entre La Pasión de Cristo y El silencio de los inocentes? En esta película no vemos precisamente a Jesús como una persona con pensamiento y espíritu. Esto acaso se deba en parte a que Jim Caviezel, quien interpreta a Jesús, no es un actor de grandes sutilezas psicológicas y en las escenas donde se ve, no el sufrimiento físico del Redentor, sino el ejercicio de su ministerio, su interpretación es más bien insulsa. A estas escenas se les ha añadido una calidad meramente superficial y el rostro del señor Caviezel, agradable pero inexpresivo durante la Última Cena, por ejemplo, no hace nada para infundirles vigor.
     Cuando le pregunté al señor Fitzgerald por qué había hecho una película tan violenta, me respondió que, en tiempos tan brutales como los que vivimos, uno tiene que echar mano de la violencia para transmitir lo que desea. Me contó una anécdota que les gustaba mucho tanto a su madre, que había sido editora de la correspondencia de Flannery O’Connor con uno de sus grandes amigos, como a la propia O’Connor: un hombre le compra una mula a otro, quien le advierte que, si se la trata con gentileza, la mula hará cualquier cosa. Así que el comprador alimenta de lo mejor al animal y luego le ofrece un terrón de azúcar, pero ni por ésas consigue que trabaje. Así que regresa con la mula a ver al vendedor y le dice que lo ha engañado. Éste coge una tranca y golpea a la mula con ella.
     —Pero usted me advirtió que había que tratarla con amabilidad— le dice el comprador, a lo que el vendedor responde:
     —Sí, pero antes tiene usted que conseguir su atención.
     Lo que me pasa con La Pasión de Cristo es que siento como si me estuvieran golpeando la cabeza con un palo, con la salvedad de que nunca me dieron ni terrón de azúcar ni una buena ración de la mejor comida. Una vez conseguida mi atención, ¿qué es lo que supuestamente debí entender? Que Jesús sufrió enormemente por mis pecados, más tal vez de lo que podría imaginarme. Pero, ¿quién es este Jesús y cuál es el sentido de su sufrimiento?
     Teológicamente, el significado de la muerte de Jesús viene del triunfo de la Resurrección, sin duda la escena más débil del rodaje, en la cual el señor Caviezel no se ve victorioso sino pacheco. Pero San Pablo nos dice: “Si Cristo no resucitó, […] vana es nuestra fe”.1 Psicológicamente, el poder de la Pasión es que reconoce el lugar del sufrimiento en la vida humana, ante todo del sufrimiento injusto. Es el vehículo de nuestras tribulaciones. Si uno oye La Pasión según san Mateo de Bach, encontrará muy poca violencia en la música; su carácter arrollador le viene tanto de la tristeza como del sentimiento de opresión que nos infunde. Y no es que falten en la película escenas de mujeres que lloran a lo largo de la Vía Dolorosa, pero la tónica del rodaje es la de un voyeurismo más bien irritante.
     Entiendo que la gente de buena fe pueda conmoverse con la película. Estuve en Boston el día del estreno, el Miércoles de Ceniza. Una mujer entrevistada para la televisión local opinó que no se trataba de una película de violencia sino de amor, y que al ver la cruz bajo cuyo peso se debatía el Redentor, ella vio la suya propia. Un minuto después, apareció ante la cámara una mujer con ceniza en la frente que dijo: “Al menos sabemos quién mató realmente a Jesucristo, y no es necesario que diga yo quién fue.”
     Me atrevería a afirmar que la película no modificó la visión de ninguna de estas mujeres. Al llegar a la sala de proyección cada una de ellas tenía ya formada su propia opinión sobre la historia religiosa, así como sus propias concepciones de la historia universal. Lo mismo ocurrió, desde luego, en mi propio caso. De manera que si el propósito del señor Gibson era cambiar los sentimientos y las ideas del público, no creo que lo haya conseguido. En cuanto al objetivo de fidelidad a sí mismo, sin duda lo habrá logrado.
     Pero, ¿cómo se relaciona su visión con la que nos dan los Evangelios en su conjunto? En las Bienaventuranzas, Jesús bendice a quienes tienen hambre y sed de justicia. No concibo que la visión del señor Gibson ni su película agreguen nada a la balanza de la justicia en este mundo. Pero, a juzgar por la manera en que nos lo relata, ése no es un aspecto del Evangelio que a él le interese. ~

© 2004 por The New York Times.
Reproducido con autorización.

Traducción de Jorge Brash

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